miércoles, 30 de mayo de 2012

Marta Sanz






1. Al ver mi escritorio desde lejos –no formo parte de la imagen–, me doy cuenta de que ciertas decisiones no son premeditadas. Probablemente mis ojos, mi maldito fino oído de tuberculosa y mi olfato, traspasan la pantalla del ordenador –eso que supuestamente estoy escribiendo– y lo ensucian todo. Me concentran dispersándome. Es una maravilla.

2. No me interesa lo puro. Prefiero una literatura con manchas y churretes. No impido que el ruido de fuera se cuele en la página. Abro. Ventilo. Ensancho la rendija. Pego la oreja. Las voces me repercuten dentro como los graves de los altavoces. Procuro que ese ruido, que se superpone al rumor de mi circulación sanguínea, no quede amortiguado por tapones de goma. Tampoco yo soy el silencio. Es muy importante la historia del vecino. Ojalá la luz filtrada por la cortina me manche el relato. Me lo arruine.

3. Después, a la hora de dormir, meto la cabeza bajo del edredón. Lo cierro todo. Pero eso sucede en otro cuarto.

4. Se cuelan en los textos otros libros. Aprendí literatura mirando los cantos de las novelas en las estanterías. Se cuela también el recuerdo de algunas estrellas de cine: Catherine Deneuve en Belle de Jour, Maureen O´Hara, Marie Magdalene Dietrich, Marlene. Postales de un amigo cariñoso que me alimenta los vicios culturales. Un cuadrito de Caspar David Friedrich. El accidente de la Gare de Montparnasse: el 22 de octubre de 1895 la locomotora rompe uno de los vanos del edificio y se estrella contra el pavimento. Los retratos de dos abuelas bellas, mis propias fotos infantiles, las imágenes de mi amor y mis amores. La predestinación a escribir cuentos de familia. Los antojos. La disposición de los dientes. La mancha genética.

5. Sentada frente a la pantalla del ordenador, mis ojos van de lo uterino a lo externo: el filo de dos tabiques tapizados de fotografías muy personales contrasta con el foco de luz que llega de fuera. El tictac de un reloj, invisible desde esta perspectiva de mi escritorio, pauta el ruido de los coches y las conversaciones de quienes pasan caminando calle abajo y calle arriba. Escribo cara a la pared y más allá de los cristales. Es la única manera de escribir. Me parece.

6. La mancha, la interrupción, la interferencia, el contexto, son el texto. Lo configuran. La mosquita que recorre, imprevistamente, la pared. No soy yo sino todo lo demás. No fui yo quien eligió los detalles del entorno. El entorno produce su telaraña. La telaraña me cubre la cabeza, y se me enreda en el pelo y en los dedos cuando pulso el teclado de mi ordenador.

7. Un móvil colgante tintinea en la esquina contra el que escribo. Remite tal vez a la dimensión musical de la palabra escrita. Tilín. En contraposición, la mesa es sólida. De oscura madera castellana.







© Texto y fotografía: Marta Sanz


Marta Sanz (Madrid, 1967) es profesora de Humanidades en la Universidad Antonio de Nebrija. Ha publicado las novelas Un buen detective no se casa jamás (Anagrama, 2012), Black, Black, Black (Anagrama, 2010), La lección de anatomía (RBA, 2008), Susana y los viejos (Destino, 2006; finalista del Premio Nadal), Los mejores tiempos (Debate, 2001; Premio Ojo Crítico de Narrativa), Lenguas muertas (Debate, 1997) y El frío (Debate, 1995). Algunos de sus relatos pueden leerse en El canon de la normalidad (Only Book, 2006), y figuran en antologías como Páginas Amarillas (Lengua de Trapo, 1997). Ha publicado los poemarios Perra mentirosa / Hardcore (Bartleby, 2010) y ha sido editora de Metalingüísticos y sentimentales. Antología de la poesía española contemporánea (Biblioteca Nueva, 2007) y del Libro de la mujer fatal (451 Editores, 2009).

lunes, 28 de mayo de 2012

Álvaro Valverde





Carezco de un cuarto propio, que diría Virginia Woolf. Tampoco lo necesito. Lo tuve, aunque de eso hace mucho. Mi escritorio ocupa un rincón de la habitación destinada a biblioteca, cuyas paredes están forradas con las míticas estanterías Billy de Ikea. Una estancia que hace, además, las veces de salón. Las puertas –unas correderas y otras dos normales– nunca se cierran, de ahí mi afirmación anterior. Trabajo, pues, en un lugar de paso.

