jueves, 21 de junio de 2012

Luis Muñoz

 
 
 
 
 
 
Mi escritorio de ahora es una extensión de una página blanca. Es así como me gusta encontrármelo, vacío, sin distracciones, sin interferencias, al igual que las paredes de mi apartamento. Una invitación a mirar hacia adentro por no haber nada fuera y porque en la nada cabe todo.

No siempre ha sido así. Cuando era adolescente, en casa de mis padres, tenía en el cuarto que compartía con mi hermano carteles que cubrían las paredes y llegaban hasta el techo (un fórmula 1 rojo, un Antonio Machado con versos suyos alrededor, un Jesucristo a modo de recompensa del oeste «Se Busca. Recompensa: la Eternidad», un atardecer en una playa desierta, una vista aérea de Nueva York de noche).

Los podía ver tumbado en la cama y dejarme llevar por ellos, por las sugestiones, por las líneas generales y los detalles de las imágenes, por el espacio de pensamiento, de afectividad, por los estados de ánimo cambiantes que representaban.

Mi hermano tenía sus propios carteles en la parte del cuarto que le correspondía y nos habíamos puesto de acuerdo también en una zona intermedia para carteles que nos gustasen a los dos. Fue ahí donde estuvo durante varios años el fórmula 1 rojo, junto a un retrato de Marilyn Monroe con medias de rejilla, fotografiada por Milton Greene.

Mi escritorio de entonces, en sintonía con las paredes, era un pequeño tablero en el que apenas quedaba espacio libre. Vasos de cerámica rebosantes de bolígrafos, un calendario de mesa, un antiguo plumín de marfil, una bola de cristal de las que nieva al agitarlas, la reproducción de una gárgola inglesa, un perforador de hojas, una grapadora grande y cromada con forma de trasatlántico que me regaló mi padre.

El efecto de todos aquellos objetos es curiosamente parecido al de la desnudez en mi escritorio de ahora. Funcionaban y funciona como un punto de partida, como el comienzo de un diálogo.







© Texto y fotografía: Luis Muñoz


Luis Muñoz (Granada, 1966) ha publicado los libros de poemas Septiembre (Hiperión, 1991), Manzanas amarillas (Hiperión, 1995), El apetito (Pre-Textos, 1998), Correspondencias (Visor, 2001; Premio Generación del 27 y Premio Ojo Crítico) y Querido silencio (Tusquets, 2006). Reunió sus primeros cuatro libros en Limpiar pescado (Visor, 2005). En 1994 preparó el libro colectivo El lugar de la poesía y ha traducido, entre otros, a Giuseppe Ungaretti (El cuaderno del viejo, Pre-Textos, 2000). En 2008 comisarió la exposición Gallo. Interior de una revista sobre la publicación dirigida en 1928 por Federico García Lorca. Entre 1992 y 2002 fue director de la revista de poesía Hélice.


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