lunes, 25 de junio de 2012

Juan Malpartida






¿Cuál es realmente mi espacio de escritura? Me gusta una mesa grande en un espacio donde haya libros y un reproductor de música. ¿Pero dónde he escrito yo? Recuerdo que Blaise Cendrars, en El hombre fulminado, recomendaba no escribir ante una ventana abierta a un hermoso paisaje, sino frente a la pared. No es mal consejo. Pero ¿escribir qué? En mi caso, he escrito poesía, novela, artículos y ensayos, incluso traduje algún que otro libro. Si uno traduce necesita diccionarios y tal vez versiones de la obra en otras lenguas y en la propia; si ensayos, libros y apuntes cerca, si novela, un espacio cómodo, porque se requiere tiempo y oxígeno, como un deportista. He escrito poesía en el salón de casa (en todas las que he vivido en los últimos treinta años, que son los de mi producción publicada), en las cocinas, en trenes y aviones. Pero el resto de los géneros los he escrito sentado a mi mesa de trabajo, una mesa como la que acabo de fotografiar con mi teléfono, tal como estaba. No he movido nada, salvo la silla.

En puridad, solo necesito el espacio mismo donde surgirá la escritura, como un pintor necesita la tela, la madera, el papel. Puede ser la hoja en la máquina de escribir (tres palabras para definir el instrumento), el ordenador (una) o el papel y el bolígrafo. Pero como resultado de su existencia y de la necesidad de tener cosas cerca que pocas veces tienen que ver con la tarea de escribir, en la mesa donde escribo se acumulan objetos. Nunca he necesitado fetiches, pero no he desdeñado la compañía de las cosas.

Describiré la última acumulación, siempre susceptible de variar, de desaparecer, de transformarse. Hay un ordenador, en un extremo, en el que ahora escribo este texto, y junto a él un teléfono y unos altavoces. Entre las figuras, se pueden observar algunas antiguas: sobre un pequeño pedestal, una piedra marroquí con cuatro trilobites. Estos simulacros pétreos de bichos que vivieron hace más de trescientos millones de años son, sin duda, lo visible más antiguo que hay en esta casa. Tres figuras de terracota, con huellas aún de color: son mujeres músicos, perteneciente a algún enterramiento de la dinastía Tang. Las respeto, pero no hay vitrinas para ellas. Acompañaron a alguien en su tumba y ahora me acompañan a mí en mi vida. Un tarro de metal con bolígrafos y lápices, y, en el fondo, residuos de objetos (capuchones, trozos de gomas de borrar, pinzas). Cerca del ordenador, un baulito chino y una pequeña mesa en miniatura, hermosamente labrada. Una pirámide de obsidiana (de México), y debajo de ella dos cuadernos de notas, uno que recoge las mil cosas, y el otro solo apuntes de genética y biología. Solo hay un libro, que dejé ahí hace unos días, después de consultar un capítulo sobre los escépticos: Historia de la filosofía occidental de Russell. Siempre lo admiro y siempre me deja insatisfecho. Me gusta anotar que hay un tintero y una pluma, aún no usada. Un cuenco con una piedra negra, llena de reflejos. Su redondez e integridad es una realidad física pero también una idea. Lleno de papelitos, que van de documentos, correspondencia bancaria a apuntes, un contenedor de fichas. Ya en un extremo, a punto de perder el equilibrio, copias de artículos que he escrito últimamente y que la pereza ha postergado su archivo.

Pero lo que escribo sólo sucede en un pequeño espacio, el de la aparición de la escritura. Y se apoya en algo que la evolución ha estado labrando sigilosa y constantemente: el control de los dedos, la capacidad de prensar con el pulgar y el índice, el dominio de los pequeños espacios, la escritura como forma visual del habla, y las tecnologías que han acompañado a estos y otros procesos naturales complejos: el signo sobre un hueso o en una piedra, la tablilla llena de escritura, el papel, la pluma, la tinta, la máquina de escribir, el ordenador… Mi mesa es un palimpsesto: un espacio de renovación.






