lunes, 30 de abril de 2012

Fernando Valls






Quienes escriben habitualmente podrían dividirse en dos grupos: los que pueden hacerlo en cualquier sitio, y aquellos que necesitamos de un entorno conocido, familiar. A mí me resulta casi imposible llevar a cabo esta tarea en los siempre agitados aeropuertos, ni siquiera podría leer en los bancos de un parque silencioso. 

Mi escritorio, digamos, es plural, mitad alemán, mitad español. No pueden ser más distintos; lo que me hace pensar que mi capacidad de adaptación al medio es mayor de lo que había sospechado. El de Barcelona es minúsculo y oscuro, con un pequeño ventanuco y una mesa estrecha en la que apenas puedo poner nada. Solo cabe el ordenador, unos pocos papeles, un atril que no utilizo nunca, pero en el que coloco reproducciones de cuadros que he visto en exposiciones, y poco más. Casi a mano, en una estantería cogiendo polvo, hay unos pocos libros, manuales, diccionarios de literatura, que apenas si consulto, junto a un puñado de cedés que muy de tarde en tarde pincho en el ordenador, aunque casi siempre acabe decantándome por los quintetos de Mozart. 






En cambio, el despacho de Berlín (puede verse en las fotos) es amplio y ordenado, con dos grandes mesas alineadas contra la pared. En un extremo, junto a una ventana luminosa, invierno aparte claro, andan el ordenador y la impresora. El resto de la mesa va llenándose poco a poco de papeles y libros hasta que concluyo un trabajo, hago limpieza y vuelvo a abarrotarla con lo necesario para el siguiente. El aspecto que presenta el cuarto, con la decoración y disposición de casi todos los muebles y objetos, no es mío, sino del propietario del piso, que alquilo por temporadas. En este caso, las imágenes solo reflejan de forma superficial la realidad del trabajo cotidiano, de ahí que podamos acudir en ayuda de ese nuevo lugar común que reza: «más vale una palabra que mil imágenes, ahora tan desgastadas...».

Lo que sí necesito siempre es un silencio casi absoluto, que suelo romper en algún momento, mucho más en Berlín que en Barcelona, con música clásica o jazz. Además de Mozart, suelo escuchar sobre todo Bach, Händel, Haydn, Telemann, o las interpretaciones de Il Giardino Armonico. En jazz, por fortuna, tengo un gusto más variado. Lo que me distrae y molesta, decía, son los sonidos humanos, la música que pone el vecino, o las conversaciones a gritos que mantiene a veces con el móvil en Barcelona. Por el contrario, en Berlín, y puesto que a los vecinos apenas se les oye, suelen distraerme en verano los alaridos, más que gritos, de los jóvenes turcos jugando a fútbol, o el sonido que produce el balón al chocar contra la tela metálica que delimita el campo. 

En fin. Para leer, la otra cara de la misma moneda, necesito tumbarme en un sofá, o mejor aún, en la cama, ponerme las gafas de cerca, y acertar con un buen libro, que siempre leo con un lápiz en la mano. Esta operación cotidiana tampoco resulta igual en mis dos ciudades, pues mientras que en Barcelona la cama la tengo cerca, en Berlín necesito desplazarme a otra habitación, más amplia e iluminada. 

Pero lo más extraño de todo, lo que llevo peor, es que el noventa por ciento de mis libros, una buena biblioteca sobre todo de arte y literatura, se encuentra en una casa situada a 30 kilómetros de Barcelona, en la que no vivo desde hace más de diez años, y a la que solo me acerco para llenarme de polvo, dejar unos libros, coger otros y darme cuenta de que me he pasado la vida acumulando volúmenes que apenas puedo consultar, a menos que me desplace hasta la triste y ruidosa Sabadell. 

Aunque nunca me haya forjado un heterónimo, parece como si, en cierta forma, y todo lo modestamente que se quiera, llevase una existencia desdoblada. Habré de considerar que quizá sí tenga dos vidas: la una como escritor (perdón, como historiador y crítico literario) y la otra en calidad de lector, condicionadas ambas por el espacio, la música, el silencio y la luz.




Para los que andamos de acá para allá, lo ideal sería poseer algo parecido a aquel baúl biblioteca, con escritorio incorporado, que Louis Vuitton diseñó para Hemingway en 1923, con el estampado sobre lona Monogram. Si la mitomanía fuera una ciencia exacta, en ese mueble debería uno poder escribir cuentos, con mucha inspiración un buen poema o microrrelato, o al menos –seamos realistas alguna de esas novelas medianejas que inundan hoy las librerías y que pronto serán pasto del olvido.








