lunes, 29 de octubre de 2012

Javier Moreno







Mi escritorio me acompaña allá donde voy, al igual que mis libros. Es lo bueno de usar un escritorio abstracto. Es barato, pesa poco, no ocupa lugar, apenas un minúsculo espacio en el cerebro, justo al lado de las instrucciones para hacerse una lazada en el zapato. Aparentemente puede estar ubicado en lugares distintos pero para mí es siempre el mismo. Un escritorio es una idea platónica donde uno se sienta a aguardar la epifanía. Mi escritorio, como le ocurre a todas las ideas platónicas, no tiene código postal, es ajeno al frío y al calor. Yo diría, incluso, que le resulto ajeno, que le valdría lo mismo cualquier otro escritor. No es nada personal, lo sé. No se lo tengo en cuenta. Escribo bien –o mal– en cualquier lugar, igual que duermo –siempre bien– en todas partes.

Mi escritorio consta de:

1.- dos superficies horizontales, una de ellas veinte o treinta centímetros por debajo de la otra (la que uso para sentarme); y

2.- otra superficie vertical (a la que llamaré ‘la pared de enfrente’). Necesito una pared enfrente o, en su defecto, un grupo de alumnos haciendo un examen de álgebra.

Es todo lo que necesito. El resto es accesorio. Las piezas de puzle también lo son, aunque constituyan un decorado importante. Son la incrustación de azar, el zafiro rococó en el mundo ideal donde busca refugio mi escritorio. Las coloco ahí para que no se confíe, para simular una fusión de contrarios, para devolver la idea al maremágnum que estuvo en su origen. Es mi Esfinge, y yo respondo a su pregunta con mi teclado qwerty. Todavía no di con la solución del enigma. Será por eso que sigo escribiendo.

Mis obras se dividen entre las que escribí bajo el nivel del suelo (en una salita excavada en la roca en un antiguo apartamento), las que escribí al lado del pasadizo que usaban los reyes Católicos para acudir a los oficios de la Iglesia de San Andrés, y las que he escrito –pocas– en mi nueva vivienda donde, que yo sepa, no vivió nadie importante. A pesar de que mi escritorio ideal es por naturaleza abstracto, tiendo a figurarme que cada libro escrito queda impregnado por el habitáculo donde fue concebido. Los libros subterráneos tienen algo turbio, un olor a humedad que resulta complicado despegar de sus páginas. Los libros del pasadizo tienen algo aristocrático, son libros orgullosos y un tanto megalómanos. Los nuevos no sé muy bien cómo serán. Estoy por conocerlos.

Mi escritorio ideal rehúsa ser fotografiado. El platonismo solo genera problemas, el platonismo rechaza la visibilidad y los perfiles de Facebook. Por eso debo usar dos imágenes que no son propiamente de mi escritorio, pero que forman parte de su contexto que es lo que se pega a la esencia invisible de las cosas y lo que en definitiva las conforma. Pertenecen a dos escalas distintas, una superior y otra inferior, a un afuera y a un adentro. Una es la imagen más próxima que el Google Earth dispone de mi vivienda y, por tanto, del lugar donde escribo. Pueden imaginar que tras esos muros de la imagen está mi escritorio y yo sentado en él, escribiendo, justo en el momento en el que la contemplan. La otra es la de unas piezas de puzle arrojadas sobre su superficie (son tan solo una muestra, en realidad tengo docenas que he ido encontrando a lo largo de mi vida. El mundo está lleno de piezas de puzle solitarias aguardando a aquellos que sepan encontrarlas). Ya dije cuál es su función. Pueden imaginar que en su combinatoria se esconde todo lo que yo vaya a producir en los próximos años. Si son lo suficientemente avezados esto les ahorrará la molestia de leerme.