© Texto y fotografía: Juan Malpartida


Juan Malpartida (Marbella, 1956) ha publicado libros de poesía: A un mar futuro (Visor, 2012; Premio Fray Luis de León), A favor del tiempo (Fondo de Cultura Económica, 2007), El pozo (Pre-Textos, 2002), Hora rasante (La Palma, 1997), Canto rodado (Pre-Textos, 1996), Bajo un mismo sol (El tucán de Virginia, México, 1991) y Espiral (Anthropos, 1990); novelas: Reloj de viento (Artemisa, 2008) y La tarde a la deriva (Galaxia Gutenberg, 2002); ensayos: Los rostros del tiempo (Artemisa, 2006) y La perfección indefensa: ensayos sobre literaturas hispánicas del siglo XX (Fondo de Cultura Económica, 1996); y el dietario Al vuelo de la página (Fórcola, 2011). Publica habitualmente crítica literaria en el suplemento cultural del diario Abc y en la revista Letras Libres. Es director de la revista Cuadernos Hispanoamericanos.


jueves, 21 de junio de 2012

Luis Muñoz

 
 
 
 
 
 
Mi escritorio de ahora es una extensión de una página blanca. Es así como me gusta encontrármelo, vacío, sin distracciones, sin interferencias, al igual que las paredes de mi apartamento. Una invitación a mirar hacia adentro por no haber nada fuera y porque en la nada cabe todo.

No siempre ha sido así. Cuando era adolescente, en casa de mis padres, tenía en el cuarto que compartía con mi hermano carteles que cubrían las paredes y llegaban hasta el techo (un fórmula 1 rojo, un Antonio Machado con versos suyos alrededor, un Jesucristo a modo de recompensa del oeste «Se Busca. Recompensa: la Eternidad», un atardecer en una playa desierta, una vista aérea de Nueva York de noche).

Los podía ver tumbado en la cama y dejarme llevar por ellos, por las sugestiones, por las líneas generales y los detalles de las imágenes, por el espacio de pensamiento, de afectividad, por los estados de ánimo cambiantes que representaban.

Mi hermano tenía sus propios carteles en la parte del cuarto que le correspondía y nos habíamos puesto de acuerdo también en una zona intermedia para carteles que nos gustasen a los dos. Fue ahí donde estuvo durante varios años el fórmula 1 rojo, junto a un retrato de Marilyn Monroe con medias de rejilla, fotografiada por Milton Greene.

Mi escritorio de entonces, en sintonía con las paredes, era un pequeño tablero en el que apenas quedaba espacio libre. Vasos de cerámica rebosantes de bolígrafos, un calendario de mesa, un antiguo plumín de marfil, una bola de cristal de las que nieva al agitarlas, la reproducción de una gárgola inglesa, un perforador de hojas, una grapadora grande y cromada con forma de trasatlántico que me regaló mi padre.

El efecto de todos aquellos objetos es curiosamente parecido al de la desnudez en mi escritorio de ahora. Funcionaban y funciona como un punto de partida, como el comienzo de un diálogo.







© Texto y fotografía: Luis Muñoz


Luis Muñoz (Granada, 1966) ha publicado los libros de poemas Septiembre (Hiperión, 1991), Manzanas amarillas (Hiperión, 1995), El apetito (Pre-Textos, 1998), Correspondencias (Visor, 2001; Premio Generación del 27 y Premio Ojo Crítico) y Querido silencio (Tusquets, 2006). Reunió sus primeros cuatro libros en Limpiar pescado (Visor, 2005). En 1994 preparó el libro colectivo El lugar de la poesía y ha traducido, entre otros, a Giuseppe Ungaretti (El cuaderno del viejo, Pre-Textos, 2000). En 2008 comisarió la exposición Gallo. Interior de una revista sobre la publicación dirigida en 1928 por Federico García Lorca. Entre 1992 y 2002 fue director de la revista de poesía Hélice.