© Fotografías: Gemma Pellicer


Fernando Valls (Almería, 1954) es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona. Entre 2001 y 2006 fue director de la revista literaria Quimera y en la actualidad dirige las colecciones Reloj de arena y Cristal de cuarzo de la editorial Menoscuarto, dedicadas en exclusiva a la creación y al ensayo sobre los distintos géneros de la narrativa breve. Es autor, entre otros, de Soplando vidrio y otros estudios sobre el microrrelato español (Páginas de Espuma, 2008), La realidad inventada. Análisis crítico de la novela española actual (Crítica, 2003) y La enseñanza de la literatura en el franquismo (1936-1951 (Antoni Bosch, 1983). Es responsable de antologías como Siglo XXI. Los nuevos nombres del relato español actual, junto con Gemma Pellicer (Menoscuarto, 2010), Velas al viento. Los microrrelatos de la nave de los locos (Cuadernos del Vigía, 2010), Ciempiés. Los microrrelatos de Quimera, junto con Neus Rotger (Montesinos, 2005), y Son cuentos: antología del relato breve español, 1975-1993 (Espasa Calpe, 1995). 


viernes, 27 de abril de 2012

Miguel Ángel Muñoz








Un escritorio es ocupado y a la vez nos va ocupando, sin miramientos ni consideración alguna hacia nuestras debilidades. Un escritorio es una mesa, al fin y al cabo, pero también la posada de nuestra imaginación, el lugar al que llegar para recuperar el aliento. Donde con exactitud vaciamos la indolencia y los proyectos, las escenas y cada diálogo que revoloteó cerca de nosotros durante el resto del día. Cuando no estamos ante el escritorio, el escritorio nos acompaña, allí donde nos encontremos, llenando un espacio que no es el debido, porque quizás solo sentados ante esa mesa nos justificamos. 

He elegido este plano picado porque es el único que transmite con exactitud ese pequeño espacio donde habita mi mente. En realidad, no siempre escribo ahí –hay una cocina, en una casa familiar, que he acondicionado como pequeño estudio, donde puedo aislarme por completo, con la vitrocerámica a mi espalda: lugar perfecto–. Pero esta es mi mesa, el mapa que recorro a diario durante más horas. Para mí, un escritorio es un proyecto de orden con el que dominar el caos que conlleva el acto de escribir. Enmascarando la dificultad de vivir la literatura con calma, cada objeto ocupa su lugar: los libros que estoy leyendo, los que esperan lectura, unos pocos de mis cuadernos, piedras recogidas en las playas del cabo de Gata, algún recuerdo personal y dibujos infantiles de mi hija mayor. Sé que esa armonía es una fantasmagoría engañosa, que el ruido de fondo y las distorsiones entre las que pasa el tiempo del escritor me harán sufrir para alcanzar el orden buscado, pero ¿qué podría esperar si ya la pura apariencia fuera una manga por hombro, un papel perdido debajo de otro? 

La superficie de una mesa, y nada más. Donde no puedo verlas, están las grandes estanterías con todos mis libros. Ellos son los invitados a esta fiesta, los que me esperan para la juerga. En el salón, tapizando el pasillo, o detrás de donde estoy sentado. Pero en esta mesa que aquí aparece fotografiada por un narrador omnisciente, en este rectángulo que es también un resumen, una síntesis, tal vez lo único fundamental sea el teclado: las veintisiete letras que los dedos han memorizado y nunca miran. En el interior del orden que procuro que la mesa me contagie, hay otro orden más importante. Está escondido entre las infinitas combinaciones de ese alfabeto. Una auténtica jungla, ya lo sé. Con total seguridad nunca lo alcanzaré, pero los dedos insisten en bailar, persiguiendo el hallazgo, pulsando las letras como si conocieran la clave esotérica que las rige.






