miércoles, 29 de febrero de 2012

Andrés Neuman






Qué sigiloso arte, tirar cosas. Los escritorios de mis sucesivas casas han ido quedándose progresivamente vacíos. Su atractivo ya no son los objetos, sino su razonada ausencia. El exceso de objetos puede provocar interferencias en la escritura. Un campo de estímulos en demasiadas direcciones. Las bibliotecas, por ejemplo, me distraen. Tener tantos libros a la vista resulta enceguecedor. No se pinta mejor frente al sol radiante. Prefiero que el lugar donde escribo se parezca lo más posible a una página en blanco: que tenga todo el mundo por delante.



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© Texto y fotografía: Andrés Neuman

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Andrés Neuman nació en 1977 en Buenos Aires. Hijo de músicos argentinos emigrados, terminó de crecer en Granada, en cuya universidad enseñó literatura hispanoamericana. Es autor de las novelas Bariloche (Finalista del Premio Herralde), La vida en las ventanas, Una vez Argentina y El viajero del siglo (Premio Alfaguara, Premio Tormenta y Premio de la Crítica). Ha publicado también los libros de cuentos El que espera, El último minuto, Alumbramiento y Hacerse el muerto; los aforismos El equilibrista; el libro sobre Latinoamérica Cómo viajar sin ver; y el volumen Década, que reúne sus libros de poemas. Ha recibido el Premio Hiperión de poesía. Traducido a 11 idiomas, fue incluido en la lista Bogotá-39 y seleccionado por la revista británica Granta entre Los 22 mejores narradores jóvenes en español. Escribe en su blog Microrréplicas.

lunes, 27 de febrero de 2012

Fernando Clemot






Las hojas de la marquesa

¿Qué necesita un escritor para poder escribir?

Se diría que tiempo, un ordenador y una silla pero no es este mi caso. Todo lo que he escrito lo hice sobre la misma mesa y su heredera y en dos espacios determinados. Fuera de ahí ni una línea, corregir a lo sumo. La primera mesa era azul cobalto y tenía picaduras de cuando se me cayó una pieza de bronce en un borde. La nueva es de un color más crudo y se ven demasiado las pavesas del tabaco. Cuando escribo suelo recoger todo hasta que queda ordenado a mi gusto. Nunca empiezo si no es así. Hay dos hileras de libros. A la izquierda y detrás de la pantalla suelo tener libros que utilizo como consulta o para las clases. Miro y leo la hilera que hay detrás del ordenador: La campesina y El desprecio de Moravia, Humboldt y el Cosmos, Redescubrimiento de Grecia, La ciudades invisibles de Calvino, El Danubio de Magris, Verga, D’Annunzio, Leopardi, Camilleri, Pirandello, Lampedusa, Sciascia, Tabucchi y la Historia de la literatura italiana de Petronio. Estoy preparando un curso de narrativa italiana y se nota.

A la izquierda, sobre la plataforma del viejo secretier, tengo la Filosofía del tedio de Svendsen, los Manifiestos surrealistas, Las flores del mal, Bulgákov, Marina, Fante, Chéjov, Lautréamont, La piel de Curzio Malaparte, Sade, Salinger, Aldecoa, Bloom, Babel, Singer, Bataille, Carver, dos libros de teoría de la literatura, Foster Wallace, Barthes, Bilbao, Márquez, Nabókov, Lispector, Maupassant, Rulfo, Walser y un tomo negro de mis Safaris inolvidables con la marca uve seis en el lomo... También hay dos antologías muy gruesas de la literatura francesa y portuguesa y otra de narrativa breve hispanoamericana.

En la pared y sobre el otro anaquel de la estantería suelo tener objetos que me animen a escribir, que me recuerden qué hago allí y qué objetivo tiene todo esto: hay una foto de Lisboa de hace unos catorce años, un póster de la plaza Comércio con un Buick a la puerta, un reloj y un póster de una feria del libro de Budapest donde lo pasé muy bien. De toda esta parafernalia en la que me apoyo destaco dos fotos enmarcadas: en una estoy con mi madre de muy pequeño. Llevo corbata y pañales y ella me sujeta. En un lateral señala que es de agosto de 1971. Tenía catorce meses y debía estar empezando a caminar. En otra están mis padres con mi hermano, recién llegados a Barcelona, en la plaza de la Sagrada Familia. Calculo que debe de ser del año sesenta y tres o sesenta y cuatro. Mi padre va trajeado y mi madre está muy seria. Mi hermano arrastra una palma con cierta desgana.