martes, 19 de junio de 2012

Care Santos

 
 




De cara a la pared

Mis amigos no entienden que me guste escribir de cara a la pared. Llevo años haciéndolo y no sé de dónde viene. Mi primer escritorio, en el que alterné la literatura con los temarios tediosos de la carrera de Derecho, ya estaba pegado a la pared. Era de estilo inglés, y había ejercido de noble despacho de consulta médica: la de mi padre. Desde aquel hasta el actual ha habido muchos, pero nunca ninguno ha estado exento, libre de su tabique protector, que yo convierto en una extensión del escritorio mismo. Me gusta llenarlo de recuerdos, cuadros, fotos, pequeñas chucherías que me hacen feliz si están cerca. Algunas llevan conmigo mucho tiempo. Otras son incorporaciones recientes, como un par de soldaditos de plomo de los ejércitos de Napoleón que han llegado esta misma semana. Uno de ellos se llama Filippo. El otro, aún es anónimo. También tengo un corcho del que cuelgo lo que no debo olvidar, para olvidarlo con más ceremonia. Y una silla cómoda, que me sujete bien, para intentar retrasar lo más posible el endémico dolor de espalda de los escritores.

Con mi escritorio actual llevo conviviendo unos escasos tres meses, desde que me mudé de domicilio. Ocupa un rincón en la buhardilla, que es también la atalaya de la casa. A mi espalda, hay una terraza desde la que se ve el mar. Aunque yo prefiero mirar a la pared, para pasmo de todos. Hasta que me trasladé aquí, no sabía que fuera tan raro. Al parecer, es rarísimo.

Cuando nos conocimos, mi madriguera de escribir era un hueco de lavadoras. Las paredes estaban cubiertas de azulejos y donde hoy está el ordenador había una pila y un grifo con cuello de cisne. No me parece un mal pasado. La metamorfosis incluyó el nuevo color de la pared: un naranja que en el catálogo de la casa de pinturas se llamaba “melocotón” pero al que le habría sentado mejor “mandarina”. Es la primera vez que pinto la pared en la que me apoyo. Lo demás, es como siempre: mis recuerdos, mis papeles y mi desorden. Espero que todo siga así durante los próximos veinte años, por lo menos.







© Texto y fotografía: Care Santos


Care Santos (Mataró, Barcelona, 1970) escribe en castellano y catalán. Además de numerosos títulos de literatura infantil y juvenil, ha publicado poesía: Disección (Torremozas, 2007) e Hiperestesia (Qüasyeditorial, 1999); novela: Habitaciones cerradas (Planeta, 2011), Hacia la luz (Espasa Calpe, 2008), La muerte de Venus (Espasa Calpe, 2007), El síndrome Bovary (Algaida, 2007), El dueño de las sombras (Ediciones B, 2006), Aprender a huir (Seix Barral, 2002), Trigal con cuervos (Algaida, 1999) y El tango del perdedor (Alba, 1997); y cuento: Los que rugen (Páginas de Espuma, 2009), Matar al padre (Algaida, 2004), Intemperie (Páginas de Espuma, 2003), Solos (Pre-Textos, 2000), Ciertos testimonios (Memorias de Altagracia, 1999) y Cuentos cítricos (Libertarias, 1995).

jueves, 14 de junio de 2012

Sandra Santana

 
 