© Texto y fotografía: Miguel Ángel Muñoz


Miguel Ángel Muñoz (Almería, 1970) ha publicado los libros de cuentos Quédate donde estás (Páginas de Espuma, 2009) y El síndrome Chéjov (Páginas de Espuma, 2006), la novela El corazón de los caballos (Algaida, 2009) y el libro de entrevistas a narradores breves españoles La familia del aire (Páginas de Espuma, 2011). Ha sido incluido en antologías como Pequeñas resistencias 5. Antología del nuevo cuento español 2001-2010 (Páginas de Espuma, 2010), Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (Menoscuarto, 2010), Perturbaciones. Antología del relato fantástico español actual (Salto de Página, 2009) o Macondo boca arriba (UNAM, 2006). Su blog El síndrome Chéjov es un lugar de referencia para el cuento en lengua española.

miércoles, 25 de abril de 2012

Raúl Brasca






Mis espacios de escritura

Hago mil cosas además de escribir, cosas que nada tienen que ver con la literatura. Soy ingeniero, trabajo en una fábrica de tintas, he pasado los años creando fórmulas, ajustando colores, dando clases y soltando mi imaginación frente a una hoja de papel. De todo podría prescindir, menos de la escritura. Pero no es fácil pasar de los negocios de este mundo al mundo de la creación que, por fortuna, es otro. Por eso mis espacios de escritura tienen algo de guarida y también de nido, son el resguardo de la intemperie cotidiana propicios a la recuperación de la belleza en la que alguna vez viví por entero, a la reflexión lenta y rigurosa, a la liberación de un loco interno sumamente frágil que me cuido muy bien de soltar cuando soy el otro. La primera condición es la soledad: mi estudio pequeño en perpetuo desorden, forrado de bibliotecas atiborradas, el ordenador en el centro y una ventana que da al tejado y, mucho más allá, al río que no se ve pero sé que está allí. También los cafés, unas veces tranquilos y otras ruidosos. En ambos es posible la íntima soledad. Si son ruidosos, el ruido debe ser mucho e indiferenciado y tienen que contar con un televisor que no se oiga. Pido un café y lo bebo despacio mientras sigo en la pantalla los movimientos y los gestos de los personajes, me distraigo tratando de adivinar la historia y juego a inventarles las palabras. Así, poco a poco, el otro se aleja y surge el que escribe. Una palabra llama a otra y, si tengo suerte, alguna de ellas me provoca o alude a algo remoto que me impresionó mucho sin que en el momento me diera cuenta. Entonces se produce la idea de una microficción, cambio la pantalla por la hoja de papel, tomo la lapicera y comienza la ceremonia.






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© Fotografía: Andrés Neumann

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Raúl Brasca (Buenos Aires, 1948) ha publicado los libros de cuentos Últimos juegos (Páginas de Espuma, 2005) y Las aguas madres (Sudamericana, 1994), y los microrrelatos de A buen entendedor (Cuadernos del Vigía, 2010) y Todo tiempo futuro fue peor (Thule, 2004), además de otros quince volúmenes entre compilaciones propias y de otros autores (algunas en colaboración con Luis Chitarroni). Su obra ficcional y ensayística ha sido publicada en antologías, revistas y suplementos literarios de Argentina, Alemania, Brasil, España, Inglaterra, México, Portugal, Serbia, EE UU y Venezuela. Es colaborador de ADN, revista de cultura del diario La Nación. Desde hace cuatro años dirige la Jornada Ferial de Microficción en la Feria del Libro de Buenos Aires.


lunes, 23 de abril de 2012

Sara Mesa






Este escritorio nuevo, cómodo y tranquilo, ocupa en realidad el lugar de un antiguo cuarto de baño. Hasta hace poco, en el espacio de la mesa había una bañera; en el del espejo, un váter. Me detengo a pensar: ¿malos augurios? No lo sé. Ahora escribo ahí y a veces salen cosas. ¿Merecen la pena? No lo sé, no lo sé. Gran parte de lo que rodea el acto de escribir es puro azar. El origen de este escritorio es también azar. Escribo ahí como probablemente podría escribir en cualquier otro sitio. Todos mis libros, de hecho, fueron escritos en otros sitios, a veces en las condiciones más difíciles: rodeada de gente, en la cocina, entre los chismes de mi hijo, arrebujada con mi portátil en una esquina del sofá, interrumpida cada diez minutos. Ahora tengo, sí, este escritorio, pero ninguna garantía de éxito. Me rodeo de fetiches: mis juguetes de cuerda, las fotos de escritores que me gustan. Me distraigo observándolos. La mirada de Onetti me interpela, es casi intimidante; le doy la vuelta. Iris Murdoch tiene un perfil hermoso, un rostro inteligente; me encantaría haberla conocido. Agota Kristof, de joven, ya estaba llena de tristeza. Kafka tiene unos ojos increíbles; sé que no le hubiese gustado estar en mi escritorio; me siento culpable por ello, pero aún así lo mantengo a mi lado. Faulkner sigue escribiendo a pesar del calor, encorvado en su silla, con el torso desnudo pero sus calcetines gruesos estirados hasta arriba. Paso un buen rato mirándolos a todos, paralizada. Tomo aliento. Escribo unas palabras, formo frases, o versos. El gato curiosea alrededor. Tiene la facultad exquisita de molestar -pasea por el teclado, me revuelve papeles, se tumba justo encima de lo que necesito-, sabiendo de antemano que cuenta con mi arrobo. Él, también, es azar. Los libros que hay encima, son azar. El tiempo que le robo al tiempo, es azar. Escribir, me digo, no debe ser azar. Escribir, me repito, es un acto de voluntad. Escribir no es azar; escribir es mi tembloroso trazo en el tiempo, mi forma de estar en el mundo. Da igual entonces dónde. El escritorio habla de mí, pero no de mis textos. De mis textos, al final, solo hablarán mis textos.







