martes, 28 de mayo de 2013

Juan Martínez de las Rivas







Tableros libres


Esta mesa de abeto fue mi escritorio infantil en la casa de mis padres y me ha seguido en nueve mudanzas de vivienda. Antes que escribir narraciones en ella metí goles de fútbol y de hockey en la portería perfecta que forman sus patas. Su vieja conocida madera acumula cicatrices y tatuajes que no borro: quemaduras de cigarrillos de cuando fumaba, pinceladas de pintura, el contenido completo de un tintero derramado cuando jugaba a calígrafo antiguo o restos de los pegamentos con que encolo zapatos o juguetes. Me gusta ver su tablero despejado, dispuesto a recibir un cuaderno abierto, periódicos para recortar, útiles que recomponer, unos folios, el ordenador portátil. Las superficies vacías de escritorios, mesas de cocina y bancos de herramientas excitan en mí un placentero ánimo de laborar. Y las superficies de trabajo cargadas de objetos me llaman a su rescate. Formaría parte de un frente para la liberación de los tableros oprimidos en cuanto se me propusiera. Pero en esta mesa han ido haciéndose sitio unas piedras pintadas por una de mis hijas, una lagartija de hierro, un atril y unas cajas de lápices y de objetos raros como la brújula y la navaja de mi bisabuelo viajero al África y otras curiosidades y sentimentalidades. Nada de esto me resulta necesario ni conveniente para escribir. Si una historia vive en mi cabeza escribo en cualquier lugar, quiero decir, en cualquier ordenador. Pero si ando vacío o desasosegado, sentarme en este rincón de la casa y acariciar estas tablas nudosas y melladas puede succionarme a otros espacios mentales y devolverme remansado y a veces incluso risueño, esto es, en estado apto para idear.














© Texto y fotografía: Juan Martínez de las Rivas

Juan Martínez de las Rivas (Buenos Aires, 1957). Español y argentino, reside en España desde su niñez. Trabaja como médico y cursó estudios de filosofía. Fue miembro del Grupo CLOC de Arte y Desarte. Ha publicado la novela Fuga lenta (Acantilado, 2009) y relatos en los volúmenes colectivos Diez bicicletas para treinta sonámbulos (Demipage, 2013) y Siete entre cuatro (Caldeandrín, 2012).

martes, 21 de mayo de 2013

Mauricio Wiesenthal








Un escritorio que parece un carromato de gitano


Decía Dostoievski que los seres vivos acabamos adoptando el estilo del espacio en que nos movemos. Por eso intenté moverme siempre en lugares donde hubiese mucho Renacimiento, porque las perspectivas estéticas desarrollan la visión humanista. Y el barroco es también importante porque los ángeles sólo se aparecen donde hay formas que vuelan. La cultura es una transfiguración sutil y aérea de la naturaleza. Detesto profundamente el moderno minimalismo nórdico que me parece una forma pesada y desagradable del nudismo. 

Como no he sido rico (ni he querido serlo) me ha gustado mucho escribir tomando café en el Ritz, pasear por palacios y viajar en los grandes trasatlánticos. Luego copiaba el escenario en mi pequeña habitación para sentirme a gusto. Me fabriqué incluso un teatrillo de cartón con unas columnatas que copié en un palacio florentino, para mirar a través de ese decorado renacentista la plaza donde ahora vivo. El desastre del urbanismo moderno se transfiguraba cuando lo contemplaba a través de este visor mágico. Por la noche, ya no hay problemas. Las obras de los ayuntamientos modernos ganan mucho con la oscuridad. 

Hoy no tengo propiedad (es hermoso no poder tener lo que uno no quiere) y vivo de alquiler. Me enamoro sólo de cosas muy buenas. Y, para no poder comprar algo, elijo siempre lo mejor.

He vivido en buhardillas, cerca del cielo; porque Dios es el vecino que me parece más silencioso y educado. De joven me gustaba ver amanecer sobre los tejados de París o de Roma cuando los títeres de mi cuento aún no querían irse a dormir. Ahora me levanto muy temprano y me gusta escuchar a los pájaros. Pero ya no miro por la ventana, porque -en cuanto entro en oración- me encuentro feliz en mi claustro, entre mis autógrafos, mis cuadros y mis libros. Fui creando mi habitación ideal como un carromato de gitanos... Así me hago la ilusión de que camino de mis Ínsulas Extrañas mañana no estaré aquí. Cada día necesito menos espacio de mundo y anhelo más dimensión de vida. Comprendo con alegría y ternura con complicidad que la Naturaleza es sólo un tránsito hacia el Espíritu. Alguna paloma se posa cada mañana en mi ventana, mientras escribo. Y, en los levantes de la aurora, le rezo al alma para que se quite ese disfraz que, conmigo, ya no necesita... Siempre le he pedido a Dios que me dé un minuto más de amor que de razón... Todo alcanza sentido cuando deja de tener explicación. 









© Texto y fotografía: Mauricio Wiesenthal


Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943) ha publicado, entre muchos otros títulos, las novelas Luz de vísperas (Edhasa, 2008), El esnobismo de las golondrinas (Edhasa, 2007), Libro de réquiems (Edhasa, 2004) y El testamento de Nobel (Hymsa, 1985); los ensayos El viejo león: Tolstoi, un retrato literario (Edhasa, 2010); y las misceláneas de Siguiendo mi camino (Acantilado, 2013). Reputado enólogo, es profesor del Centro Cultural del Vino de Barcelona, y autor de textos de referencia como el Gran diccionario del vino (Edhasa, 2011) y La cata de vinos (Alba, 2005).

miércoles, 8 de mayo de 2013

Antonio Fontana







Dónde escribo las novelas que no escribo 



Cuando más escribo es en Málaga, en la casa de mis padres, donde paso las vacaciones de verano. El chalet envejece mal y pide a gritos cañerías nuevas, una capa de pintura, reformas urgentes. Pero tendrá que esperar tiempos mejores. 

A veces escribo en la habitación más alejada de la casa, entre juguetes viejos, muebles que no tiramos pero deberíamos y miles de libros: Agatha Christie, los Cinco, novelas de terror y de misterio. Y mientras escribo, el techo se desploma sobre mi cabeza. Una exageración como otra cualquiera, porque no es que el techo se desplome: es que sobre mi cabeza cae una fina lluvia de cal. Y a medida que la cal se desprende del techo y me vuelve blanco el pelo, pienso que no es cal: son ideas que se van introduciendo en mis novelas. Ideas que antes no estaban ahí. Que yo no había planeado. 

Ideas salchicheras, las llamaba mi abuelo materno. 

Lo cual me recuerda que a veces, en cambio, escribo en la habitación contigua a la cocina, entre los olores de la comida, el ruido de sartenes y cacerolas y las voces de mi madre y de mi abuela; también la de mi padre, que si no hubiera sido farmacéutico, habría sido cocinero. Risas, conversaciones, el chisporroteo del aceite, alguna discusión. Así me salen luego las novelas: llenas de ingredientes que se cuelan dentro sin mi permiso. 

En el fondo, me temo, no soy yo quien escribe mis libros.







© Texto: Antonio Fontana
© Fotografía: África Hevilla

Antonio Fontana (Málaga, 1964) ha publicado las novelas Hostal Parisién (El Aleph, 2011), Plano detallado del infierno (DVD, 2007), El perdón de los pecados (El Acantilado, 2003; finalista del Premio Gijón y Nuevo talento FNAC 2003) y De hombre a hombre (Anaya, 1997). Es periodista y crítico literario en el suplemento cultural del diario Abc.