lunes, 30 de enero de 2012

Federico García Lorca




[Por las noches] Federico no se dormía. Abría su balcón, echaba la persiana y se ponía a escribir, según él hasta que entraba la luz; cerraba el balcón y entonces se dormía. Dormía sin duda profundamente, pues en casa no se guardaba ningún silencio. [...]

Teníamos un gramófono y Federico ponía muchos discos de música clásica --sobre todo de Bach y Mozart--, y de cante jondo. Aún conservo los discos de Manuel Torre, la Niña de los Peines y, más que de ella, los discos de su hermano Tomás Pavón. Aquello de "te tienes que quedar / con el deo señalando, / como se quedó San Juan" casi nos producía malestar de tanto oírlo. Hay que decir que si él no pedía silencio, nosotros también sufríamos su insistencia en oír una y otra vez la misma música.

Yo entraba en su cuarto cuando él salía a leer lo que había escrito. Siempre me producía sorpresa y admiración, y él entraba y me preguntaba: "¿Te gusta?", y yo contestaba: "Sí, pero no sé por qué", y él me decía: "Basta y sobra, como te puede gustar un cuadro, una música, un paisaje". Abría mucho sus penetrantes ojos y se quedaba muy serio. [...]

Federico se encerraba en su cuarto largas horas, pero aparecía al menor reclamo. No se perdía visita...





[ Isabel García Lorca, Recuerdos míos, Barcelona, Tusquets, 2002 ]

© Fotografía: José Antonio Ortega



jueves, 26 de enero de 2012

Carlos Jiménez Arribas






Escribo en un espacio que es casi un tiempo, es decir, un hueco en el transcurso de los días, una oquedad que no es un refugio pero sí una conquista, un lugar que debo defender del asedio de las muchas cosas que me apartan de escribir, de mí mismo, mi temor y mi pereza. La mesa en la que escribo me acompaña desde hace años, se ha mudado ya conmigo a tres casas distintas, no es una mesa de madera noble aunque yo la dedique al noble arte de escribir, me merece más el nombre de escritorio. Hace unos años me regalaron un tapete que reproduce un mapamundi, y sobre él escribo. El ordenador ocupa la parte central y veo mientras escribo las Aleutianas en el extremo occidental del mapa de Norteamérica, a la izquierda, y también las Aleutianas en el extremo oriental del mapa de Rusia, a la derecha. Estas islas, que en el mapa parecen mojones dejados sobre el mar para cruzarlo, son en mi escritorio como una orla a ambos lados del espacio en el que escribo. Sugieren también la idea de una ruptura en la continuidad del mundo, dos extremos que la escritura intenta unir quizá. En un momento como este, en el que estoy traduciendo, escribo con varias ventanas. Por una me entra la luz, es una ventana elevada y estrecha. Por alguna razón, en las casas en las que he vivido la luz siempre ha entrado por la derecha en mi escritorio, nunca por la izquierda como recomiendan los ópticos. Además de esa ventana, quedan abiertas a ambos lados del ordenador en el que escribo, sobre sendos atriles, la ventana del diccionario, una especie de lucernario hacia lo insondable, y la ventana del libro que estoy traduciendo, que me indica qué debo buscar cuando escribo. El ordenador, el espacio en blanco, es otra ventana hacia lo desconocido. Anoche vi una película, La mujer con los cinco elefantes, sobre la traductora de Dostoievski al alemán, Swethlana Geier. En ella, la protagonista vuelve a Ucrania sesenta y cinco años después de haberla abandonado tras la segunda guerra mundial para beber agua de una fuente en la que bebía de niña. Quiere cumplir con ese rito antes de morir. En esa visita da clases magistrales en escuelas de traducción de Kiev. Imparte una única lección, algo que también le enseñaron a ella: al traducir, levanta siempre la nariz. No te dejes absorber por la presencia física de la página que estás traduciendo, levanta la cabeza para ver todo el libro. Cuando escribo levanto la cabeza y veo muchos otros sitios en los que he escrito, estepas, montañas y desiertos, ríos y mares, autobuses, trenes, barcos, aviones y vagones de metro. Veo también líneas escritas en mitad de la noche, cuando me ha asaltado una palabra, una frase o un párrafo, y lo he garabateado en lo que tenía a mano, generalmente otro libro. En todos esos sitios también escribo. Dónde, cómo, cuándo se escriba, a pluma, lápiz o en ordenador, es lo de menos. No es esa la sacralidad que debe buscar el escritor. Quizá algunas de las mejores cosas que he escrito las he escrito en espacios y tiempos muy poco propicios, nada bucólicos, bastante sórdidos, tremendamente anodinos. Pero todo ha pasado luego por este espacio que tanto me ha costado conquistar y que necesito defender todavía cada día del acoso de las sombras. Este espacio es sagrado. Es mi escritorio, mi taller. En la película la traductora hace la compra en el mercado, cocina, plancha. Moja con agua los manteles que ha heredado de su madre y los plancha con decisión y delicadeza. Dice que cuando se lava la ropa, los hilos quedan desplazados, pierden el sentido, se descolocan. La labor de plancha los reubica, les da de nuevo sentido. Compara esa labor con la labor del traductor. Tejido y texto. Escritura a campo abierto y escritura de taller. En este espacio escribo. Aquí vivo.