© Texto y fotografía: Sara Mesa


Sara Mesa (Madrid, 1976) reside en Sevilla. Ha escrito los libros de relatos No es fácil ser verde (Everest, 2008) y La sobriedad del galápago (Diputación de Badajoz, 2008), y las novelas Cuatro por cuatro (Anagrama, 2012; finalista del Premio Herralde), Un incendio invisible (Fundación Lara, 2011) y El trepanador de cerebros (Tropo, 2010). Figura en Pequeñas resistencias 5. Antología del nuevo cuento español 2001-2010 (Páginas de Espuma, 2010). También es autora del poemario Este jilguero agenda, con el que obtuvo el premio nacional de poesía Miguel Hernández en 2007.


viernes, 20 de abril de 2012

Juan Gabriel Vásquez






Lo primero es decir que mi silla no es cualquier silla, pues una hernia discal lleva ya muchos años escogiendo mis sillas por mí; y lo segundo es que la silla tiene ruedas, de manera que yo pueda llegar, con un impulso de los pies, a esos libros que hay a mis espaldas. Mis libros guardaespaldas: los que me sacan de algún problema, los que me estimulan, los que me recuerdan verdades esenciales, los que son meramente (inmediatamente) útiles. Ahí están, por ejemplo, mis diccionarios, incluidos los siete tomos del de Construcción y Régimen de Rufino José Cuervo (sé que debería consultarlo más a menudo); ahí están las entrevistas completas de la Paris Review más otras entrevistas que son como una mano que te ayuda a levantarte; ahí está Shakespeare, siempre Shakespeare, el hombre que es capaz de enderezar toda una novela con un simple paseo azaroso por ese tomazo blanco de sus obras completas. En la estantería de los guardaespaldas están también los documentos relacionados con la novela que esté escribiendo en el momento: pueden ser libros sobre la presencia nazi en Colombia, libros sobre el canal de Panamá, libros sobre Pablo Escobar. No he podido impedir que mis hijas dejen su rastro; ni que, en forma de fotografías de Daniel Mordinzski, se hayan colado un par de amigos. Está muy bien que así sea. Uno quiere que también los vivos lo vigilen mientras trabaja, no vaya a ser que diga alguna tontería.








© Texto y fotografía: Juan Gabriel Vásquez


Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1967) ha publicado las novelas El ruido de las cosas al caer (Alfaguara, 2011), Premio Alfaguara, Historia secreta de Costaguana (Alfaguara, 2007), Los informantes (Alfaguara, 2004), Alina suplicante (Norma, 1999) y Persona (Magisterio, 1997), el libro de cuentos Los amantes de Todos los Santos (Alfaguara, 2008), los ensayos de El arte de la distorsión (Alfaguara, 2009) y la biografía Conrad. El hombre de ninguna parte (Panamericana, 2004 y Belaqvua, 2007). 


miércoles, 18 de abril de 2012

Juan Carlos Márquez







Tal cual

Mis hábitos y lugares de escritura han ido cambiando con los años, pero siempre necesité un espacio particular, no tanto por comodidad como por cierta inclinación a asumir toda clase de manías. Mis primeros escritos «serios», dos novelas de aprendizaje que ni vieron ni verán jamás la luz, los escribí a mano, con bolígrafo Bic de punta fina, en una mesa de comedor. Formica. Cuatro patas de hierro. Bilbao. Tras la comida, mi madre y yo recogíamos los platos deprisa para que yo, encajonado sobre una banqueta entre el frigorífico y la mesa, pudiera ponerme a escribir cuanto antes. 