 

© Texto: Javier Moreno
© Imágenes: Javier Moreno y Google


Javier Moreno (Murcia, 1972) es licenciado en Matemáticas y Teoría de la Literatura. Es autor de los poemarios Cortes publicitarios (premio nacional de poesía Miguel Hernández), Acabado en diamante (premio internacional de poesía La Garúa) y Renacimiento; de las novelas Alma (Lengua de Trapo, 2011), Click (Candaya, 2008; novela por la que fue nombrado Nuevo Talento FNAC), La Hermogeníada (Aladeriva, 2006) y Buscando batería (Bartleby, 1999), y del libro de relatos Atractores extraños (InÉditor, 2010; Finalista del premio Setenil 2010).

jueves, 25 de octubre de 2012

Álex Chico








Diría que mi escritorio es el cruce de dos libros, El palacio de los sueños, de Ismaíl Kadaré, y Ciudad de cristal, de Paul Auster. La unión es, por otra parte, azarosa. No obstante, de esa simbiosis nació la forma de referirme a este lugar. La habitación donde se encuentra, la forma de encajarse entre estanterías, la luz filtrada desde fuera, hacen que ese espacio sea un palacio de cristal. Así me gusta nombrarlo. En realidad, no es más que una proyección de la propia escritura: un lugar protegido y, sin embargo, expuesto. Sitiado y a la vez abierto. Trasparente e impenetrable. Semejante al patio interior que veo por la ventana. Es, como él, un paisaje cercado, aunque se pueda acceder saltando una pequeña tapia.
 
Nunca me he comprado un escritorio. Todos han sido material sobrante. Y, aunque los haya hecho míos con el tiempo, siempre he tenido la sensación de que eran muebles prestados. Éste también lo es. Quizás no sea más que un recordatorio: todo lo que salga de él será, en cierta forma, una construcción prestada.
 
Si soy sincero, no sabría decir qué guardo en sus cajones. Desearía tener la capacidad, y la paciencia, de Georges Perec e inventariar todas y cada una de las cosas que tengo a mi alcance. Gafas mal graduadas, folletos de algún viaje, facturas, planos, tarjetas, contratos de alquiler, cargadores de móviles, estuches, boquillas para un clarinete en desuso. Piezas desgastadas que uno conserva con la torpe intención de transformarlos, algún día, en material de escritura. Sobre el escritorio, un portátil recién comprado. Como fondo de pantalla, un dibujo que representa a un conocido escritor, sujetando en el aire las teclas de una máquina de escribir. Una advertencia de que el universo puede reducirse a un sinfín de combinaciones y que el origen de cada poema o de cada relato es, simplemente, el resultado de un amasijo de letras. Le acompaña un flexo plateado, unos altavoces, una hoja en donde apunto proyectos inmediatos que, en el momento de fijarlos, dejan de llevarse a cabo. Fruto de la necesidad, hay también un cenicero y un estuche con tabaco. A su lado hay casi siempre un vaso (café o vino, normalmente). A mi derecha, un pequeño bloque de libros. Aquellos sobre los que escribo. En ocasiones se apilan buenas obras. Ahora mismo, por ejemplo.
 
Por último, varios puntos de referencia. Fotografías y una postal. Las primeras son imágenes donde aparezco con pocos años, en algunas fuentes de Montjuïc. Fotografías que reflejan diferentes estados de ánimo: desconfianza, alegría, serenidad. La postal pertenece a una película de Truffaut, Jules et Jim. Tres personajes corren sonrientes por una pasarela. Las vallas metálicas les protegen de caer al vacío. Avanzan a trompicones, escapando de algo o de alguien que, en realidad, no les persigue. Amenazados y al mismo tiempo cargados de optimismo. Como este, como cualquier escritorio.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Álex Chico
 
 
 
Álex Chico (Plasencia, 1980) es licenciado en Filología Hispánica y DEA en Literatura Española. Es autor de tres libros de poemas: Un lugar para nadie (de la luna libros, de próxima aparición), Dimensión de la frontera (La Isla de Siltolá, 2011) y La tristeza del eco (Editora Regional de Extremadura, 2008), además de las plaquettes Escritura (Editora Regional, 2010), Nuevo alzado de la ruina  (Vebo Blues Ediciones, 2005) y Las esquinas del mar (Vitolas del Anaïs, 2004). Sus poemas han sido recogidos en varias publicaciones y antologías. Ha ejercido la crítica literaria en diversos medios, como Ínsula, Revista de Letras o Versión Original. Codirige la revista de humanidades Kafka. Está preparando su tesis doctoral sobre la obra de José Antonio Gabriel y Galán, y ejerce como profesor de lengua y literatura en un instituto de El Prat (Barcelona). Mantiene el blog Isla de Elca.