© Texto y fotografía: Carlos Jiménez Arribas


Carlos Jiménez Arribas (Madrid, 1966) ha publicado los libros de poemas Manual de supervivencia (Bartleby, 2002) y Darwin en las Galápagos (DVD, 2008), el relato Planeador (La playa del ojo, 2003) y el libro de viajes Viaje al ojos de un caballo. Veinte días en Mongolia (Artemisa, 2007). Está incluido en la antología La otra joven poesía española (Igitur, 2003). Suya es la edición de En los Estados Unidos y Europa. Ensayos escogidos sobre literatura y sociedad, de José Martí (Artemisa, 2009). Es traductor de W. B. Yeats, Robert Browning, Sharon Olds y Ralph Waldo Emerson, de quien ha seleccionado y prologado su Obra ensayística (Artemisa, 2010).    


lunes, 23 de enero de 2012

Guillermo Busutil





La isla

El lugar en el que uno escribe es un estado. De ánimo, de salirse del tiempo, de ocupar la cabeza con imágenes a las que darles cuerpo y alma. Esto explica que haya escritores que afirmen trabajar bien en un tren o en un hotel. Pero lo mejor es hacerlo en un espacio estable donde poder aislarse.

Así llamo a mi lugar de trabajo: la isla. El mar se escucha muy cerca y estoy rodeado de literatura por todas partes. En ella me siento un experto navegante y náufrago que debe escoger y fabricar los materiales necesarios para la historia que convertirá en barco. Encima del ordenador hay una colección de brújulas para el viaje; una sirena que me recuerda la peligrosa belleza de las tentaciones. Mi isla también es una geografía personal. En las estanterías, donde los libros están ordenados por géneros y buenos diccionarios me guardan las espaldas, hay objetos que son fauna, sargazos, árboles, lagos, acantilados, amaneceres y ocasos. Pero sobre todo son los adjetivos y verbos de las emociones que fui y que soy. Juguetes, piedras de ciudades, la felicidad descorchada en ocasiones especiales, fotografías, tarros con lápices de museos y de hoteles, un micrófono de radio... Cada objeto, que ha traído a mi isla la marea de la vida, es un fantasma (imprescindibles para escribir) o una ventana (fundamental para asomarse más allá). Todos me ayudan a reencontrarme con la memoria y a desafiar a la imaginación. También me acompaña un trío viernes de jazz. Aunque cada nueva historia exige una canción (nunca falta la música en mis relatos ni en mi lenguaje), el jazz es la atmósfera donde es fácil encontrarme.

En mi isla escribo entre dos tiempos. El de la primera hora de la mañana, ideal para corregir y escoger rumbos en los que arriesgarse a explorar. El de la noche, más favorable a una abstracción concentrada, a que el silencio te hable por dentro, a que las palabras se dejen conquistar y desnudar, lejos de sus ruidos y apariencias. Empiezo a escribir en un cuaderno moleskine, dibujando las letras, como si creciera la hierba bajo mis dedos. Soy más consciente del peso, de la luz y de la sombra de cada palabra. Todas están muy usadas, pero si las desenvuelvo a mano encuentro nuevos vértigos y cabos. A veces me levanto, paseo en corto por la isla, busco que ningún libro me devuelva el reflejo de lo que estoy escribiendo, leo, consulto mis notas de bitácora y planeo el calado, las derivas, los nudos, los abordajes de la historia frente a los posibles arrecifes y derrotas. Si todo me convence, lo llevo al ordenador y continuo la singladura frente a la pantalla.

En mi isla no hay niebla, dolor, angustia, miedos ni volcanes. Salir de ella es fácil. No es que sea una isla en la que la literatura está Fitzgerald. Lo que hay es buen clima; la compañía de excelentes libros; ecos de muchas lecturas; experiencia curtida y tatuada por el esfuerzo, las equivocaciones y los éxitos; un cierto desorden ordenado; mapas y sextantes que me hacen ambicionar nuevos horizontes. Y por delante, mucha literatura a mar abierto.