También hay una marquesa de hojas enormes y que ahora está echando un retoño y el secretier que le regaló a mi hermano la dueña de un camping donde pasábamos unos veraneos de los que apenas me quedan recuerdos. Tengo que volver a atar la marquesa. Las hojas me tocan los hombros y de tanto en tanto noto el envés de sus hojas en mi espalda. Es como una pequeña caricia, tierna, casi familiar.

Nada me distrae y todo me alimenta.


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© Texto y fotografía: Fernando Clemot

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Fernando Clemot (Barcelona, 1970) ha publicado las novelas El libro de las maravillas (Barataria, 2011) y El golfo de los Poetas (Barataria, 2009), y los libros de cuentos Estancos del Chiado (Paralelo Sur, 2009; Premio Setenil) y El café de los portugueses (Fundación Kutxa, 2006). Relatos suyos están recogidos en antologías y recopilaciones como Mi madre es un pez (Libros del Silencio, 2011) o Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (Menoscuarto, 2010). Es profesor de talleres de escritura narrativa en el Laboratorio de Escritura de Barcelona y en la Universitat Autònoma de Barcelona.
  

viernes, 24 de febrero de 2012

Francisco Javier Irazoki






Cuando me instalé en París, hace diecinueve años, tuve un rincón íntimo en la parte alta de la vivienda. Bajo una claraboya grande y vieja que podía tocar con las manos, busqué las palabras para definirme. A las siete de la mañana, durante más de una década, me senté a la mesa de trabajo y mi nostalgia hizo más ruido que la ciudad adormecida a esa hora. En un ambiente matinal, sin otros sonidos exteriores que los de la lluvia esporádica sobre los cristales del tragaluz, nacieron tres libros aceptados y uno rechazado por el autor. Eran los tiempos del lápiz, la máquina de escribir y el ordenador fijo.

En los años recientes, gracias a los ordenadores portátiles, me he convertido en un escritor sin oficina estable. Generalmente elijo la planta baja del edificio. Cerca de la cocina, frente a una fachada acristalada que deja ver un patio de árboles de hoja perenne, glicinias y pájaros. Delante de mí viven los vecinos: el joven músico conversa con el pintor veterano, la redactora de una revista de moda escucha al tapicero. Lo principal de la estancia es la mesa. Larga, de madera exótica, compuesta de seis pies y dieciocho piezas encajadas en el tablero. Cada pieza puede sustraerse, entre risas de niños, del lugar que ocupa en el conjunto. Sobre ese mueble deposito la computadora, algún bolígrafo, escasos papeles. En la cabecera de enfrente, un frutero y la silla Hiperión, regalo de Jesús Munárriz.

La mesa fue fabricada por un pariente cercano. La hizo en un momento doloroso. Su esposa de veinticinco años se suicidó y él, para combatir una angustia invencible, quiso construir algo. Un objeto que reconstruyera la vida de su fabricante.

Más que un mueble, mi mesa es una enseñanza.


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© Fotografía: Adriel Irazoki

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Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) formó parte de CLOC, grupo de escritores surrealistas. Desde 1993 reside en París. Sus primeros poemarios editados fueron Árgoma (Estella, 1980) y Cielos segados (Universidad del País Vasco, 1992), que incluía los tres volúmenes de versos escritos hasta esa fecha: Árgoma (1976-1980), Desiertos para Hades (1982-1988) y La miniatura infinita (1989-1990). Más tarde, Irazoki publicó Notas del camino (Javier Arbilla Editor, 2002, con fotografías de Antonio Arenal), el libro de poemas en prosa Los hombres intermitentes (Hiperión, 2006) y La nota rota (Hiperión, 2009), cincuenta semblanzas de músicos de épocas muy variadas. Próximamente Hiperión le publicará el libro de versos Retrato de un hilo. Escribe su columna Radio París en El Cultural, suplemento del diario El Mundo.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Lola López Mondéjar

 
 
 


Escribo desde el interior de una esfera a la que solo yo tengo acceso. Un lugar fuera del tiempo y del espacio, independiente de ambos, en el que floto ingrávida, ligera, a la captura de las historias y los signos.