lunes, 22 de octubre de 2012

Mercedes Cebrián


 
 
 
 
 
 
Ante todo, que no haya una puerta detrás de la silla, o la sensación de que un desconocido armado con un puñal pueda entrar sigilosamente y clavármelo en la espalda cobrará tal intensidad que perderé la poca o mucha concentración que me queda tras combatir la compulsión de acceder a internet cada diez minutos. Ante todo también, que haya un par de posavasos para no estropear el barniz de la mesa de pino con el calor que desprenden las tazas de té y demás infusiones: otras mesas de trabajo cobran solera con marcas de vasos o con cualquier otra huella que contribuya a mostrar el paso del tiempo por su superficie, pero la mía no gana con las manchas, eso me queda claro. La mía ha de permanecer todo lo intacta posible porque es a su vez mesa de comedor cuando la camuflo con un mantel y le quito su personalidad anterior: adiós entonces a los post-it, al flexo vintage recuperado del antiguo despacho de mi padre, al ordenador, al atrilito metálico que me sirve para apoyar los manuscritos y traducciones cuando he de corregirlos, y adiós también a los papelotes en general –a los que doy este nombre, y no el de meros papeles, para acentuar así la sensación de desorden que produce el verlos apilados de cualquier manera sobre el escritorio.
 
La mitomanía relacionada con lo literario impide establecer una semejanza entre las mesas de trabajo de los escritores y las de muchos estudiantes de oposición a notarías o a técnicos de la administración pública, cuando en ocasiones son muy similares, tanto dichas mesas como las grandes dosis de concentración que necesitamos todos. Así, las pequeñas costumbres aparejadas al trabajo cotidiano (beber té constantemente, emplear rotuladores de punta fina de tal o cual marca...) parecen cobrar un encanto inusitado cuando las realizan los escritores, encanto que no poseen si los que toman infusiones de roiboos son aquellos que, en un futuro, darán fe de la legalidad de nuestros testamentos o escrituras de compra-venta. Cuando trabajo, es obvio que no le encuentro nada fascinante ni a mi mesa ni a mi silla de oficina cómoda pero de horrendo estampado: que sean otros los que pongan la fascinación, que yo mientras he de centrarme en poner, cambiar de sitio o, más a menudo aún, quitar frases y frases.
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Mercedes Cebrián
 
 
Mercedes Cebrián (Madrid, 1971) es autora de las dos nouvelles recogidas en La nueva taxidermia (Mondadori, 2011), del libro de relatos y poemas El malestar al alcance de todos (Caballo de Troya, 2004; Debolsillo, 2011), del poemario Mercado Común (Caballo de Troya, 2006), del libro de crónicas 13 viajes in vitro (Blur, 2008) y del relato Cul-de-Sac (Alpha Decay, 2009). Sus textos han aparecido en los diarios El País, Público y La Vanguardia y en las revistas españolas Turia, Eñe-Revista para leer y Revista de Occidente. Ha traducido a Georges Perec, Alain de Botton, Alan Sillitoe y Miranda July.
 

jueves, 18 de octubre de 2012

Menchu Gutiérrez







Cuando pienso en un escritorio que privilegia la creación, algo así como un escritorio ideal, siempre recuerdo los diarios de Ernst Jünger, un autor que fue capaz de abordar los temas más diversos, incluido el de la  porcelana china, en las trincheras de la Segunda Guerra Mundial, y a quien imagino escribiendo en un catre de campaña o con el cuaderno apoyado en las rodillas.  Tengo el convencimiento de que el espacio de la escritura se crea.

Sin embargo, he vivido en muchas casas, en algunas de ellas de forma muy provisional, y más de una vez me he preguntado: ¿seré capaz de escribir en este lugar?

Creo que es una duda legítima: sin duda, lo que nos rodea ejerce una influencia en nosotros; también, la en apariencia inocente superficie sobre la cual escribimos.