© Guillermo Busutil
© Fotografía: Pepa Babot


Guillermo Busutil (Granada, 1961) ha publicado los libros de relatos Vidas prometidas (Tropo, 2011), Moleskine (Fundación Málaga, 2009), Nada sabe tan bien como la boca del verano (EDA, 2005), Drugstore (Páginas de Espuma, 2003), Marrón Glacé (Ateneo de Málaga, 1999), Individuos S.A. (Arguval, 1999), Confesiones de un criminal (1988) y Los laberintos invisibles (Autor-Editor 55, 1986). Forma parte de antologías como Pequeñas Resistencias, Macondo boca arriba, Lo que cuentan los cuentos, Cuentos al Sur, Relato Español Actual, Narrativa Española Contemporánea, Cuentos policíacos: Tinta y Pólvora, y Brèves. Anthologie nouvelles d´Espagne, entre otras. Desde 2007 dirige la revista Mercurio de la Fundación José Manuel Lara.


miércoles, 18 de enero de 2012

Cristina García Morales






Llegué al Parkland Hotel de Defence Colony hace ahora un año, en enero de 2011. Eran las cinco de la mañana. Llamé a la puerta de mi habitación y me abrió Jacky hecha un zombi. En ese momento no sabía que se llamaba Jacky (no nos presentaríamos hasta la mañana siguiente). Encendió las luces y le dije que no hacía falta, que me las apañaría bien con la luz del baño, que por favor siguiera durmiendo. Luego comprobaría que Jacky es capaz de dormirse en un jeep de safari por la selva y en una travesía por los cadáveres del Ganges.

Nos tuvieron presas en el Parkland junto a otros doce compañeros una semana. Es la forma de los americanos de suavizar el shock cultural antes de llevarnos a las casas en las que viviríamos los seis meses siguientes. En una sala de reuniones del hotel nos daban charlas sobre las costumbres del país, sobre seguridad alimentaria, hábitos de higiene y mosquitos, e hicieron especial hincapié en que la India está a la cabeza del mundo en infectados por el SIDA. En el power point salía un condón enorme y rojo como una diana. La toma de corriente de mi portátil no servía en los enchufes indios, así que lo primero que pregunté cuando se abrió el turno de preguntas fue que dónde podía comprar un adaptador. El chófer me llevó al mercado más cercano y fue ésa la primera vez que salía del hotel y que sacaba el monedero. Setecientas rupias.

Había ido a la India a terminar mi novela, si bien para conseguir el dinero había solicitado una beca de estudios. Al tercer día de encierro en el Parkland me había recuperado del jetlag y decidí o sentí que mi estancia había comenzado. Aproveché una tarde que estaba sola para por fin encender el portátil y sentarme en el pequeño escritorio de la habitación. He llegado a ser muy maniática con el entorno para ponerme a escribir, hasta el punto de haber dejado de trabajar un año entero por no estar en la ciudad donde empecé la novela que ahora debía continuar. Me propuse acabar con ese fetichismo y convertirme en una escritora todoterreno. A Córdoba no podía volver, pero se me presentó la ocasión de irme a Nueva Delhi.

Iba por la carta que le escribe un personaje a otro en el capítulo 28, Domingo Torres a Juan O´Donojú. Estaba lanzada. En cuestión de minutos el pequeño escritorio de la (creo recordar) 305 se convirtió en mi casa. Recuerdo una excitante sensación de vértigo al ponerme otra vez en contacto con la historia y con el español, y ver satisfechas mis expectativas: daba igual que Jacky regresara, me pidiera prestado el adaptador cuando ya no lo necesitara y se pusiera a calentar agua para un té, se tumbara a leer en su cama y yo la oyera respirar y oyera los cambios en su respiración hasta que se quedara dormida detrás de mí, mientras yo escribía.






© Cristina García Morales
Fotografía: Parkland Defence Colony Hotel, Nueva Delhi   


Cristina García Morales (Granada, 1985) es licenciada en Derecho y Ciencias Políticas y autora del libro de cuentos La merienda de las niñas (Cuadernos del Vigía, 2008). Sus cuentos han aparecido en Pequeñas Resistencias 5. Antología del nuevo cuento español 2001-2010 (Páginas de Espuma, 2010), Watchwomen: Narradoras del siglo XXI (Institución Fernando el Católico, Colección Letra Última, 2011), Velas al viento. Los microrrelatos de La nave de los locos (Cuadernos del Vigía, 2010), Nuevos relatos para leer en el autobús (Cuadernos del Vigía, 2009) y en la revista Zut. En el curso 2007-2008 fue residente de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores.