Mi escritorio es un estado mental, una burbuja que transita entre la imaginación y la vida. De ahí que pueda hacerlo en cualquier parte, en cualquier momento. En mi esfera la atención se concentra en mi mundo interior, en el laberinto irrepresentable de una semiconsciencia lúcida que se expande, que imagina y fija. Veloz algunas veces, morosa otras. Habito en ese universo propio dialogando con personajes sin cuerpo, con ideas que buscan una concreción que, desde mi esfera, me esfuerzo en darles. Incluso, si el momento es locuaz, se me olvida que el mundo sigue fuera; se me olvida, también, que tengo un cuerpo mortal, que soporta el hambre o la sed porque nadie le atiende como es debido. Luego volveré a él. Espera, le digo, y me obedece, sumiso a los dictados de mi reino inmaterial.

Creo que la verdadera vida, la vida que me importa, transcurre en ese interior impreciso y propio, y que la otra, la que fluye sujeta a las leyes del tiempo cronológico y de la geografía, no es más que una transición, un paréntesis entre los mágicos momentos en que me sumerjo, dichosa, en las aguas primigenias de mi esfera.

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© Fotografía: Antiterra

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Lola López Mondéjar (Molina de Segura, Murcia, 1958) ha publicado las novelas Mi amor desgraciado (Siruela, 2010), Lenguas vivas (Gollarín, 2008), No quedará la noche (Editora Regional de Murcia, 2003), Yo nací con la bossa nova (Fundamentos, 2000) y Una casa en la Habana (Fundamentos, 1997), el libro de relatos El pensamiento mudo de los peces (Páginas de Espuma, 2008) y el volumen de ensayos Psicoanálisis y creatividad: el Factor Munchausen (Cendeac, 2009). Entre 1999 y 2009 dirigió el programa literario La mar de letras, y desde 2005 coordina talleres de escritura creativa en la Biblioteca Regional de Murcia.

 

lunes, 20 de febrero de 2012

Xelo Candel Vila






Debido a mis últimos exilios, he vivido en casas y ciudades muy diferentes, pero en todas ellas he buscado ese rincón en el que uno anhela dejarse caer por entero como si de pronto perdiera el hilo invisible que le sujetara. No soy muy ambiciosa ni sacralizo en exceso ese espacio. Me sirve también una buena biblioteca o una mesa pequeña en algún café. Incluso lugares mucho menos literarios. En las sobremesas de los nevados inviernos en Pennsylvania, la lenta ceremonia del café mientras sorteaba el breve sol que entraba por la ventana de la cocina hacía de ese lugar el más confortable de la casa. No pocas páginas escribí en esa vieja y destartalada mesa. He tenido, sin embargo, escritorios nuevos de todos los materiales y tamaños ya que casi nunca los he llevado conmigo en las sucesivas mudanzas. Este es uno de los últimos, de madera y lo suficientemente grande como para poder desordenarlo cada día, invadirlo con papeles y hasta cubrirlo casi por completo. No será el definitivo. De hecho, ya no lo es. Pero el actual está en construcción. Pocas son las exigencias: que esté cerca de una ventana y que alrededor pueda colocar algunos libros. Con eso es más que suficiente. Lo otro se da siempre por azar, no puedes construirlo: el tiempo, el verdadero espacio, el momento propicio... A veces en el escenario aparece el humo del té y alguna pieza musical antigua, pero eso es mero decorado. Lo más habitual es que al acabar el día me sorprenda a mí misma recomponiendo el caos y escondiendo en los estantes las herramientas de trabajo, recolocando las hojas en blanco o releyendo las pocas que he conseguido dejar escritas o tachadas. Sólo el tiempo dirá cuáles se quedan conmigo y cuáles debo olvidar.