No soy nada maniático, al menos para escribir. Ni tal o cual pluma, ni papel usado o no, ni en un determinado lugar… Ni siquiera requiero silencio. Es más, poco, muy poco, he escrito sentado en esta humilde mesa de madera que sucede a otra, de pino también, de parecido tamaño, que nos regaló en su momento Gonzalo Hidalgo Bayal, donde él había compuesto, a buen seguro, su primera novela, y que, contra mi voluntad, pasó a ocupar otro sitio en casa sin que llegara a influirme como es debido.

Entradas del blog, sí, y todo aquello que pueda hacerse en el ordenador portátil (que tiene como fondo de escritorio el cuadro El golfo de Nápoles con la isla de Isquia al fondo, de Josephus Augustus Knip), las dos novelas que he publicado, por ejemplo, pero no poemas, que suelo pergeñar en cualquier parte, hasta que pasan al disco duro, ya sea en un folio doblado por la mitad, en el tarjetón de algún evento o en la moleskine que casi siempre me acompaña. Los últimos están ahí. Como las anotaciones sobre los libros inéditos de algunos premios de los que he sido jurado. Y poco más. El resto, esa especie de diario que llevo en mi blog, se va escribiendo habitualmente en Blogger.

Tampoco es que tenga uno mucho espacio para escribir encima de esta mesa, como se puede apreciar en la fotografía. Me cuesta romper papeles y guardo más de lo que debiera. Algunas cartas, un puñado de libros, viejas libretas y cuadernos antiguos, separadores, las fotografías de quienes viven conmigo, una lámpara con la pantalla verde (de esas que llaman “de banquero”), un par de botes con lápices, rotuladores y bolígrafos (nunca he sido de estilográficas, pero alguna hay) y varios abrecartas (que cada vez uso menos), unas gafas (la presbicia, ay)… Enfrente, un sencillo estor que nunca se levanta y que oculta una ventana con marco de madera (de pino también) que da al oeste (esto es, a Portugal). Más allá del cristal, una calle y un edificio, ambos sin gracia.

Cuando me levanto, muy temprano, lo primero que hago, tras pasar por el baño, es sentarme delante del escritorio. En una silla, por cierto, tan austera como sólida. A pesar de las buenas intenciones, no he conseguido hacerme con una butaca más cómoda que, por añadidura, le diera a esta angosta esquina el aspecto de estudio que no tiene. Tras esa hora u hora y pico de tarea, es raro que vuelva a sentarme aquí a lo largo del día. Si acaso, para revisar el correo o navegar por Internet. Las mañanas del fin de semana son las que aprovecho para tareas más enjundiosas, de las pocas que le ocupan a alguien que no es, ni de lejos, un escritor profesional.







© Texto y fotografía: Álvaro Valverde


Álvaro Valverde (Plasencia, Cáceres, 1959) ha publicado los libros de poesía Las aguas detenidas (Hiperión, 1988), Una oculta razón (Visor, 1991; Premio Loewe), A debida distancia (Hiperión, 1993), Ensayando círculos (Tusquets, 1995), Mecánica terrestre (Tusquets, 2002) y Desde fuera (Tusquets, 2008). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas, Las murallas del mundo (Algaida, 2000) y Alguien que no existe (Seix Barral, 2005); un libro de artículos, El lector invisible (Editora Regional de Extremadura, 2001), y uno de viajes, Lejos de aquí (De la luna libros, 2004). La Isla de Siltolá acaba de publicar Un centro fugitivo, una antología que reúne poemas escritos entre 1985 y 2010, en edición de Jordi Doce.


jueves, 24 de mayo de 2012

Ricardo Menéndez Salmón

 
 





Nunca soy tan escritor como cuando no ejerzo el acto físico de la escritura. Dicho de otro modo: escribo veinticuatro horas al día, siete días a la semana, trescientos sesenta y cinco días al año. Escribo cuando viajo, cuando juego con mis hijos, cuando leo a otros escritores y cuando sueño. Escribo, sobre todo, cuando paseo.