Estoy convencida de que sobre una mesa de cristal escribiría una gélida biopsia emocional, y que de alguna manera la trasparencia de este material contagiaría asepsia a una palabra que deseo contaminada. Al hilo de esta pequeña reflexión, no dudo de que sería interesante escribir unas memorias sobre una mesa de quirófano.

Nunca he tenido el escritorio soñado: una mesa grande de madera, provista de multitud de cajones en la parte frontal y en los laterales y, como decía Bachelard, pulida una y otra vez por “generaciones de cera”. Hoy, a una mesa sólo le pido que sea de madera. Lo único que me importa es estar en contacto con la calidez y el misterio tranquilo de este material. Hay algo en la madera que me reconforta y que es imposible desligar de su origen, el árbol. Su presencia favorece una especie de trasvase vital. Los nudos de la madera relativizan el tiempo del reloj y me ayudan a desaparecer en el texto.



© Fotografía: Pedro Pertejo



Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957), ha publicado varios poemarios, entre los cuales cabe destacar El ojo de Newton (Pre-textos, 2005), La mano muerta cuenta el dinero de la vida (Ave del Paraíso, 1997), La mordedura blanca (Premio Ricardo Molina, 1989) y De barro la memoria (Endymión, 1987). Autora de una amplia obra en prosa, publicada en su totalidad por la editorial Siruela, entre sus títulos se encuentran Viaje de Estudios (1995), La tabla de las mareas (1998), La mujer ensimismada (2001), Latente (2003), Disección de una tormenta (2005), Detrás de la boca (2007),  El faro por dentro (2011) y La niebla, tres veces  (2011), pequeña recopilación de sus primeras novelas publicadas en esta misma editorial. Es asimismo, autora de un ensayo sobre la nieve en la literatura, Decir la nieve (Siruela, 2011), y de una biografía literaria sobre San Juan de la Cruz (Omega, 2004); ha traducido a autores como Poe, Faulkner, Auden, Brodsky, Jane Austen o Anne Brontë. Ha colaborado con el suplemento cultural de El País y otras revistas literarias. Asimismo, ha organizado diversos seminarios multidisciplinares en centros como la Casa Encendida de Madrid, la Fundación Botín de Santander o el Koldo Mitxelena de San Sebastián.

lunes, 15 de octubre de 2012

Berta Vias Mahou






 
 
Siempre un libro entre las manos. En cada jaula de cristal. Ascensores, autobuses, vagones de metro... Observando con atención y a la vez ocultándose. Cuando de pronto un día una de las manos se puso a escribir. ¿Qué buscaba? ¿Qué busca? Decir en un susurro de tinta lo que no puede decir con los labios, lo que tal vez no se pueda decir en voz alta. Y busca también el silencio, ese silencio que no se rompe con la ronca de un gamo en celo, con el frotamiento de un asta contra la corteza de una encina o el graznido de un cuervo entre los penachos del trigo salvaje, ese silencio que crece con los rumores y las estampidas del bosque. Y la luz, porque suele escribir cuando hay mucha, muchísima luz, aunque en tinieblas o en la oscuridad palpa a su alrededor, buscando papel. Y una mesa como el cielo, una superficie transparente que vibre con cada golondrina que cruza el espacio, con cada nube que poco a poco se hincha, con las ráfagas de viento que rizan el aire y se llevan todo lo demás. Alza los ojos, deja de escribir, de leer, y ahí están. El vencejo, el cúmulo y el surco blanco que va abriendo un avión. Y esconderse detrás de sí misma. Detrás de las páginas. Siempre un libro entre las manos, muda.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Berta Vias Mahou
 
BertaVias Mahou (Madrid, 1961), licenciada en Geografía e Historia, ha publicado las novelas Leo en la cama (Espasa, 1999), Los pozos de la nieve (Acantilado, 2008) y Venían a buscarlo a él (Acantilado, 2010; Premio Dulce Chacón de Narrativa 2011), el libro de relatos Ladera norte (Acantilado, 2001), un ensayo sobre La imagen de la mujer en la literatura (Anaya, 2000) y tres novelas juvenilesHa traducido a autores como Goethe, Zweig, Schnitzler, Joseph Roth, Gertrud Kolmar y Ödön von Horváth.
 