© Texto y fotografía: Xelo Candel Vila


Xelo Candel Vila es profesora en la Universidad de Valencia. Ha editado los libros El libro de las baladas y Romances de colorido, de Luis Rosales (2012), Luis Rosales. El contenido del corazón (2010), De lo vivo a lo pintado. La poética realista de Max Aub en el ámbito de la Modernidad literaria (2008), El romántico Ilustrado. Imágenes de Luis García Montero (con Juan Carlos Abril, 2008), El realismo dialéctico en las poéticas de Luis Rosales, Ángel González y Luis García Montero (2003), Luis Rosales después de Luis Rosales (2005), La casa encendida, de Luis Rosales (2002), Subversiones, de Max Aub (con Dolors Cuenca y Rosa M. Belda, 2001) y Diario de Djelfa, de Max Aub (1998). En breve verá la luz Victoriano Crémer y José García Nieto. Epistolario inédito (1944-1976). Como poeta ha publicado Los comediantes (1995), A destiempo (Premio Miguel Labordeta, 2003) y La arena (Torremozas, 2007). Está trabajando en un libro de poemas.

jueves, 16 de febrero de 2012

Norman Mailer




Dwayne Raymond
Informe final sobre el escritorio de Norman Mailer

[…] Sentado ahora en su silla, escribiendo esto, veo todo Provincetown, el pueblo de Norman. El monumento del Peregrino —setenta y siete metros de granito— se erige contra el cielo gris como un monarca despreocupado. Debajo de la torre, un revoltijo de estructuras de madera se extiende desde High Pole Hill y baja hasta el puerto, sin inmutarse ante el mar que casi llega a tocar. Justo al otro lado de los cristales de la ventana, cuatro gaviotas se suspenden en el viento, a la deriva, elevándose pasiva y elegantemente con cada suave ráfaga. Son vistas que a Norman le habrían gustado. […]

Si Norman supiera que yo estoy escribiendo en su mesa usando mi portátil, seguramente sugeriría que cambiara mi manera de hacer las cosas y cogiera una pluma. El tono de su voz en mi cabeza me divierte pero a la vez me fastidia un poco, así que digo en voz alta a las paredes sin oídos que ¡escribir con pluma será como lo hacías tú! Yo prefiero un portátil para el trabajo, aunque escribo muchos apuntes a mano, eso sí. Algunas cosas cambian, otras no.

El escritorio de Norman, por ejemplo, ha quedado prácticamente sin tocar. Hay fichas desparramadas por toda la mesa, justo como él la dejó el último día que subió hasta aquí en agosto. Me exprimo los sesos en el intento de fijar la fecha exacta, sabiendo que puede ser de utilidad para algún futuro biógrafo, pero soy incapaz de recordar. Claro, incluso si pudiera dar con un día en concreto, podría equivocarme. Sería muy típico de él haber subido aquí para una última sesión de trabajo en secreto. Me agrada pensar que tal vez fuese de esa manera, pero lo dudo. Aún así, a veces era bastante pillo, una de sus características más simpáticas. Otra: su tendencia al desorden.

Las fichas de tres pulgadas por cinco en su mesa son de color blanco y verde, amarillo y rosa, o azul y naranja. Se las compré yo hace muchos años porque él creía que una variedad de colores podría ayudarle a captar y guardar mejor las ideas. Este episodio sucedió cuando él daba el último empujón para terminar el libro sobre Hitler que nos había unido, El castillo en el bosque. Dijo que no quería correr el riesgo de perder ni una pizca de pensamiento, ni una sola línea de texto —de ahí las fichas de un color para un personaje viejo, de otro para una nueva escena—.

Al lado de una de las dos pequeñas lámparas de lectura en el escritorio de Norman hay una estatuilla de un militar. Tiene los brazos audazmente cruzados, el pie derecho plantado encima de un tambor y las alas laterales del tricornio algo caídas. Viste uniforme verde con pantalón blanco, y de su cadera izquierda cuelga una espada. Los diminutos puños de su chaqueta son rojos, y charreteras doradas recalcan la importancia del personaje. Sin duda es más que un mero soldado de a pie; se trata de un coronel como menos, si no de un rango aún mayor, y mantiene una guardia incólume sobre la mesa. Detrás de él hay el cráneo de un animal, de un canino pequeño.