Como Nietzsche, que filosofaba caminando, que recuperó para la filosofía su función peripatética, es durante el paseo cuando encuentro temas para mis libros, razones para mis personajes y soluciones para los conflictos de mis ficciones. Si a ello añado que vivo en Gijón, una ciudad que solo se explica apelando al mar, entiendo que el escritorio más fiel que puedo concebir es el Atlántico.







© Texto y fotografía: Ricardo Menéndez Salmón


Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) ha publicado las novelas La luz es más antigua que el amor (Seix Barral, 2010), El corrector (Seix Barral, 2009), Derrumbe (Seix Barral, 2008), La ofensa (Seix Barral, 2007), La noche feroz (KRK, 2006), Los arrebatados (Trea, 2003), Panóptico (KRK, 2001) y La filosofía en invierno (KRK, 1999), los libros de cuentos Gritar (Lengua de Trapo, 2007) y Los caballos azules (Trea, 2005), los poemarios Konstantino Kavafis vierte lágrimas arcádicas (Cuadernos del Bandolero, 2001) y La soledad del grumete (Ayuntamiento de Oviedo, 1998) y la obra teatral Las apologías de Sócrates (Consejería de Cultura del Principado de Asturias, 1999). Ha ejercido la crítica literaria en suplemento cultural del diario Abc, y colabora en los suplementos Babelia y El viajero del diario El País y en las revistas Tiempo y El Mercurio. Su obra ha sido traducida al alemán, francés, italiano, portugués, holandés y catalán.


lunes, 21 de mayo de 2012

José Ovejero







No sé cómo hablar de mi escritorio; tengo una relación ambigua con él. Una parte excesiva de mi vida transcurre en sus cercanías. ¿Es eso lo que quería, ser escritor, pasar horas y horas solo en una habitación? Aunque es una habitación agradable –mirad los ventanales que se adivinan a la izquierda de la foto–, amplia, de techos altos, llena de luz cuando hay luz en Bruselas. Me gustan sobre todo la mesa de cerezo, las fotografías sobre la chimenea, el ruido de la calle, el silencio de la habitación.

Escribo normalmente de pie, de ahí esa construcción para aumentar la altura a la que se encuentran la pantalla y el teclado; para pensar me siento, me tumbo en el sofá rojo que hay enfrente y no podéis ver, o paseo por este cuarto de cinco por cinco metros, suficientes para contener mi inquietud cuando no sé qué o cómo escribir.

A veces me pregunto para qué paso tanto tiempo ahí, con la sensación de estarlo perdiendo, de no encontrarme donde la vida transcurre, buscando palabras cuando hay tantas cosas más importantes que buscar. Otras, no quisiera encontrarme en ningún otro lugar, porque la vida transcurre precisamente aquí, mientras recuerdo, invento, creo, me adentro en todas esas imágenes, escenas, desgracias y alegrías que hacen que mi existencia sea más rica e intensa que si no fuese escritor.






© Texto y fotografía: José Ovejero



José Ovejero (Madrid, 1958) ha vivido en Alemania y vive hoy entre Bruselas y Madrid. Ha publicado poesía: Biografía del explorador (Plaza y Janés, 2001, Premio Ciudad de Irún 1993), El estado de la nación (Visor, 2002); libros de viajes: China para hipocondríacos (Punto de Lectura, 2008 -Premio Grandes Viajeros 1998-); libros de cuentos: Qué raros son los hombres (Ediciones B, 2000), Mujeres que viajan solas (Ediciones B, 2004); teatro: Los políticos / La plaga (Funambulista, 2007); novela: Un mal año para Miki (Ediciones B, 2003), Las vidas ajenas (Espasa Calpe, 2005, Premio Primavera), Nunca pasa nada (Alfaguara, 2007),  La comedia salvaje (Alfaguara, 2009, Premio Ramón Gómez de la Serna 2010); y ensayo: Bruselas (Destino, 1996), Escritores delincuentes (Alfaguara, 2011). Su último libro publicado es La ética de la crueldad, Premio Anagrama de Ensayo 2012.