Un escritorio debería ser un lugar de tránsito. Es el lugar de la casa en el que, si todo va bien, nunca estoy. Me siento allí y abandono mi biocaparazón articulado para comenzar a viajar en la nave supraespacial de la mente. Las ventanas son un buen complemento al escritorio, me permiten seguir ausente cuando levanto la cabeza del papel o de la pantalla del ordenador. Recuerdo otras ventanas junto a otros escritorios, distintas a esta de la fotografía. Recuerdo aquella ventana con vistas a Brigittaplatz en Viena, las novias recogiéndose el vestido cada día para ir de la iglesia hasta el ayuntamiento. Recuerdo también otras ventanas laterales, siempre en el lado izquierdo: la primera, aquella que me traía el sonido invisible del trajinar con tuppers y pinzas de la ropa de las vecinas, en el patio de la casa de mis padres, en un barrio de la periferia de Madrid; pero también la regia vista lateral sobre los vastos dominios de Lavapiés desde mi torre de la glorieta de Embajadores; y la apertura de la bellísima casa de Berlín, que llenaba de luz y de calor aquel espacio blanco de altos techos. La verdad es que nunca he vivido tan triste como cuando he tenido un escritorio en penumbra. No quiero ni acordarme. Afortunadamente, ahora en Zaragoza el escritorio está también lleno de luz. Por la mañana los pájaros vuelan sobre el cristal de mi mesa y la atraviesan en todas direcciones. Cuando el corazón se me vuelve caducifolio, el platanero frente a mi ventana mueve sus hojillas saludando desde su reflejo.








© Texto y fotografía: Sandra Santana


Sandra Santana (Madrid, 1978) es poeta y profesora de Filosofía en la Universidad de Zaragoza. Es autora de los libros de poemas Marcha por el desierto (2004) y Es el verbo tan frágil (Pre-Textos, 2008), así como del ensayo El laberinto de la palabra. Karl Kraus en la Viena de fin de siglo (Acantilado, 2011). Como traductora ha realizado versiones de la obra poética de autores como Ernst Jandl, Karl Kraus o Peter Handke. Ha colaborado también con diversas instituciones culturales (CA2M, Laboral Centro de Arte, Casa Encendida, Medialab-Prado) en la búsqueda y difusión de nuevas formas de expresión poética en contacto con otras disciplinas.

miércoles, 13 de junio de 2012

Miguel Serrano Larraz






La realidad [del escritorio] es irrepresentable. Todo intento de representación obliga a un proceso de ordenamiento. No queda más remedio que elegir una perspectiva, un punto de vista, o acaso varios. [Hay que colocar la cámara en algún sitio]. Todo se complica porque ya ha habido, antes, otros escritores [que han participado en el proyecto]. El texto será una respuesta a esos textos anteriores [a esas imágenes], incluso a aquellos que no he visto o no he comprendido. Quisiera que el espectador intuyera que lo que no aparece en la imagen también existe. Se trata de un proceso melancólico, imposible de verificar, casi de un acto de fe. Me veo desperdigando objetos [unas tijeras, por ejemplo] que en la realidad cotidiana [del escritorio] no tienen una función real. La representación [del escritorio] es siempre imperfecta e incompleta: que sea, al menos, simbólica, o misteriosa. En todo caso, la imagen se define por una ausencia central, muy presente. Solo me doy cuenta al contemplar la sucesión de imágenes provisionales. Además, el tema propuesto se desplaza a una esquina, pero al mismo tiempo ocupa, invasivo, un primer plano. ¿Cuál es ese tema nuclear? Se trata, por supuesto, del escritor[io]. La importancia del reflejo, a priori (simultáneo, al menos en apariencia) y de la reflexión, a posteriori (la justificación). Una esquina iluminada, casi en llamas, que no parece capturada de forma natural sino tallada a la fuerza. La saturación. Las texturas. El proceso infinito de corrección, casi automático, la resignación ante la idea de que la forma perfecta ya pasó y de que no hacemos más que empeorarla al aplicarle capas y más capas de ficción, de maquillaje [de retoques digitales]. La imposibilidad, por último, de no mostrarse, aunque sea de forma tangencial, por ejemplo en la construcción del espacio, en la composición, en las elecciones arbitrarias, en la imagen que queremos imponer de la realidad [del escritorio]. El exhibicionismo pudoroso, la focalización interesada, la manipulación de los signos. Y, ante todo, lo que no se muestra. [Lo que no se quiere mostrar].