miércoles, 10 de octubre de 2012

Cristina Rivera Garza








Tendida como bandida
 
 
a) Pequeño tratado contra las sillas y breve historia de la escritura vertical:
 
Escribir sentada ya fue. Las sillas, como bien lo decía Jimmie Durham, son espías del Estado; mecanismos contra el natural nomadismo del cuerpo. Hace mucho que no me inclino frente a un escritorio; tampoco frente a un altar; menos frente a la real-ésa. Sentarse y escribir son actos antitéticos: el primero le apuesta al sedentarismo, que es el otro nombre del status quo, y el segundo a la provocación que es toda crítica. Las frases “estar sentado” y “estar sedado” sólo difieren en una letra, y debe ser por algo. Era Vasconcelos, si mal no recuerdo, quien clamaba por una escritura de pie, con todas las connotaciones estéticas y políticas del caso. Hemingway aducía que escribir de pie le permitía concentrarse mejor. Eduardo Mendoza escribe de pie y con pluma. Todo eso es cierto y hay más, claro. Pero también es cierto, aunque más pedestre, admitir que hace poco me di cuenta que no poseo un escritorio. Entre mis ires y venires, entre estancias cada vez más cortas en cada vez más sitios, en efecto, me olvidé de adquirir un escritorio propiamente dicho. Confesión tristísima: soy escritora, por decirlo de algún modo, de cama.
 
 
b) Tendida como bandida:
 
Lo he dicho ya varias veces: no es casualidad que la cama, la mesa, el ataúd y la página compartan la forma del divino rectángulo. Ahí nacemos y morimos, en toda la extensión de las palabras. Luego entonces, del lado derecho de mi cama, rodeada de libros y papeles, en un desorden descrito a veces como descomunal y otros como simplemente muy mío, tendida como bandida, así escribo. Me gustaría decir que esto es una forma de escritura horizontal, pero en sentido estricto se trata de otra cosa. Medio recargada contra las almohadas, con las rodillas flexionadas, en realidad esto es una posición fetal. Como si escribir fuera, de hecho, volver a ese inicio donde todo, eso dicen algunos, es lo mismo. Como si escribir y el inicio del cuerpo fueran la misma cosa. Muy a la ChacMol, pues. Se trata de una postura contra la que no pocos de los médicos que han atendido los dolores de mi espalda se oponen con vehemencia: a ella le debo el dolor de las vértebras lumbares que, unido al dolor que provoca en mis muñecas la estrechez del teclado, se suman en, al menos, dos dolores distintos. Así twitteo y bloggeo y reviso cuentas de hotmail y gmail y escribo artículos y le añado, a veces, una o dos frases a algún otro texto más largo. Acunada dentro de mí misma. La lap top en plexo.


c) La cosa del pasado:
 
No tengo escritorio, ya lo dije, pero hay una mesa grande en un cuarto rodeado de ventanales. Se llama mesa de comedor, pero en realidad es una superficie rectangular que sirve para muchas cosas distintas. Ahí departo con la familia y los amigos, en efecto. Pero ahí va a parar la correspondencia y los pinceles y las hojas y los libros y los vasos y los periódicos y todo aquello que peque o presuma de imperdible. Los textos académicos los escribo por lo regular ahí, porque ahí hay espacio, luego de una leve reorganización, para legajos y libros. Me siento, sí. Cierro todas las ventanas (de la pantalla, quiero decir), sí. Apago el celular, sí. Documento con corrección mis fuentes: sí. Es una velocidad y una disciplina y una forma de concentración sin la cual el libro de historia o el artículo especializado no podría ni siquiera soñar en avanzar. Es una cosa del pasado.
 
 
d) Sobre ruedas:
 