lunes, 16 de enero de 2012

Carmen Peire






Caos, angustia, revelación. Agazapada. El portátil en un extremo de la mesa como El hombre enfundado de Chéjov, preparado para los viajes; el ordenador en la esquina opuesta; en el medio lo demás, la Metamorfosis, Kafka presente al escribir, ser otros, transformarnos, angustiarnos como Gregor Samsa. Bajo la calculadora (sic) el último trabajo que estoy editando, sabes lo que es, y, en folios sueltos, el último trabajo del taller. Delante del teclado, en una bolsita color lila, los seis muñequitos guatemaltecos (¿o colombianos?, no recuerdo) de la suerte. Si limpio la mesa no puedo trabajar. Cuando necesito espacio, retiro lo que hay hacia los lados, pero tengo que sentir que los objetos me acogen. La esperanza, siempre presente, es el lado izquierdo (¡no iba a ser el derecho!), la biblioteca. Hacia allá miro cuando estoy in albis, detenida y acorralada. Salto a la búsqueda de la inspiración, orden alfabético, Aub casi al principio, dos estantes llenos que se observan con claridad y un aforismo suyo siempre presente: "La certeza es la fe, la duda, literatura". Varios Quijotes, mi libro más leído, y los pendientes por leer en estantería aparte, a la derecha, que coloco por orden alfabético donde les corresponde, muy despacio, según van siendo leídosdevoradosatrapados más lentamente de lo que yo quisiera. También, al fondo, mi sillón de lectura y la lámpara que lo ilumina. Las mañanas son de las llamadas, estudios cálculos. Las tardes-noches de mis vuelos, sobre todo entre los ruidos que salen cuando todos duermen, cuando los objetos y la luna hablan. No aparece el piano, queda fuera del ángulo izquierdo, pero evoca a Felisberto Hernández, escritor y pianista, a Cortázar y a tantos otros apasionados por la simbiosis música y literatura. A mi vida. Es un Erard de mi bisabuela que después fue de mi abuela y ahora me pertenece. Aunque está desafinado. ¿Acaso como mi escritura?






© Texto y fotografía: Carmen Peire


Carmen Peire (Caracas, 1952) vive en Madrid, donde dirige cursos para jóvenes en el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Ha publicado los libros de cuentos Horizonte de sucesos (Cuadernos del Vigía, 2011) y Principio de incertidumbre (Cuadernos del Vigía, 2006), y relatos suyos figuran en antologías como Por favor, sea breve (Páginas de Espuma), Por favor, sea breve 2 (Páginas de Espuma), Historias para viajes cortos (Trivium), Historias de amor y desamor (Trivium), Un lugar donde vivir (Dragontinas), Jonás y las palabras difíciles (Colección Nuevos Narradores) y Sólo cuento (Universidad Autónoma de México).

  

Ginés S. Cutillas






No es casualidad que la foto esté tomada de noche, parte del día inherente a este rincón. Escribo en mi silla de Emmanuelle, arropado por los libros y el equipo de sonido de donde no para de salir la música que enmarca mis delirios. Encima del teclado, una figura de Poe, el maestro, para que inculque algo de sabiduría a los textos. En la estantería, el título de Sátrapa Trascendente del Colegio Patafísico y una botella vacía de cerveza, una “verde” de Granada cuya historia no cabe en estas líneas. Los libros pendientes de leer se acumulan a la derecha de la mesa y siempre hay algún manuscrito a la izquierda sobre el que estoy trabajando. Aquí corregí las galeradas del Koala, justo a mi regreso a Barcelona, y escribí en estado de delirio mi próximo libro de relatos: Los Sempiternos. La pantalla encendida muestra este mismo texto que lees, porque la literatura es eso: un juego de espejos, un espacio para seguir jugando con las palabras y las intuiciones.





© Texto y fotografía: Ginés S. Cutillas

Ginés S. Cutillas (Valencia, 1973). Ingeniero informático por la Universidad Politécnica de Valencia y licenciado en Documentación por la Universidad de Granada. Autor de La biblioteca de la vida (Fundación Drac, 2007) y de Un koala en el armario (Cuadernos del Vigía, 2010). Su obra ha aparecido también en varías antologías de relatos y microrrelatos, como Ficción sur (Traspiés, 2008), A contrarreloj II (Hipálage, 2008), Por favor, sea breve 2 (Páginas de espuma, 2009), Sólo cuento II (UNAM, 2010) o Velas al viento (Cuadernos del vigía, 2010). 


miércoles, 11 de enero de 2012

Flannery O'Connor






«Tengo una mesa amplia de color marrón bastante fea, una de esas en las que la máquina de escribir se coloca en un hueco en el centro [...] Delante tengo un cajón de caoba anaranjado al que he arrancado la base, y una caja de cartuchos que he puesto derecha para que quede más alta y poner papeles y cosas por el estilo, de modo que toda mi parafernalia se encuentra alrededor de este centro neurálgico y algunos objetos echan raíces".

Aquí, en su granja Andalusia [Milledgeville, Georgia], escribió «La buena gente del campo", en enero de 1955, entre las nueve de la mañana y el mediodía, «en cuatro días más o menos, lo más deprisa que nunca he escrito".




[Brad Gooch, Flannery O'Connor, Barcelona, Circe, 2011. Traducción de Aurora Echevarría]



© Fotografía: Susana Raab