viernes, 18 de mayo de 2012

Virginia Woolf








"Los diez días en Rodmell se me han pasado sin sentir. Allí se vive para el espíritu. Me deslizo con naturalidad de la escritura a la lectura y, entre ambas, paseo, paseo a través de las altas hierbas de las praderas o las colinas. Y así, desde luego, se produce a la vuelta de Rodmell un vacío; y la razón del vacío se olvida, como se olvida lo que contiene el vacío". (Virginia Woolf, Diarios)

Tras la Gran Guerra, los Woolf compraron Monk's House, en el pueblo de Rodmell (East Sussex). Les gustó el jardín, con su pequeño espacio habilitado para huerto. Tras las reformas en la casa principal (devolvieron las habitaciones a su estructura originaria) dieron en pasar en Monk's House cada vez más largas temporadas de buen tiempo, y allí se trasladaron permanentemente en 1940, después de que un bombardeo alemán destruyese su residencia de Londres.


En el jardín ubicaron la caseta de herramientas, el almacén y el gallinero, pero Virginia hizo construir también una pequeña cabaña, íntima y aislada, que haría las veces de estudio de trabajo. En esa cabaña, en esa sobria mesa escritorio produjo algunas de sus mejores obras. La señora Dalloway, por ejemplo.



La fotografía de arriba es de Eduardo Outeiro Ferreño, y forma parte de la exposición Cabañas para pensar, que analiza la relación existente entre intimidad, lugar y proceso creativo en los filósofos Ludwig Wittgenstein y Martin Heidegger, los compositores Edvard Grieg y Gustav Mahler, el cineasta Derek Jarman y los escritores August Strindberg, George Bernard Shaw, Dylan Thomas, T. E. Lawrence y Virginia Woolf. 



Cabañas para pensar, un proyecto de Eduardo Outeiro Ferreño comisariado por Alfredo Olmedo y Alberto Ruiz de Samaniego, ha podido verse en 2011 y 2012 en la Fundación Luis Seoane (A Coruña) y el Centro Guerrero (Granada).






jueves, 17 de mayo de 2012

Pilar Adón







Necesito silencio. Y no sólo para escribir. Necesito silencio para vivir. Para decidir qué voy a comer, para comer, para lavarme, para andar por mi casa, para ordenar papeles, para mirar por la ventana… Hay quien me oye decir esto y piensa que exagero, que me dejo llevar por la histeria. Y que no es normal. Los amigos suponen que se debe a que extiendo mi necesidad de silencio para las labores literarias a todos los demás ámbitos de la existencia. Y quizá tengan razón. El caso es que no entiendo el ruido. No lo comparto. No me gusta. Me deprime, me paraliza. Así pues, y siguiendo la moda de las etiquetas, tendré que decir que me estoy haciendo ruidofóbica.

De ahí la proliferación de auriculares de encima de mi mesa. Porque para no sufrir los ruidos externos, oigo música (truco inútil casi siempre) y porque, cuando oigo música, la oigo yo, no todo mi entorno. También aquí, en el lugar en el que se ubica este cuarto, hay interrupciones, y, aunque pudiera parecer que no, viendo al perro tan dormido, el sillón tan vacío, la mesa tan desierta, lo cierto es que la casa tiene sus propios invasores y a veces me sorprendo saliendo al exterior, de día o de noche, llueva o no, con la idea de intentar averiguar qué está sucediendo en la calle o en el tejado, si es que una bandada masiva de pájaros en busca de hogar ha decidido llenarlo de ramas y hojas y crías. Pero cuando trabajo aquí, al menos, no tengo que soportar los pateos de los niños del piso de arriba o el eterno taconeo de su madre, que grita para que la oigan los hijos maleducados de todo Madrid. Aquí, al menos, las interrupciones proceden del perro que aúlla cada vez que suenan las campanas o del vecino que pasa y grita.

En cualquier caso, los crujidos de la casa molestan poco. Lo que me anula es el ruido injustificado, el gratuito. Los sonidos no identificables ni individualizables están ahí, sin más, y con ellos he podido escribir relatos en las escaleras de una iglesia, a la sombra de un árbol, en bibliotecas, en cafeterías, en trenes y en playas, debajo de una sombrilla.