No se trata de una mesa propiamente, ni de un escritorio. Es uno de esas mesas que las madres de clase media solían usar para llevar los aditamentos del cocktail al centro de un cuarto lleno de gente y que ahora algunos diseñadores llaman, con algo de pompa, mesa auxiliar. Ocupa un espacio liminal entre la cocina y el comedor, justo a un lado de los enchufes y el ventanal. Es tan pequeña que sólo cabe en su rectangular superficie la lap top y alguna diminuta taza de café. Tiene dos repisas donde es posible colocar uno que otro libro o los pies. Tiene ruedas. Sobre esa mesita que se mueve, aceptando por igual su deseo de estar anclada y su manía de escapar, ahí escribo los textos más largos: novelas, híbridos, ensayos. Es fácil alejarse de ella y regresar. De hecho, me incorporo con bastante frecuencia porque, para escribir, siempre necesito consultar algo. Necesito estar de pie, avanzar, sentir que el cuerpo no ha desaparecido. No desaparece. Ya no fumo, pero igual paseo alrededor de la casa con libro en mano o mirada enloquecida. Luego regreso. Uno siempre termina por regresar. Como pudiera cambiarla de sitio si quisiera, nótese el potencial del subjuntivo, la ansiedad conocida como la ansiedad del-mismo-lugar desaparece en ella, con ella, a su lado. Nos llevamos bien, quiero decir. Tenemos una relación sobre ruedas.
 

e) El extraño caso de las bibliotecas móviles y los rectángulos concéntricos:
 
Poseo, sí, en efecto, tres bibliotecas más o menos. La principal está en una oficina a través de cuyos ventanales puedo ver, centelleante, una obra de Bruce Nauman. Hasta ahí llega también la brisa del mar. Ahí hay un escritorio y una computadora, en efecto, de escritorio. Paso poco tiempo ahí, sin embargo. Nunca escribo ahí. Los libros de la segunda biblioteca están del otro lado de la frontera, en las costas de esa mítica ciudad que nunca duerme, repartidos por igual en cajas de cartón y libreros que van del suelo al techo. Paso poco tiempo ahí. Algunas veces escribo ahí. La tercera, que es en cierto modo la biblioteca fundacional, ahí donde se encuentran los primeros verdaderos libros, está en el centro del país, en una ciudad desde la cual se puede ver siempre un volcán cubierto de nieve. Paso poco tiempo ahí. Pocas veces escribo ahí.
 
Todo esto para explicar, con algo de sonrojo, por qué no puedo mandarte una linda foto con un escritorio rodeado de libros. Viajo mucho; paso demasiado tiempo en cuartos que no son míos. Cuando se vive así, de esa nomádica manera, hay que empacar ligero y procurar no dejar huellas. Los libros se mueven conmigo, pero sin peso, dentro de un kindle. Bajo muchos PDFs, con ayuda de estratégicos #bibliotuits. Los leo, hago las anotaciones si el caso lo amerita, y los borro. Los libros de papel que a veces no puedo dejar de adquirir en distintas librerías o en aeropuertos, se quedan con frecuencia en esos mismos aeropuertos o en cuartos de hotel o en las casas de los anfitriones de paso. Algunos, los menos, hacen todo el viaje de regreso para reunirse con los de su especie en alguna de las tres bibliotecas mencionadas antes. Sobre las mesitas de los cuartos en los que pernocto, hay más cables que papeles: el cable de la electricidad; el cable que conecta el ordenador al IPhone o a la cámara fotográfica; el cable de los audífonos; el cable, cuando es necesario, del internet. Pero basta con que se conjunten tres rectángulos: el de la cama, el de la ventana y el de la pantalla, para que ocurra esto que ocurre una y otra vez, puntualmente cada mañana. Escribir.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Cristina Rivera Garza
 
 
 
Cristina Rivera Garza (Matamoros, México, 1964) es doctora en Historia Latinoamericana por la Universidad de Houston y actualmente enseña Creación Literaria en el Departamento de Literatura de la Universidad de California en San Diego. Entre su obra publicada destacan las novelas El mal de la taiga (Tusquets, 2012), Verde Shangai (Tusquets, 2011), La muerte me da (Tusquets, 2007; Premio Sor Juana Inés de la Cruz) y Nadie me verá llorar (Tusquets, 1999), los libros de cuentos La frontera más distante (Tusquets, 2008), Ningún reloj cuenta esto (Tusquets, 2002) y La guerra no importa (Mortiz, 1991), los ensayos de Dolerse: textos desde un país herido (Sur+, 2011), el libro de historia La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General, 1910-1930 (Tusquets, 2010), los libros de poemas Los textos del yo (Fondo de Cultura Económica, 2007) y La más mía (Tierra Adentro, 1998) y el libro de aforismos El disco de Newton, diez ensayos sobre el color (UNAM, 2011). Su obra ha sido traducida al inglés, portugués, alemán, italiano y coreano. Mantiene la bitácora electrónica No hay tal lugar y su twitter@criveragarza.
    