Siempre me daba grima contemplar aquella cabeza, y durante cinco años le hice caso omiso. Pero ahora, estudiando su superficie, me doy cuenta de que parece blanqueada por la luz del sol, un sol que hasta hace poco no iluminaba muy a menudo esta mesa. Alguien debe de haberlo traído a Norman desde un lugar árido como una ofrenda para el León Literario —el sobrenombre tan imperioso que le dieron los periodistas—. Extiendo el brazo para poder tocar la boca del perro muerto: los dientes todavía están afilados. Al lado del cráneo hay una figurita pulida de un rinoceronte. Sus ojos son rubíes y su postura sugiere que puede embestir en cualquier momento, pero lleva años en la misma pose; ya no hay mucha posibilidad de que lo haga. Como casi todo en este ático, el rinoceronte está congelado en el tiempo.

El escritorio está abarrotado de libros. Varios de ellos son libros de referencia, como los dos diccionarios bilingües de alemán-inglés, y otros para sus indagaciones de diferentes tipos. Todos están relacionados con Alemania, salvo uno: el Routledge Dictionary of Latin Quotations. A Norman le interesaba el latín y su papel en la educación de Hitler. Quiso saber todo sobre lo que Hitler hubiera estudiado antes de cumplir los dieciséis años. En mi cuaderno de notas he apuntado que Norman incluso llegó a pedirme que investigara las películas de cine mudo que el pequeño dictador habría visto después de mudarse a Viena en 1906. Norman también tenía curiosidad sobre los alimentos que habría comido Hitler de chico, cómo eran los cafés que frecuentaba, y cuáles de los libros de Karl May habría leído. Norman sabía que a Hitler le fascinaban los cuentos de May sobre el oeste americano. Lo que probablemente no supiera Hitler es que Karl May nunca se aventuró más al oeste que la ciudad de Buffalo, en el estado de Nueva York. Recuerdo que eso nos hizo bastante gracia.

Justo a la izquierda de mi portátil yace una de las bandejas de madera que compré para Norman en sustitución de las de plástico que le había comprado primero, pero que él detestaba. Están repletas de carpetas que recopilé para que las ojease cuando tuviera la oportunidad. La nota que dejé encima del montón de carpetas reza: “Información sobre los años 1906–1914. General”. Son para el segundo volumen de los libros sobre Hitler que, aparte de tomar unos breves apuntes, nunca llegó a empezar. A la izquierda de las carpetas hay un diccionario en versión íntegra, de 15 centímetros de ancho y con las páginas gastadas por el uso. […]

Sé que habrá un millón de escritores que matarían por tener la oportunidad de sentarse donde me encuentro yo al escribir estas líneas, pero el precio que he pagado por el privilegio ha sido importante. Pasamos muchas horas aquí arriba, él y yo, trabajando y atesorando tantos recuerdos que ahora me cuesta encontrarlos todos. Pero puedo compensar esa pérdida tocando su escritorio y, por arte de magia, escuchar su saludo ronco de “Buenos días, compadre”. De hecho, estar aquí supone algo más que simplemente sentir su presencia fantasmal: sus aceites corporales, las células de su piel, ya fusionados a la madera de esta vieja mesa de trabajo. Dejó parte de sí mismo aquí, literalmente, gastando el borde con la mano al escribir, destilando el ritmo de su estilo. […]

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© Traducción: Ross Howard
Fotografía: Norman Mailer Center
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Dwayne Raymond es autor de Mornings with Norman Mailer, Nueva York, HarperCollins Publisher, 2010.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Erika Martínez




Soy una persona pedestre. Me conduce una inclinación física, alguien dirá que patológica por el suelo. No me gusta viajar en barco ni en avión, detesto los zapatos. Hasta los veinte años, viví en una casa de pasillos interminables que atravesaba unas veces reptando y otras a cuatro patas. Siempre que me lo permitieron, comí agachada junto a la mesa; aún lo hago en confianza. Escribo rápido en cualquier sitio. Corrijo despacio sobre el mármol, que me enfría los versos. Acostumbro a diseminar los folios por las losetas de mi escritorio, hasta convertir la habitación en un tablero. Salto de un poema a otro, tomo notas, los barajo, los cierro como un acordeón y luego vuelvo a esparcirlos. Hasta que un día la estructura del libro toma forma. O simplemente desisto, porque escribir se interrumpe.