Sigo idealizando lugares, pero cada vez menos. Será por la experiencia de haber intentado escribir ya en unos cuantos. Así, cuando paseo por las fotografías de las casas de otros escritores, me digo, mientras las estudio con pudor, que Virginia Woolf pasaba frío en su cabaña del jardín de Monk's House, que lo mismo a Iris Murdoch le habría gustado tenerlo todo un poco más limpio, y que a Marguerite Duras le dolía la espalda cuando escribía sobre una mesa redonda. Y, ahora, con la misma turbación con que descubro los lugares privados de los demás, muestro el mío, con esa inquietud que acallo pensando que, en realidad, sólo hay en esta fotografía un par de elementos, que no revelan gran cosa. Esa pantalla de ordenador, tan reflectante, no puede expresar mucho de las miserias y heroicidades que se producen a cada minuto ante ella ni, incluso, entre las líneas escritas y guardadas en sus archivos de Word.

Cada vez estoy más convencida de que no existe el emplazamiento perfecto. Y me he centrado en el silencio. Pero podría haber descrito cómo se levanta de vez en cuando mi perro del suelo para mirarme largamente, porque se aburre a mi lado, o cómo inciden los rayos del sol al atardecer sobre la mesa de madera, hasta casi deslumbrarme.







© Texto y fotografía: Pilar Adón


Pilar Adón (Madrid, 1971) ha publicado los libros de relatos El mes más cruel (Impedimenta, 2010) y Viajes Inocentes (Páginas de Espuma, 2005), y las novelas Las hijas de Sara (Alianza, 2003) y El hombre de espaldas (Opera Prima, 1999) Ha sido incluida en diversos volúmenes de relato: Perros, gatos y lémures (Errata Naturae, 2011), Rusia imaginada (Nevsky Prospects, 2011), Pequeñas Resistencias 5 (Páginas de Espuma, 2010) y Siglo XXI (Menoscuarto, 2010). En 2011 publica el poemario La hija del cazador (La Bella Varsovia) y forma parte de distintas antologías poéticas. Ha publicado relatos y poesía en Babelia, ABCD, Público, Eñe, Turia… Ha traducido obras de Penelope Fitzgerald, Henry James, Christina Rossetti y Edith Wharton, entre otros.


lunes, 14 de mayo de 2012

Gonzalo Calcedo






Nadie limpia con esmero este rincón: los fetiches suelen ser, por su propia naturaleza, un estorbo. Carecen de valor, pero encuentran su sentido último cuando el polvo fija su huella. Perder uno (por descuido o mudanza) trastocaría el sentido orden de mi escritorio. Aunque nada hay relevante para los demás en este entorno minúsculo. El secreter es, en sí mismo, un mueble barato: costados de contrachapado mal encolados sobre una armadura de pino. Esquinas y aristas melladas, asimetrías. Un saldo. De vez en cuando, pues, hay que tratarlo contra la emprendedora carcoma, capaz de colonizar hasta el aéreo marco de un cuadro. La casa es relativamente nueva, pero el attrezzo añejo. Lo nuevo y lo viejo sin claudicación por ninguna de las partes.

La Corona nº 3 que acompaña a mi descreído portátil es su pariente lejano. Menuda y curiosamente menos pesada, resulta hermosa. Hemingway tuvo una igual. O varias, no lo sé. Funciona perfectamente, aunque el algodón de su cinta (ya no recuerdo la última vez que la cambié) está reseco y quebradizo; una seda raída. Si el portátil se dobla por la cintura para escamotear la delatora pantalla, su contorsionista acompañante, esta centenaria gloria, es capaz de hacer lo mismo: el carro se vuelca y reposa sobre el teclado antes de escabullirse en una diminuta maleta de cuero. Como si la portabilidad (o la provisionalidad) llevasen un siglo inventadas.

A menudo, cuando el procesador de textos me hiere con su redundancia oficinesca, introduzco un folio en esta maravilla y recupero la armonía del principio. Entonces, el sueño de ser escritor cabía en las teclas firmes y redondas, cubiertas con una lentejuela de cristal. Hoy podría descargar un programa que imitase su sonido. Incluso podría entrelazar ambos mundos y lograr que el antiguo teclado escribiese en la pantalla, pero prefiero que se mantengan las distancias. Conviene tener referencias sólidas y sencillas. Los lomos de los libros que asoman a la derecha lo son. También el escondido barco de “Lego”, cuya accidentada proa apunta al noroeste. El último que construí con catorce años, cuando comenzaba a soñar de otra manera y, sin quererlo, los cuentos maduraron y se hicieron historias.