Aquellas páginas acabaron poco después en un archivo de Word del ordenador de la que entonces era mi novia y hoy es mi mujer. Durante todo un verano, mientras ella impartía clases de matemáticas en una academia, yo tecleaba mis textos con dos dedos balanceándome sobre una silla giratoria más de lo necesario. Escritorio. Getxo. Polipiel. Ruedas. Entonces no era consciente de que estaba pasando de la edad del Bic a la edad del PC, de la sobremesa de la comida al ordenador de sobremesa. 

Un año después nos vinimos a Madrid. Por fin solos. Por fin solos y jóvenes. Mi primer portátil también tuvo que ver con mi entonces novia. Era un ordenador de su trabajo, que la empresa, Cervezas El Águila, vendía junto con otros muchos a precio de saldo. Había servido para albergar programaciones informáticas, cuadros con producciones de millones de hectolitros de cerveza, logísticas y rutas de envío de los barriles y las cajas procedentes de las fábricas a los bares y los supermercados. Etcétera. Yo emborraché aquel ordenador de ficciones. Guarde allí los primeros libros de relatos que fui publicando. Empecé a vivir de cara a Internet. Me sentaba en el sofá y, para escribir, colocaba el ordenador sobre mis muslos como si fuera un gato. Creo que tomé demasiado al pie de la letra la palabra «portátil». Y sin embargo, me casé. Nos casamos. Nuestra vida se hizo un poco menos portátil. Arroz. Futuro. Almohadas nuevas. Vinieron otros ordenadores, portátiles, de sobremesa, el Wi-fi, otra casa, un despacho amplio, un hijo, pero hasta hace pocos meses no he descubierto que como mejor me siento es escribiendo en un portátil sobre un teclado inalámbrico adicional. Las teclas son más altas. Más blandas. Tal cual la foto.







© Texto y fotografía: Juan Carlos Márquez


Juan Carlos Márquez (Bilbao, 1967) ha publicado los libros de cuentos Llenad la tierra (Menoscuarto, 2010), Norteamérica profunda (Diputación de Badajoz, 2008) y Oficios (Castalia, 2008), premio Tiflos de Cuento, y la novela Tangram (Salto de Página, 2011), premio Sintagma 2011. Sus relatos han sido antologados, entre otras, en Pequeñas resistencias 5. Antología del nuevo cuento español 2001-2010 (Páginas de Espuma, 2010) y Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (Menoscuarto, 2010).



lunes, 16 de abril de 2012

Isabel Bono








Mesa de placer, más que de trabajo




una pared amarilla
con el passage drake a la altura de los ojos
y la patagonia toda entera si estiro el brazo


a la izquierda, mis irrenunciables:
zedek, vonnegut
beckett, cioran, chivite, van velde
hikmet, giacometti, pardo vidal
y micah p hinson


a la derecha un planisferio celeste 
que en realidad es azul marino 


al alcance de los ojos algunas cosas que me gusta mirar
que no me canso de mirar: 
una foto de mi madre 
un cubo con fotos de mis amigos
mi primer sacapuntas 
un cestillo con algunas piedras 


y con una chincheta, bajo el mapa 
una cuartilla del ritmo de trabajo de beckett desde 1945 a 1970
para no olvidarme nunca 
de que este trabajo de escribir es 
un verdadero placer










© Texto y fotografía: Isabel Bono


Isabel Bono (Málaga, 1964) ha publicado los libros de poemas Pan comido (Bartleby, 2011), Algo de invierno (Luces de Gálibo, 2011), Maomegean (Ediciones del 4 de agosto, 2010), Ahora (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2010), Poemas reunidos Geyper (Antonio Muñoz Quintana, 2010), Días impares (Polibea, 2008), Mi padre (Essan, 2008), La espuma de las noches (Diputación Provincial de Málaga, 2006), Entre caimanes (Ediciones del 4 de agosto, 2006), Los días felices (Celya, 2004) y Señales de vida (El gato gris, 1999). Ha sido incluida, entre otras, en las antologías Y habré vivido: poesía andaluza contemporánea (Diputación de Málaga, 2011), La manera de recogerse el pelo. Generación Blogger (Bartleby, 2010) y 23 Pandoras. Poesía alternativa española (Baile del Sol, 2009). Sus poemas son fragmentos de una nube tóxica que lleva en la cabeza, como un personaje cenizo de dibujos animados, y solo los escribe para librarse de ellos. 



viernes, 13 de abril de 2012

Juan Vico






Durante los últimos diez años habré cambiado de domicilio en unas siete ocasiones. En cada uno de los pisos donde he vivido, la escritura ha encontrado su espacio de forma natural, como un gato consentido que consiguiera siempre apoderarse de la habitación menos fría o del rincón más estratégico. 

