lunes, 14 de mayo de 2012

Gonzalo Calcedo






Nadie limpia con esmero este rincón: los fetiches suelen ser, por su propia naturaleza, un estorbo. Carecen de valor, pero encuentran su sentido último cuando el polvo fija su huella. Perder uno (por descuido o mudanza) trastocaría el sentido orden de mi escritorio. Aunque nada hay relevante para los demás en este entorno minúsculo. El secreter es, en sí mismo, un mueble barato: costados de contrachapado mal encolados sobre una armadura de pino. Esquinas y aristas melladas, asimetrías. Un saldo. De vez en cuando, pues, hay que tratarlo contra la emprendedora carcoma, capaz de colonizar hasta el aéreo marco de un cuadro. La casa es relativamente nueva, pero el attrezzo añejo. Lo nuevo y lo viejo sin claudicación por ninguna de las partes.

La Corona nº 3 que acompaña a mi descreído portátil es su pariente lejano. Menuda y curiosamente menos pesada, resulta hermosa. Hemingway tuvo una igual. O varias, no lo sé. Funciona perfectamente, aunque el algodón de su cinta (ya no recuerdo la última vez que la cambié) está reseco y quebradizo; una seda raída. Si el portátil se dobla por la cintura para escamotear la delatora pantalla, su contorsionista acompañante, esta centenaria gloria, es capaz de hacer lo mismo: el carro se vuelca y reposa sobre el teclado antes de escabullirse en una diminuta maleta de cuero. Como si la portabilidad (o la provisionalidad) llevasen un siglo inventadas.

A menudo, cuando el procesador de textos me hiere con su redundancia oficinesca, introduzco un folio en esta maravilla y recupero la armonía del principio. Entonces, el sueño de ser escritor cabía en las teclas firmes y redondas, cubiertas con una lentejuela de cristal. Hoy podría descargar un programa que imitase su sonido. Incluso podría entrelazar ambos mundos y lograr que el antiguo teclado escribiese en la pantalla, pero prefiero que se mantengan las distancias. Conviene tener referencias sólidas y sencillas. Los lomos de los libros que asoman a la derecha lo son. También el escondido barco de “Lego”, cuya accidentada proa apunta al noroeste. El último que construí con catorce años, cuando comenzaba a soñar de otra manera y, sin quererlo, los cuentos maduraron y se hicieron historias.






© Texto y fotografía: Gonzalo Calcedo


Gonzalo Calcedo (Palencia, 1961) ha publicado una novela, La pesca con mosca (Tusquets, 2003) y catorce libros de cuentos, entre los que sobresalen El prisionero de la avenida Lexington (Menoscuarto, 2010; premio NH), Cenizas (Pre-Textos, 2008), Temporada de huracanes (Menoscuarto, 2007), El peso en gramos de los colibríes (Castalia, 2005), La carga de la brigada ligera (Menoscuarto, 2004), La madurez de las nubes (Tusquets, 1999), Otras geografías (NH Ediciones, 1998) y Esperando al enemigo (1996, Tusquets). Ha sido incluido en antologías como Pequeñas resistencias (Páginas de Espuma, 2002) y Los cuentos que cuentan (Anagrama, 1998).

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