© Texto y fotografía: Gonzalo Calcedo


Gonzalo Calcedo (Palencia, 1961) ha publicado una novela, La pesca con mosca (Tusquets, 2003) y catorce libros de cuentos, entre los que sobresalen El prisionero de la avenida Lexington (Menoscuarto, 2010; premio NH), Cenizas (Pre-Textos, 2008), Temporada de huracanes (Menoscuarto, 2007), El peso en gramos de los colibríes (Castalia, 2005), La carga de la brigada ligera (Menoscuarto, 2004), La madurez de las nubes (Tusquets, 1999), Otras geografías (NH Ediciones, 1998) y Esperando al enemigo (1996, Tusquets). Ha sido incluido en antologías como Pequeñas resistencias (Páginas de Espuma, 2002) y Los cuentos que cuentan (Anagrama, 1998).

miércoles, 9 de mayo de 2012

Vicente Luis Mora






Provisionalidad

En los últimos 7 años he cambiado 4 veces de domicilio. La experiencia de una mudanza es desasosegante y atractiva a la vez. Nunca ves la casa medio vacía, sino medio llena (sea la casa de partida o la de llegada).

Pero una vez que los bultos han salido del hogar, o cuando has llegado al nuevo espacio pero tus cosas todavía no, sigues necesitando de un asidero. De algo vinculado al hecho de escribir. Mi ancla ha sido esta mesa blanca plegable. En ella he escrito siempre durante estos años. Me costó 15 dólares en un hipermercado Costco de Albuquerque. A veces la llevo conmigo en viajes cortos y tengo un escritorio portátil que me hace sentir en casa. En realidad, pienso que esa mesa es mi única casa estable. El problema es que no es estable, se mueve mucho al apoyar mi peso.

Tengo otra de madera, donde yace mi ordenador, que hace funciones de escritorio e incluso de comedor circunstancial. Pero cuando quiero tranquilidad para escribir me desplazo unos metros hacia esta silla con ruedas y esta mesa plegable. Sé que ahí no me va a distraer el parpadeo de ninguna pantalla, y puedo centrarme tan sólo en la escritura.

Silla con ruedas, mesa plegable: muebles con movimiento incorporado.

Tampoco yo puedo estar mucho tiempo en el mismo espacio, en el mismo libro, en el mismo tono, en la misma idea. “Quien escribe siempre el mismo libro”, dice mi amigo Jesús Aguado, “es su propio carcelero”.

Hacer de una mesa plegable el espacio íntimo implica algo, supongo. La consciencia de que (pase lo que pase) escribir es lo único importante, lo que le da continuidad a la existencia.

La consciencia de la provisionalidad de todo. Incluida la de uno mismo.







© Texto y fotografía: Vicente Luis Mora


Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970) es escritor y crítico literario. Sus últimos libros publicados son la novela Alba Cromm (Seix Barral, 2010), el poemario Tiempo (Pre-Textos, 2009) y el ensayo El lectoespectador (Seix Barral, 2012). Su trabajo de crítica cultural puede encontrarse en http://vicenteluismora.blogspot.com, I Premio Revista de Letras al mejor blog español de crítica literaria.