© Fotografía: José Ansó


Miguel Serrano Larraz (Zaragoza, 1977) abandonó el último curso de la carrera de Ciencias Físicas para dedicarse a la literatura. Ha publicado los libros de poemas La sección rítmica (Aqua, 2007) y Me aburro (Harakiri, 2006), la novela Un breve adelanto de las memorias de Manuel Troyano (Eclipsados, 2008) y el libro de cuentos Órbita (Candaya, 2009). Está incluido en Pequeñas resistencias 5. Antología del nuevo cuento español (Páginas de Espuma, 2010). Ha publicado en revistas como Quimera, Turia, Laberintos o La Mandrágora. Es traductor.

lunes, 11 de junio de 2012

Eduardo Berti






Nunca tuve lo que se llama una “habitación de escritura”. O, mejor dicho, aun cuando alguna vez la tuve nunca logré que funcionara rigurosamente como tal. Durante casi una década, entre mis veinte y treinta años, me gané la vida (y, más que eso, disfruté y aprendí mucho) trabajando en distintas redacciones periodísticas, sobre todo la del entonces flamante diario Página/12 de Buenos Aires, donde tuve la buena suerte de estar rodeado no sólo de excelentes periodistas, sino también de brillantes escritores de toda clase: reconocidos como Juan Gelman u Osvaldo Soriano, más o menos en ciernes como Martín Caparrós, Marcelo Birmajer o Rodrigo Fresán, secretos como el aún inédito Salvador Benesdra, de culto como Miguel Briante y muchos más –hombres, en su mayoría–, desde Enrique Medina hasta Antonio Dal Masetto.

Para calmar mi deseos (o mi vanidad) de escribir, lo más común era que cada dos por tres me escabullera a algún café de la zona, casi siempre con el pretexto de una entrevista o una valiosa información. No era recomendable ir al bar de la esquina (el que Soriano apodaba “la mueblería” porque, sí, parecía un negocio de venta de feos muebles como tantos otros en la misma avenida Belgrano), era mejor buscar un sitio más oscuro y menos frecuentado por los colegas de la redacción. En cualquier caso, mis lugares de escritura eran los bares, hasta tal punto que me fui acostumbrando a ellos —para horror de quienes ven a los escritores de café como ingenuos postulantes a una bohemia ilusoria— y, cuando ya no frecuentaba redacciones, cuando ideé otras formas de ganarme el pan porque ya no disfrutaba como antes con el periodismo, si bien monté en mi casa de Buenos Aires un “cuarto de escritura” (con "escritorio de escritura" y todo), este terminó cumpliendo más bien funciones accesorias: alojar buena parte de mis libros o esconder ese horrible objeto que era mi primera computadora, tan alejada del diseño delicado y casi invisible de las portátiles de hoy.

Suelo escribir a mano en pequeños cuadernos que caben en algún bolsillo. Tarde o temprano, vuelco eso en la computadora de turno, imprimo en letra grande si me sobra tinta y papel o en letra más apretada si ando en aprietos de dinero y sigo corrigiendo en la página impresa, con bolígrafo azul la primera vez, con rojo o verde si emprendo nuevas lecturas. Hay ligeras variantes, claro. A veces escribo tan solo en las carillas impares (a la derecha del cuaderno) y reservo las pares para enmiendas, variantes o agregados, por ejemplo. A veces llevo dos cuadernos a la vez: uno para escenas largas, otro para fragmentos o apuntes aislados que seguramente emplearé. Lo invariable es que me cuesta trabajar en un lugar fijo. ¿Para qué echar una especie de ancla cuando uno puede navegar? Incluso cuando me tienta escribir en casa, cosa que también ocurre, no tengo empacho en hacerlo en la bañadera, en la cama, en un sillón o en la mesa de la cocina.