Sobre mi escritorio presente el portátil abierto, con su ventana a otro escritorio, el virtual. Se me ocurre que también lo es, en cierto modo, esa mesa que desde hace pocos meses lo sostiene. Observen, si no lo han hecho ya, la fotografía que acompaña a este texto. Imaginen que en la pequeña pantalla aparece, en lugar del retrato de Perec, una imagen de mi anterior lugar de trabajo. En el centro de esa segunda foto, sobre la madera gastada y más oscura de un viejo mueble de aire escolar, el mismo ordenador, rodeado de otros libros, de los mismos cuadernos y carpetas, de un puñado cualquiera de papeles pasajeros. Como fondo de pantalla, una fotografía que reproduce otra vez la imagen del escritorio precedente, en la que descubrimos ahora un ordenador más antiguo, y en cuyo monitor se vislumbra también un espacio de escritura previo. Así hasta llegar al primer escritorio de mi vida, un pupitre quizás, una encimera de cocina o el propio suelo. 

Pues bien: esa foto múltiple sería, en realidad, la foto de mi escritorio. Un trampantojo, una mise en abyme, un monstruo de Frankenstein, un catálogo perequiano, la suma ilusoria de todos mis escritorios pasados, junto a la de los objetos que alguna vez descansaron sobre sus superficies superpuestas. Mesas de pino y de haya, de vidrio y de plástico, bandejas extraíbles, cajoneras, simples tablones de aglomerado sostenidos por un par de caballetes. Muebles propios o ajenos, comprados o alquilados, regalados, encontrados, usurpados, usufructuados.

No tengo escritorio, en definitiva, sino la idea, no demasiado platónica, de ese posible escritorio. Un armatoste teórico en permanente mudanza. Un animal antojadizo. Un escritorio de ficción.




© Texto y fotografía: Juan Vico
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Juan Vico (Badalona, 1975) es licenciado en Comunicación Audiovisual y Máster en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Ha publicado la novela Hobo (La Isla de Siltolá, 2012) y los libros de poemas Still Life (UAB, 2011) y Víspera de ayer (Pre-Textos, 2005), además de los cuadernos Densidad de abandono (Edicions 96, 2011) y Gozne (Ayuntamiento de Zaragoza, 2009). Es autor del relato La boca del lobo (Cuadernos del Vigía, 2008), recopilado también en Relatos para leer en el autobús (Cuadernos del vigía, 2009). Coautor del ensayo Johnnie To: Redefiniendo el cine de autor (Cine Asia, 2005). En 2009 fue seleccionado para participar en el ciclo de lecturas La Voz + Joven, organizado por la Obra Social Caja Madrid. Codirige el ciclo de lecturas literarias Els dilluns de la Cigale y colabora con artículos sobre literatura y cine en revistas como Calidoscopio, Isla de Siltolá, Kafka, Paralelo Sur o Revista de Letras.


miércoles, 11 de abril de 2012

Amalia Bautista






Decir que este es el lugar en el que escribo sería mentir. No por lo del lugar, sino por lo de escribir. Hace mucho tiempo que no escribo, y ni siquiera reviso o trato de corregir mis poemas. No me preocupa, sé que esto es así y que la duración de estas fases es indefinida, o que cualquiera de ellas puede ser la definitiva. Sin embargo, aquí escribí el que de momento es mi último poema, hace ya varios meses. 

Así que, aunque no sea el lugar en el que escribo, este es mi escritorio. Está en el rincón más luminoso y menos silencioso de la casa. A mi derecha está la vida que pasa por la calle, a la que me asomo de vez en cuando, con impaciencia y envidia cuando veo el sol desde este encierro elegido, o con el regocijo acurrucado de quien se siente a salvo de la intemperie lluviosa y fría; a mi izquierda está la vida que mis hijas comparten conmigo entre estas paredes, la vida que me regalan, siempre intensa, rica, cambiante y asombrosa. 