lunes, 7 de mayo de 2012

Francisco Ferrer Lerín






El ornitólogo de campo necesita salir a la terraza de su apartamento 2º A para escudriñar los cielos y descubrir e identificar aves. El fumador empedernido necesita salir a la terraza de su apartamento 1º A para encender un cigarrillo ya que su esposa no le permite fumar en el interior de la casa. A veces el ornitólogo de campo, cuando está en su terraza, coincide con el fumador empedernido cuando está en la suya produciéndose, entonces, una situación incómoda para ambos ya que este último sabe que los ascendentes humos molestan a su vecino pero la necesidad de fumar es tan poderosa que no puede reintegrarse al salón ya que su esposa sigue plantada ante el televisor y, en el caso del ornitólogo, no puede reintegrarse a su cuarto de estudio si en aquel momento está identificando una rara especie voladora. Hay que decir que el fumador empedernido fue torero, después comercial de una conocida firma de pinturas y, en la actualidad, jubilado, mientras que el ornitólogo de campo es, además de ello, poeta activo. Pocas veces se han visto, apenas salen a la calle y, si han de hacerlo, y para evitar engorrosos saludos, abren con cuidado la puerta de sus apartamentos para comprobar con atención si otras personas están, en este momento, transitando por la escalera. En una ocasión sí coincidieron en el portal de entrada de la casa y hay que decir que la cortesía brilló al más alto nivel en cuanto a ceder el paso y, también, que a continuación surgió un breve pero fluido intercambio de opiniones sobre política y artes marciales que merecería figurar en el libro de estilo de algunas embajadas. Este lunes el ornitólogo descubrió la esquina de un folio escrito a máquina asomada bajo la puerta de su piso. Lo extrajo y lo leyó. El fumador empedernido proponía un arreglo para convertir las dos importantes actividades, la suya y la de su vecino, en algo absolutamente placentero. Proponía permutar los pisos. Los humos ascienden, está claro, pero al emitirse desde el piso de arriba no iban a molestar al oteador de aves si este se instalaba en el piso de abajo. Dado que las viviendas eran idénticas sólo los muebles podían constituir un problema, mas sugería olvidarse de ellos. El fumador y su esposa sólo necesitaban el sofá y el televisor. El poeta, su mesa con el ordenador y algunos libros. Lo demás camas, cocina, baños resultaba inoperante y, sobre todo, perfectamente intercambiable. Así se hizo. Hoy desarrollan sus actividades a las mil maravillas y aunque procuran evitarlos, no les resultan tan incómodos los encuentros fortuitos.









© Texto: Francisco Ferrer Lerín
© Fotografías: Fran Ferrer


Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942) vive en Jaca, donde ha sido ornitólogo del Centro Pirenaico de Biología Experimental. Ha publicado los libros de poesía Fámulo (Tusquets, 2009; Premio de la Crítica), Ciudad propia. Poesía autorizada (Artemisa, 2006), Cónsul (Península, 1987),  La hora oval (Ocnos, 1971) y De las condiciones humanas (Trimer, 1964), y próximamente Tusquets publicará Hiela sangre. Su obra narrativa comprende la novela Níquel (Mira, 2005), ampliada y revisada en Familias como la mía (Tusquets, 2011), y las prosas de El bestiario de Ferrer Lerín (Galaxia Gutenberg, 2007), Papur (Eclipsados, 2008) y Gingival (Menoscuarto, 2012). Ha sido traductor de Gustave Flaubert, Paul Claudel, Jacques Monod y Eugenio Montale.

viernes, 4 de mayo de 2012

José María Pérez Zúñiga






Escritorio

El hombre está sentado ante la mesa, leyendo concienzudamente. A veces demora su lectura, toma algunas notas, fragua un propósito; pero siempre hay algo que lo detiene. Piensa en un argumento rocambolesco, en una intriga que atrape al potencial lector, pero decide que es mejor intentar atrapar el instante. Entonces inicia un diario en el que va apuntando pequeñas certezas. Piensa en seguir un orden cronológico, pero pronto descubre que la medida y el ritmo de su escritura no se corresponden con una sucesión de días, sino que se parecen más a pequeñas revelaciones, a algunas palabras concretas. Los textos son novelas, cuentos, aforismos, poemas, algún ensayo y tentativa, alguna tentación. Le parecen llamas. Y sigue escribiendo. Y se transforma. Hasta que se consume en una llamarada.








© Texto y fotografía: José María Pérez Zúñiga



José María Pérez Zúñiga (Madrid, 1973) se doctoró en Derecho por la Universidad de Granada, ciudad en la que reside. Ha publicado las novelas La tumba del Monfí (Almuzara, 2012), Lo que tú piensas (Kailas, 2008), Rompecabezas (Seix Barral, 2006) y Grimalrisk o bien El juego de los espejos (Dauro, 2002), el libro de relatos El círculo, Abraxas y otras ficciones (Dauro, 2001) y los aforismos y prosas breves de Breviario (Ayuntamiento de Granada, 2005). Algunos de sus cuentos han sido recogidos en antologías como Relatos para leer en el autobús (Cuadernos del Vigía, 2010), Macondo boca arriba (UNAM, México, 2006), Inmenso Estrecho II (Kailas, 2006) o Cuentos del Alambre (Traspiés, 2004). Es columnista de los diarios Ideal y El Mundo.