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© Erika Martínez
© Fotografía: Lucía Martínez Cabrera
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Erika Martínez (Jaén, 1979) es autora del poemario Color carne (Pre-Textos, 2009), que obtuvo el Premio de Poesía Radio Nacional de España, y del libro de aforismos Lenguaraz (Pre-Textos, 2011). Como editora, ha preparado los volúmenes Quiroga íntimo (Páginas de Espuma, 2010) y las antologías La voz en bandolera (Visor, 2007), de Diana Bellessi, y Me incitó el espejo (DVD, 2010), de David Rosenmann-Taub, junto con Álvaro Salvador. Escribe una columna semanal en el diario Granada Hoy.

lunes, 13 de febrero de 2012

Ramón Eder






Se escribe allí donde nos llevan las circunstancias, en prisión como Cervantes o en un apartamento burgués como Proust. Quiero decir que da un poco igual donde se escribe. Yo he escrito en destartaladas casas victorianas de Londres, en buhardillas de París, en apartoteles de Barcelona o en la Biblioteca Nacional en Madrid. Pero ahora escribo en una especie de camarote (con vistas al mar) en un pueblecito de pescadores de Guipúzcoa. Sobre esta mesa de roble escribo aforismos, que es mi manera de ir a los Mares del Sur.







© Texto y fotografía: Ramón Eder


Ramón Eder (Lumbier, Navarra, 1952) ha publicado los libros de aforismos El cuaderno francés (Guacanamo, 2012), La vida ondulante (Renacimiento, 2012), Ironías (Eclipsados, 2007) y Hablando en plata (El Híbrido, 2001). También ha publicado poesía: Lágrimas de cocodrilo (Hiperión, 1988) y Axaxaxas Mlö (Pamiela, 1985), y relatos: La mitad es más que el todo (El Paisaje, 1999).


jueves, 9 de febrero de 2012

Fernando Aramburu





Durante un tiempo lo estuve llamando atril, hasta que me convencí de que cometía una inexactitud. Es un pupitre, vocablo que de costumbre asociamos a las mesas de los escolares. Rara vez compro muebles. La tarea, quizá el placer, de comprarlos compete a la costilla. Así y todo, el pupitre lo compré yo, para mí, y por eso y porque, cuando lo necesito, no me niega la ayuda me siento orgulloso de tenerlo por amigo. Se atribuye a Nietzsche la afirmación según la cual quien escribe sentado piensa con el culo. A mi juicio, no deberíamos menospreciar ninguna parte del cuerpo. Un culo perspicaz puede ser francamente útil, quizá más útil que un cerebro. El caso es que el pupitre está pensado para que uno trabaje de pie. Obliga también a escribir a mano. Al menos yo no he hecho todavía la prueba de colocar el ordenador sobre el tablero inclinado. Puede que al cabo de dos o tres horas se me fatiguen las piernas. A cambio, no me duele la espalda ni paso sueño, achaques de los que no siempre estoy libre cuando trabajo sentado. El pupitre lo reservo para las tareas de orfebrería literaria. Me refiero a las correcciones a mano sobre la versión impresa del libro en el que esté ocupado. También a la toma de apuntes, a los resúmenes, a los bosquejos y esquemas; en fin, a esas cosillas que piden un tipo de atención distinto del que pide el ordenador, que es más oficinesco y de venga y dale. El pupitre invita a ser cuidadoso y poeta.






© Texto y fotografía: Fernando Aramburu

Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) vive desde 1985 en Alemania. Ha publicado en la editorial Tusquets casi toda su obra narrativa, los libros de cuentos El vigilante del fiordo (2011), Los peces de la amargura (2006) y No ser no duele (1997), las prosas de El artista y su cadáver (2002), la novela para niños Vida de un piojo llamado Matías (2004) y las novelas Años lentos (2011) Viaje con Clara por Alemania (2010), Bami sin sombra (2005), El trompetista del Utopía (2003), Los ojos vacíos (2000) y Fuegos con limón (1996). De su obra poética destacan Bruma y conciencia (Universidad del País Vasco, 2003) y Yo quisiera llover (Demipage, 2010). Ha traducido a Max Frisch, Arno Schmidt y Wolfang Borchet. 


