Quienes escriben habitualmente podrían dividirse en dos grupos: los que pueden hacerlo en cualquier sitio, y aquellos que necesitamos de un entorno conocido, familiar. A mí me resulta casi imposible llevar a cabo esta tarea en los siempre agitados aeropuertos, ni siquiera podría leer en los bancos de un parque silencioso.
Mi escritorio, digamos, es plural, mitad alemán, mitad español. No pueden ser más distintos; lo que me hace pensar que mi capacidad de adaptación al medio es mayor de lo que había sospechado. El de Barcelona es minúsculo y oscuro, con un pequeño ventanuco y una mesa estrecha en la que apenas puedo poner nada. Solo cabe el ordenador, unos pocos papeles, un atril que no utilizo nunca, pero en el que coloco reproducciones de cuadros que he visto en exposiciones, y poco más. Casi a mano, en una estantería cogiendo polvo, hay unos pocos libros, manuales, diccionarios de literatura, que apenas si consulto, junto a un puñado de cedés que muy de tarde en tarde pincho en el ordenador, aunque casi siempre acabe decantándome por los quintetos de Mozart.
En cambio, el despacho de Berlín (puede verse en las fotos) es amplio y ordenado, con dos grandes mesas alineadas contra la pared. En un extremo, junto a una ventana luminosa, invierno aparte claro, andan el ordenador y la impresora. El resto de la mesa va llenándose poco a poco de papeles y libros hasta que concluyo un trabajo, hago limpieza y vuelvo a abarrotarla con lo necesario para el siguiente. El aspecto que presenta el cuarto, con la decoración y disposición de casi todos los muebles y objetos, no es mío, sino del propietario del piso, que alquilo por temporadas. En este caso, las imágenes solo reflejan de forma superficial la realidad del trabajo cotidiano, de ahí que podamos acudir en ayuda de ese nuevo lugar común que reza: «más vale una palabra que mil imágenes, ahora tan desgastadas...».
Lo que sí necesito siempre es un silencio casi absoluto, que suelo romper en algún momento, mucho más en Berlín que en Barcelona, con música clásica o jazz. Además de Mozart, suelo escuchar sobre todo Bach, Händel, Haydn, Telemann, o las interpretaciones de Il Giardino Armonico. En jazz, por fortuna, tengo un gusto más variado. Lo que me distrae y molesta, decía, son los sonidos humanos, la música que pone el vecino, o las conversaciones a gritos que mantiene a veces con el móvil en Barcelona. Por el contrario, en Berlín, y puesto que a los vecinos apenas se les oye, suelen distraerme en verano los alaridos, más que gritos, de los jóvenes turcos jugando a fútbol, o el sonido que produce el balón al chocar contra la tela metálica que delimita el campo.
En fin. Para leer, la otra cara de la misma moneda, necesito tumbarme en un sofá, o mejor aún, en la cama, ponerme las gafas de cerca, y acertar con un buen libro, que siempre leo con un lápiz en la mano. Esta operación cotidiana tampoco resulta igual en mis dos ciudades, pues mientras que en Barcelona la cama la tengo cerca, en Berlín necesito desplazarme a otra habitación, más amplia e iluminada.
Pero lo más extraño de todo, lo que llevo peor, es que el noventa por ciento de mis libros, una buena biblioteca sobre todo de arte y literatura, se encuentra en una casa situada a 30 kilómetros de Barcelona, en la que no vivo desde hace más de diez años, y a la que solo me acerco para llenarme de polvo, dejar unos libros, coger otros y darme cuenta de que me he pasado la vida acumulando volúmenes que apenas puedo consultar, a menos que me desplace hasta la triste y ruidosa Sabadell.
Aunque nunca me haya forjado un heterónimo, parece como si, en cierta forma, y todo lo modestamente que se quiera, llevase una existencia desdoblada. Habré de considerar que quizá sí tenga dos vidas: la una como escritor (perdón, como historiador y crítico literario) y la otra en calidad de lector, condicionadas ambas por el espacio, la música, el silencio y la luz.
Para los que andamos de acá para allá, lo ideal sería poseer algo parecido a aquel baúl biblioteca, con escritorio incorporado, que Louis Vuitton diseñó para Hemingway en 1923, con el estampado sobre lona Monogram. Si la mitomanía fuera una ciencia exacta, en ese mueble debería uno poder escribir cuentos, con mucha inspiración un buen poema o microrrelato, o al menos –seamos realistas– alguna de esas novelas medianejas que inundan hoy las librerías y que pronto serán pasto del olvido.
© Fotografías: Gemma Pellicer
Fernando Valls (Almería, 1954) es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona. Entre 2001 y 2006 fue director de la revista literaria Quimera y en la actualidad dirige las colecciones Reloj de arena y Cristal de cuarzo de la editorial Menoscuarto, dedicadas en exclusiva a la creación y al ensayo sobre los distintos géneros de la narrativa breve. Es autor, entre otros, de Soplando vidrio y otros estudios sobre el microrrelato español (Páginas de Espuma, 2008), La realidad inventada. Análisis crítico de la novela española actual (Crítica, 2003) y La enseñanza de la literatura en el franquismo (1936-1951 (Antoni Bosch, 1983). Es responsable de antologías como Siglo XXI. Los nuevos nombres del relato español actual, junto con Gemma Pellicer (Menoscuarto, 2010), Velas al viento. Los microrrelatos de la nave de los locos (Cuadernos del Vigía, 2010), Ciempiés. Los microrrelatos de Quimera, junto con Neus Rotger (Montesinos, 2005), y Son cuentos: antología del relato breve español, 1975-1993 (Espasa Calpe, 1995).
Algo bueno habré hecho hoy, para que en recompensa encuentre este blog.
ResponderEliminarInicié su lectura con cautela, como hago con todo blog que visito por primera vez,
al tiempo, no puedo decir cuanto pues perdí su noción, seguía leyendo y paladeando, cada lugar, cada descripción....lo he marcado en " favoritos" para mañana volver rápido, pues me queda mucho por recorrer. Mil gracias por haber
realizado este trabajo y por el tiempo que habéis dispensado en él.
Desde Buenos Aires os saludo cordialmente : Ferrán Palmada Villaplana