El escritorio en sí no tiene nada de particular, es solo un tablero sobre dos cajoneras. El ordenador no es portátil ni moderno ni de tecnología avanzadísima. La silla la compré porque me recordaba a la que tenía mi abuelo en su despacho; sobre ella, un cojín de la India con un elefante de los que dicen que dan suerte. El cajón de madera donde se acumulan papeles procede de un viejo mueble que no llegué a conocer, los lápices que hay en los botes no tienen punta y los bolígrafos no tienen tinta, los libros son los últimos que he leído o los que aún estoy leyendo y en la pared, para pintarme una sonrisa cuando levanto los ojos de la pantalla o del teclado, un mosaico de fotos de mis hijas. Y a veces tengo flores.








© Fotografía: Elisa Alaya


Amalia Bautista (Madrid, 1962) ha publicado los libros de poemas Roto Madrid, con fotografías de José del Río Mons (Renacimiento, 2008), Luz del mediodía (Universidad de las Américas, Puebla, México, 2008), Tres deseos. Poesía reunida (Renacimiento, 2006), Pecados, en colaboración con Alberto Porlan (El Gaviero, 2005), Estoy ausente (Pre-Textos, 2005), Hilos de seda (Renacimiento, 2003), La casa de la niebla. Antología 1985-2001 (Universitat de les Illes Balears, 2002), Cuéntamelo otra vez (Comares, 1999), La mujer de Lot y otros poemas (Llama de amor viva, 1995) y Cárcel de amor (Renacimiento, 1988). Poemas suyos han aparecido en antologías como Las moradas del verbo. Poetas españoles de la democracia (Calambur, 2010), Cambio de siglo. Antología de poesía española 1990-2007 (Hiperión, 2007), Con gioia e con tormento. Poesie autografe (Raffaelli Editore, Rimini, 2006), Un siglo de sonetos en español (Hiperión, 2000), Raíz de amor (Alfaguara, 1999), La poesía y el mar (Visor, 1998) o Ellas tienen la palabra (Hiperión, 1997). Su obra ha sido traducida al italiano, portugués, ruso y árabe.


lunes, 9 de abril de 2012

Antonio Luis Ginés







La posición

Hasta que no me siento cómodo, hasta que mi espalda no halla la posición ideal, no comienza a bullir el origen de un relato, esa posibilidad. Las piezas se van disponiendo mientras ese extraño sopor, previo al descanso, enciende mis pupilas con palabras que no esperaba; yo soy el primer sorprendido por el carácter de los personajes, por su forma de encarar las situaciones que les acontecen, del lado oculto que puede esconderse debajo de sus sombras, hasta de sus miradas. 

Sucede así, he de sentir la espalda sin pinchazos ni dolores, en la posición perfecta, luego, todo es más fácil, y hasta puedo oír la voz quebrada del domador, o los pasos suaves de la lanzadora de cuchillos, o crujir un látigo en medio de la noche. Tomo nota de todo lo que acontece, todo eso que sale de la chistera y que me exige un lenguaje directo, conciso, sin dobleces, mientras la atmósfera se va apoderando de las ideas, y las va acomodando, y no cuesta nada respirar sin sentir que hay vidas que están destinadas a cruzarse en el papel, y que he de tender los puentes para que esto suceda. 

El cuerpo se adapta a la superficie mullida, blanda, mientras, frenético, me dejo arrastrar por la sonoridad de una historia que pide un espacio concreto, acción, ternura. Entretanto algún personaje crece rápido –más de lo que yo quisiera– casi tomando conciencia de su redondez, y de las pocas palabras que voy a facilitarle para ello. Y hallada la posición adecuada, con jazz relajante de fondo, pongo todo de mi parte en que un cuento adquiera ese pulso autónomo, ese brillo especial, y así prepare el certero camino para un sueño reparador, donde la ficción descanse y tome aliento.







© Texto y fotografía: Antonio Luis Ginés


Antonio Luis Ginés (Iznájar, Córdoba, 1967) ha publicado los libros de poemas Picados suaves sobre el agua (Bartleby, 2009), Animales perdidos (Plurabelle, 2005), Rutas exteriores (Ánfora Nova, 1999) y Cuando duermen los vecinos (El Viaducto, 1995), y el libro de relatos El fantástico hombre bala (El Páramo, 2010). Ejerce la crítica literaria en Cuadernos del Sur, el suplemento literario del Diario Córdoba, y es cofundador de la asociación Mucho cuento, dedicada a la difusión de los géneros breves. 


jueves, 5 de abril de 2012

Emilia Pardo Bazán



Emilia Pardo Bazán en su escritorio, 1883



Mi casa es la casa de más visitas y sociedad de La Coruña: y no siempre se puede desatender a la gente. Después, tengo dos niños que me embelesan; familia que no me deja mucho tiempo sola; el movimiento literario regional, que afluye aquí; me estoy perfeccionando en el alemán, que aprendí sola y ahora corroboro con el ejercicio; tengo la dirección de la revista; mi buen amigo Ortí desea que refunda el darwinismo y estoy echando las bases de ese trabajo; ¡aún olvido muchas cosas! Agregue Vd. que a veces padezco y tengo que suspender mis obligaciones todas y atender solo al hígado... [...]