lunes, 6 de febrero de 2012

Irene Jiménez





Creo que puedo escribir casi en cualquier lugar silencioso: mis cuentos se hicieron en muchas mesas y en muchas casas, frente a varias ventanas distintas. No me importa usar mi propio ordenador o tomar uno prestado, ni estar rodeada de libros, de ollas o de hierba. Las manías que no tengo con el espacio son las que gasto con el tiempo, porque es imposible que trabaje sabiendo que un rato después alguien espera de mí que haga cualquier otra cosa. Tal vez solo escriba durante una hora, pero necesito saber que podrían ser cinco. Así que mi mejor rincón para escribir… es un domingo.









© Fotografía: Juan Pablo Pérez


Irene Jiménez (Murcia, 1977) ha publicado los libros de relatos La suma y la resta (Páginas de Espuma, 2011), Lugares comunes (Páginas de Espuma, 2007), El placer de la Y (El Cobre, 2003) y La hora de la siesta (Arguval, 2001). Cuentos suyos están incluidos en las antologías Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (Menoscuarto, 2010) y Pequeñas resistencias 5. Antología del nuevo cuento español 2001-2010 (Páginas de Espuma, 2010).  

jueves, 2 de febrero de 2012

Cristina Grande





Todo es portátil

Soy una escritora sin cuarto propio. Puedo escribir casi en cualquier sitio con tal de que no sea demasiado silencioso ni demasiado pequeño. He tenido varios domicilios desde que publiqué mi primer libro, La novia parapente, en 2002. Naturaleza infiel la escribí en el comedor de la casa de mi madre, mientras me hacía cargo de mi sobrina, por las tardes, y tenía siempre enchufado el televisor. Muchos cuentos los he escrito en el ordenador de la rebotica de la farmacia familiar, en noches de guardia que se me hacían eternas, cuando aún no tenía un portátil que realmente fuese portátil. Luego estuve un año viviendo en Madrid, en un apartamento alquilado donde compartía escritorio con alguien que se tomaba la literatura en serio. Como intuía que estaba yendo a la deriva, quise asentarme definitivamente regresando a Zaragoza. Fui a vivir a un apartamento de un solo dormitorio y pensé que la cocina sería un sitio ideal para escribir. Unos años antes, en un taller literario al que asistí en el monasterio de Veruela, Luis Sepúlveda dijo que él escribía en una mesa de madera que había pertenecido a un panadero. Asociar la idea de amasar el pan con la de escribir me pareció muy sugerente, y fue por eso que yo también quise tener una mesa especial, sobre la que se hubieran creado cosas reales. Compré una de madera que venía de una casa del Pirineo y que claramente era una mesa de cocina. Pensé que ésa sería mi mesa para siempre, pero sólo me sirvió un año. Cuando tuve que dejar el apartamento me trasladé con la mesa de cocina a la casa de mi madre. Fue imposible encajar la mesa en ningún sitio y acabó ocupando un hueco en el pasillo, entre la cocina y el cuarto de baño. Siempre que la veo pienso que no conviene hacer grandes planes a largo plazo porque el destino es muy caprichoso. Ahora escribo en un escritorio de muchos cajones que perteneció al padre de Antoine, con quien vivo desde hace poco más de un año. Da la casualidad de que este escritorio estuvo durante años en la farmacia de su padre, una farmacia que mi madre estuvo a punto de comprar en 1984, y eso, por algún motivo, me satisface. Con los años me ha dado cuenta de que los objetos (libros, muebles, fotografías, fetiches…) no son en definitiva tan importantes. Mi ordenador nuevo es pequeño, y realmente portátil.









© Texto y fotografía: Cristina Grande


Cristina Grande (Lanaja, Huesca, 1962) vive en Zaragoza. Ha publicado la novela Naturaleza infiel (RBA, 2008), los libros de relatos Tejidos y novedades (Xordica, 2011), La vitrina (Instituto de Estudios Altoaragoneses, 2011), Dirección noche (Xordica, 2006) y La novia parapente (Xordica, 2002), y las recopilaciones de artículos Lo breve (Tropo, 2010) y Agua quieta (Traspiés, 2010). Desde 2002 es columnista de El Heraldo de Aragón.