lunes, 8 de octubre de 2012

Javier Calvo


 
 
 
 
 
 
Escribí mi primera novela en una casa victoriana de Highland Park, New Jersey, en un ordenador de mesa vetusto que ya por entonces podría haber estado en un museo. La segunda la escribí entre el Raval y un pueblito del Languedoc. La tercera, en mi casa de por entonces del Carrer Roig, en el corazón del Raval pakistaní, entre el antiguo Hospital de la Santa Creu y la actual Rambla del Raval. La cuarta, en un despacho situado en lo alto de un inmueble vetusto del Carrer Pintor Fortuny, desde cuya azotea se abarca el bosque de tejados que separa las Ramblas del Carrer dels Àngels, en los terrenos donde antaño se había levantado el colosal Monasterio del Carmen. Los años de no tener casa, o bien tener varias, o bien ir estar en continuo desplazamiento, me ayudaron a desarrollar un interfaz personal con mi escritorio virtual que me permite, en pocas palabras, escribir un libro en cualquier parte. El escritorio virtual como paisaje total. Apagar la realidad física circundante, por medio de un ritual que, como todos los rituales orientados a alterar la conciencia, requiere involucrar la totalidad de los sentidos: apagar todas las luces. Poner música a todo volumen. Dejar de ver sombras. Dejar atrás el mundo de las apariencias y las sombras para escribir en la caverna de las ideas. Hipnotizarse a uno mismo. Perderse en el paisaje del escritorio virtual. Alcanzar la gnosis electrónica.
 
Los mejores escenarios para este ritual son los espacios indefinidos. Donde menos cueste conectar la mente con la Unidad Virtual. Aeropuertos o cafeterías. Habitaciones sin apenas muebles o con las paredes vacías, siempre contra una pared y siempre bien alejado de las ventanas. Las ventanas como enemigas de la gnosis electrónica. Lejos de la luz natural. El tema de mi escritorio virtual presente es un fotograma de la película muda escandinava Häxan, una crónica épica de la brujería medieval en Europa que en inglés recibió el descriptivo título de Witchcraft Through The Ages. El fotograma representa, a la manera de una alegoría pictórica, un cuerpo femenino desnudo acostado en la maleza de un bosque medieval. A su alrededor asoman entre la hierba huesos humanos y de animales, ollas y cuencos y un reloj de arena. Las manos de un demonio se extienden para posarse respectivamente sobre su nuca y su baja espalda, en un gesto que no parece tan depredador como de posesión serena y segura. La imagen habla de lo efímero de la existencia, de la decadencia de la carne y de la presencia ineludible de lo daimónico. Tres ideas que refuerzan el tránsito gnóstico. Una especie de portal que facilita el acceso al reino de las ideas, donde la escritura puede fluir libre de distracciones materiales. La meta es el trance. El resplandor de la pantalla es el éter. Las esquinas de la pantalla del Macbook son los cuatro enanos que sostienen la calavera de Ymir en el cielo de la mitología nórdica.
 
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Javier Calvo
 
 
 
Javier Calvo (Barcelona, 1973) es narrador y traductor literario. Ha publicado las novelas El jardín colgante (Seix Barral, 2012), Corona de flores (Mondadori, 2007), Mundo maravilloso (Mondadori, 2007) y El dios reflectante (Mondadori, 2003), el libro de cuentos Risas enlatadas (Mondadori, 2001) y las novelas cortas Suomenlinna (Alpha Decay, 201o) y las incluidas en Los ríos perdidos de Londres (Mondadori, 2005). Su obra se ha traducido al inglés, al francés, al alemán y al italiano. Como traductor ha vertido a autores como Pound, Coetzee o Foster Wallace.