Escribí gran parte de Todos los Funes en unos largos viajes en tren que debí emprender por entonces. El movimiento me resultó especialmente inspirador. Escribí gran parte de La mujer de Wakefield durante una serie de viajes/escapadas a Montevideo. Era primavera, verano u otoño; hacía, casi siempre, buen tiempo. Yo caminaba por las calles, armaba una o dos frases en mi cabeza, me sentaba en cualquier lugar (en bancos públicos, recuerdo), apuntaba esa frase y seguía caminando. Tiempo después leí que a Chico Buarque le gustaba (tal vez le gusta todavía) componer así canciones.

Sé que muchos escritores no podrían trabajar sin la room of our own de la que hablaba Virginia Woolf (“una mujer, si quiere escribir ficción, debe tener dinero y una habitación para ella sola”). Yo he descubierto que el ruido compacto de un bar, del tránsito urbano o del rumor de un tren u otro transporte público me distrae menos y estimula más que la voz clara y puntual de un vecino. Es como con la música de fondo: imposible escribir si hay un cantante o la presencia “muy cantante” de cierto instrumento solista.

Este texto, por ejemplo, lo empecé a escribir en un rincón del Paseo del Prado, no lejos del museo del mismo nombre, en Madrid, y lo terminé en mi casa, con la computadora sobre las rodillas.





© Texto: Eduardo Berti
© Fotografía: Daniel Mordzinski



Eduardo Berti (Buenos Aires, 1964) ha vivido en París y actualmente reside en Madrid. Ha publicado las novelas El país imaginado (Emecé, 2011), La sombra del púgil (Norma, 2008), Todos los Funes (Anagrama, 2004), La mujer de Wakefield (Tusquets, 1999) y Agua (Tusquets, 1997), y los libros de cuentos y microrrelatos Lo inolvidable (Páginas de Espuma, 2010), La vida imposible (Emecé, 2003) y Los pájaros (Beas, 1994; Páginas de Espuma, 2003). Como antólogo ha publicado, entre otros, Historias encontradas (Eterna Cadencia, 2010), Los cuentos más breves del mundo. De Esopo a Kafka (Páginas de Espuma, 2009), Galaxia Flaubert (Adriana Hidalgo, 2008), Galaxia Borges (Adriana Hidalgo, 2007; junto con Edgardo Cozarinsky) y Nouvelles. Antología del nuevo cuento francés (Páginas de Espuma, 2006). Ha traducido, entre otros, a Nathaniel Hawthorne, Jane Austen, Charles Dickens o Jacques Stenberg. Es director literario de la editorial La Compañía. 

miércoles, 6 de junio de 2012

Fernanda García Lao






Hace poco decidí serle infiel a mi escritorio formal. Ahora tengo dos. Están en la misma habitación. Pero no se parecen en nada. Este que ven, es el nuevo.

El pianito de la izquierda es una herencia de mi tía. Lo tenía encima del ropero. Cuando era chica iba a su casa, y lo primero que hacía era pedirle que lo bajara. Al despedirnos, ella lo volvía a subir: mantenía intacto mi deseo. Cuando murió, el pianito se vino conmigo. Ella es la que está en la foto junto a mi papá. Quedaron ahí de casualidad. O no.

La lata con pinceles y lápices es parte fundamental de mi escritura. Necesito ver algunas caras mientras escribo. Hago rostros que luego no menciono. Para qué, si ya los vi. Tengo cuadernos llenos de gente y palabras sin uso. Cuando no hay tiempo de prender algún aparato, escribo en ellos. Después, los olvido.

En la Tablet hago lo mismo: escribir y dibujar. Pero siempre tengo algún libro cerca. A veces, me canso de mí. Cierro todo y me dejo cautivar por la cabeza de otro.

Mi escritorio formal ─el que no ven─ coincide con tres dibujos a lápiz que hice en la pared.

