De cara a la pared
Mis amigos no entienden que me guste escribir de cara a la pared. Llevo años haciéndolo y no sé de dónde viene. Mi primer escritorio, en el que alterné la literatura con los temarios tediosos de la carrera de Derecho, ya estaba pegado a la pared. Era de estilo inglés, y había ejercido de noble despacho de consulta médica: la de mi padre. Desde aquel hasta el actual ha habido muchos, pero nunca ninguno ha estado exento, libre de su tabique protector, que yo convierto en una extensión del escritorio mismo. Me gusta llenarlo de recuerdos, cuadros, fotos, pequeñas chucherías que me hacen feliz si están cerca. Algunas llevan conmigo mucho tiempo. Otras son incorporaciones recientes, como un par de soldaditos de plomo de los ejércitos de Napoleón que han llegado esta misma semana. Uno de ellos se llama Filippo. El otro, aún es anónimo. También tengo un corcho del que cuelgo lo que no debo olvidar, para olvidarlo con más ceremonia. Y una silla cómoda, que me sujete bien, para intentar retrasar lo más posible el endémico dolor de espalda de los escritores.
Con mi escritorio actual llevo conviviendo unos escasos tres meses, desde que me mudé de domicilio. Ocupa un rincón en la buhardilla, que es también la atalaya de la casa. A mi espalda, hay una terraza desde la que se ve el mar. Aunque yo prefiero mirar a la pared, para pasmo de todos. Hasta que me trasladé aquí, no sabía que fuera tan raro. Al parecer, es rarísimo.
Cuando nos conocimos, mi madriguera de escribir era un hueco de lavadoras. Las paredes estaban cubiertas de azulejos y donde hoy está el ordenador había una pila y un grifo con cuello de cisne. No me parece un mal pasado. La metamorfosis incluyó el nuevo color de la pared: un naranja que en el catálogo de la casa de pinturas se llamaba “melocotón” pero al que le habría sentado mejor “mandarina”. Es la primera vez que pinto la pared en la que me apoyo. Lo demás, es como siempre: mis recuerdos, mis papeles y mi desorden. Espero que todo siga así durante los próximos veinte años, por lo menos.
© Texto y fotografía: Care Santos
Care Santos (Mataró, Barcelona, 1970) escribe en castellano y catalán. Además de numerosos títulos de literatura infantil y juvenil, ha publicado poesía: Disección (Torremozas, 2007) e Hiperestesia (Qüasyeditorial, 1999); novela: Habitaciones cerradas (Planeta, 2011), Hacia la luz (Espasa Calpe, 2008), La muerte de Venus (Espasa Calpe, 2007), El síndrome Bovary (Algaida, 2007), El dueño de las sombras (Ediciones B, 2006), Aprender a huir (Seix Barral, 2002), Trigal con cuervos (Algaida, 1999) y El tango del perdedor (Alba, 1997); y cuento: Los que rugen (Páginas de Espuma, 2009), Matar al padre (Algaida, 2004), Intemperie (Páginas de Espuma, 2003), Solos (Pre-Textos, 2000), Ciertos testimonios (Memorias de Altagracia, 1999) y Cuentos cítricos (Libertarias, 1995).
Me parece un rincón delicioso. Simplemente perfecto. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarEste blog es un sueño para mi. Contemplar el lugar donde se crean las obras de tus autores preferidos no tiene precio. Gracias.
un saludo.
Endeavour.