miércoles, 2 de mayo de 2012

Juan Jacinto Muñoz Rengel





Las mudanzas son terremotos cuyo epicentro es el escritorio. ¿Dónde podremos escribir en el lugar de destino? ¿Dispondremos de una habitación para hacerlo? ¿Contaremos siquiera con una mesa? ¿Podremos al menos colocar un sencillo tablero sobre dos improvisados caballetes? Cuando además la mudanza es un viaje y un cambio de ciudad, los contratiempos sísmicos y las réplicas se multiplican. Recuerdo que cuando a finales del año 2000 me fui a vivir a Londres no tuve donde escribir durante meses, y pasaba los días con el ordenador portátil en la planta superior de la cafetería Nero de Notting Hill Gate, hasta que con la ayuda de un par de amigos rescaté un escritorio olvidado en los pasillos de la residencia donde me hospedaba. Pero en las ciudades ajenas los movimientos tectónicos nunca cesan, y no tardaron en sucederse los Starbucks y los Coffee Republic, el café La Brioche, la biblioteca central de Kensington, la West Hampstead Library, la British Library y, por fin, una mesa confeccionada con diversos materiales en el número 88 de Mill Lane. Es curioso, las bibliotecas siempre esconden algún vicio oculto destinado a repelerte. Incluso la más confortable y plácida de las bibliotecas tendrá siempre reservada un arma ―la deficiente calefacción y el frío que te atenaza los pies y entumece los riñones; la generosa calefacción que te obliga a vestir de verano en pleno invierno y a dar cabezadas de sopor sobre los esquemas y cuadernos; los complejos controles del seguridad y el difícil acceso; los ruidosos usuarios que en época de exámenes monopolizan los puntos de lectura y no dejan de enviar mensajes por el teléfono móvil; o incluso algunos de esos bibliotecarios que piensan que la norma de no hablar en voz alta solo afecta a los demás―, un mecanismo de defensa, un revulsivo que terminará por expulsarte. Y a pesar de todo, cuando llegué a Madrid las bibliotecas volvieron a ser la única posibilidad razonable durante años. De las muchas que he llegado a conocer en esta ciudad, dos de ellas han sido las que más horas me han acogido y más proyectos han visto nacer: la solemne y bombardeada iglesia-biblioteca de las Escuelas Pías y la Biblioteca Nacional. Sin embargo, nunca son la opción definitiva. Siempre se impone buscar nuevas soluciones que te permitan una incursión más sosegada al mundo interior. La última novela, todavía inédita, la comencé felizmente en un apartamento con vistas al mar de Poblenou, en Barcelona, y la terminé sobre el tejado de una buhardilla de Lavapiés, emborronando folios a mano sobre las tejas, un mes tras otro, de pie sobre una silla, buscando la luz y asomando medio cuerpo a través de una estrecha claraboya inclinada.

Ahora, cuando por fin he conseguido reunir mis libros empaquetados en pilas de cajas en tres ciudades distintas, y construir lo más parecido al lugar de trabajo que durante tanto tiempo proyectaba en mi mente, raro es el día que no salgo al balcón y pergeño de una tacada un par de páginas manuscritas, aun sabiendo que luego me tendré que volver a sentar ante la pantalla y el teclado a reescribirlas.






© Texto y fotografía: Juan Jacinto Muñoz Rengel


Juan Jacinto Muñoz Rengel (Málaga, 1974) es autor de la novela El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012) y de los libros de relatos De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009), Premio Ignotus al mejor libro de cuentos del año y finalista del Premio Setenil, y 88 Mill Lane (Alhulia, 2006). Además, ha coordinado y prologado las antologías de narrativa breve La realidad quebradiza (Páginas de Espuma, 2012), Perturbaciones (Salto de Página, 2009) y Ficción Sur (Traspiés, 2008). Sus relatos han recibido más de cincuenta premios nacionales e internacionales, han sido traducidos al inglés, el italiano y el ruso, y aparecen recogidos en las dos antologías de referencia de su generación, Pequeñas resistencias 5 (Páginas de Espuma, 2010) y Siglo XXI (Menoscuarto, 2010).