        1. Pareja se besa en la boca. Sobre ellos una cita de Ítalo Calvino: “Hacer que dure y
            dejarle espacio”.
        2. Rostro que amo desde hace casi una década, con un rectángulo enmarcando su
             boca. “Nada de palabras para él”.
        3. Rostro de Samuel Beckett, con un rectángulo en sus ojos. “El vacío
             ante los ojos miran”.

Estos son algunos de mis dioses, a los que no rezo. Por pudor.






© Texto y fotografía: Fernanda García Lao


Fernanda García Lao (Mendoza, Argentina, 1966) vive en Buenos Aires y es escritora, dramaturga y actriz. Ha publicado las novelas La piel dura (El cuenco de plata, 2011), Vagabundas (El Ateneo, 2011), La perfecta otra cosa (El cuenco de plata, 2007; Premio Julio Cortázar), Muerta de hambre (El cuenco de plata, 2005; Premio Fondo Nacional de las Artes). Ha escrito y dirigido, entre otras, las obras de teatro La amante de Baudelaire (2007), Ser el amo (2002) y La mirada horrible (2000). Sus novelas han sido publicadas en Francia por La Dernière Goutte.


martes, 5 de junio de 2012

Jon Bilbao




Cuando era niño, durante un tiempo me dio por hacer maquetas. La afición no prosperó, entre otras razones, porque a mi madre no le hacía ninguna gracia que mi habitación oliera a cola y disolvente, ni que la mesa donde se suponía que tenía que estudiar estuviera moteada de pintura. Precisamente el aspecto de la mesa es una de las cosas que más echo de menos de aquella época: las cajas de maquetas apiladas, con sus vistosas ilustraciones de vehículos de asalto y tropas de infantería; los botes de pintura; el tarro para los pinceles; el batiburrillo de piezas… Tal despliegue hacía pensar que de allí tenía que salir algo importante.

También echo de menos el concepto de «herramienta». Al margen de tus habilidades personales, el alcance de lo que podías hacer se ampliaba mediante la adquisición de una lima o de una resina de modelado nueva.

En mi escritorio de ahora intento reproducir, dentro de ciertos límites, la sensación que me producía el paisaje de planos con anotaciones manuscritas, bocetos de dioramas y carcasas de carros de combate. Tengo encima de la mesa unos cuantos libros que me gustan y me hacen compañía, y que a veces hojeo, aunque también puedo pasar semanas sin abrirlos, hasta que otros se ganan mi favor y pasan a ocupar su lugar. También tengo a mano alguna copia impresa de las versiones previas del texto en que esté ocupado. Eso me hace creer que mi trabajo tiene solidez, que no es sólo una cadena de unos y ceros en la memoria del ordenador.

Y en cuanto a las herramientas, se podría pensar que un nuevo diccionario o un ensayo sobre literatura cumplen para quien escribe la misma función que las limas y la resina para quien hace maquetas, pero no es así. Descubrir a un autor con una forma particular de narrar, con una visión personal de la realidad, o de la fantasía, un autor con el que además sintonizamos y algunos de cuyos recursos podemos incorporar, personalizándolos, a nuestro banco de herramientas, es lo que amplía nuestros horizontes. Dicho así suena muy bien. La búsqueda es a menudo infructuosa, pero al menos mi mesa está más ordenada.






© Texto y fotografía: Jon Bilbao


Jon Bilbao (Ribadesella, Asturias, 1972) ha publicado las novelas Padres, hijos y primates (Salto de Página, 2011) y El hermano de las moscas (Salto de Página, 2008), y los libros de cuentos Bajo el influjo del cometa (Salto de Página, 2010; premio Tigre Juan) y Como una historia de terror (Salto de Página, 2008; premio Ojo Crítico). Relatos suyos figuran en antologías como Perturbaciones (Salto de Página, 2009), Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (Menoscuarto, 2010) y Pequeñas resistencias 5 (Páginas de Espuma, 2010).