Hay que formarse idea de lo que es la vida de una señora en una capital de provincia, y más si está absorbida por estudios especiales a que dedica todo el tiempo que le dejan libre la sociedad y la familia. [...]


Esta es mi profesión de fe: el que tiene disposiciones para escribir debe hacerlo: empezando por poco para ir a más; errando algunas veces para acertar otras; en estilo florido o severo, alto o bajo, como pueda; de asuntos graves o frívolos, según le dicte su temperamento; sin aspirar a la suma perfección y sin creerse superior a los demás...






[ Fragmentos de cartas de Emilia Pardo Bazán. En Eva ACOSTA, Emilia Pardo Bazán. La luz en la batalla, Barcelona, Lumen, 2007 ]


lunes, 2 de abril de 2012

Miguel Ángel Zapata






Todo acto de escritura es un bodegón, una composición de elementos que pretendieran definir, románticos y numinosos, lo que toca la piel de las palabras.                   

La mesa: rústica, de una firmeza pálida que soporta el prodigio de las tramas y trasiegos de personajes, que aguanta la decepción de un párrafo que escapó malherido hacia alguna papelera, alentando perlas por venir. Un flexo que espera a su bombilla, tránsito de lo oscuro a la luz, perfilando al autor desde la nada. La parafernalia de los nuevos tiempos: el teclado que llama a los dedos con su alarma de letras, los altavoces de penúltima generación para preñar de melodías cada página, la impresora como una bocaza abierta, promisoria de borradores definitivos e historias que se alcen sobre sus propios pies. El té en su taza: preferentemente thai, exótico, humeante, con su aroma de sugestiones irresistibles: jengibre, cardamomo, anís. La música ad hoc: Nirvana (por los viejos, buenos tiempos), Chopin (que nos hace románticos, malditos, spleen e ideal), Herbie Hancock (¿se puede escribir sin jazz, remedando a aquel perseguidor cortazariano de bellezas?). El moleskine con las anotaciones que no escaparon a la abulia del metro en hora punta, la ventana que guarda la noche al otro lado del cristal, generadora de exaltaciones y pulsos, la página en blanco, en fin, de la pantalla, recordándonos que no somos más que un lienzo temblón.                 

Y descubrir, finalmente, que todo es mentira, una pose, un artificio. Que a veces se embute uno el traje de escritor y el traje está vacío y nosotros quién sabe dónde, quizá viendo con desgana un programa de cotilleos, un partido de fútbol sabatino, un National Geographic que se repite. Constatar que el bodegón se viene abajo cuando una tarde, desmañados, sin té ni música ni moleskine, con la decepción de la última cuota de la hipoteca aún pegada al pijama, nos ponemos a escribir ese poema o ese cuento o esa novela que no entienden de ángulos fotográficos ni encuadres perfectos, que nos demandan, como los hijos a medianoche, a llanto perdido, ponerse el traje de faena y rezar lo poco que sabemos para cuadrar apenas unas cuantas líneas decentes. Solo eso. Sin bodegón.






© Texto y fotografía: Miguel Ángel Zapata


Miguel Ángel Zapata (Granada, 1974) reside en Madrid, donde ejerce como escritor y profesor de Geografía e Historia. Ha publicado dos libros de cuentos, Esquina inferior del cuadro (Menoscuarto, 2011) y Ternuras interrumpidas (fabulario casi naïf) (Sociedad de Nuevos Autores, 2003), y dos de microrrelatos, Revelaciones y magias (Traspiés, 2009) y Baúl de prodigios (Traspiés, 2007). Su obra breve está recogida en antologías como Velas al viento. Los microrrelatos de La nave de los locos (Cuadernos del Vigía, 2010), Por favor, sea breve 2 (Páginas de Espuma, 2010), Perturbaciones (Salto de Página, 2009) o Ficción Sur (Traspiés, 2008).