miércoles, 19 de diciembre de 2012

Mariana Enríquez


 
 
 
 
 
 
 
Es atroz. Cada vez que entro a la pequeña oficina biblioteca escritorio lugar de trabajo pienso lo mismo. Que el desorden es atroz y debería despejarlo. Que debería saber exactamente qué contiene cada papel, cuaderno, bloc de notas. Que debería arreglar de una buena vez la batería de mi computadora y moverme por la casa, escribir en el sofá, en la cama, en el patio que para algo tengo un patio, cuando alquilé esta casa soñaba, antes de la mudanza, ah, las noches en el patio, tipeando, qué hermosas noches en este barrio de Buenos Aires, lejos del centro, con un parque tan cerca y silencio, ¡silencio en esta ciudad!
 
Pero nunca salí a escribir al patio y sigo aquí, con las bibliotecas cerca y un escritorio que desborda; todo en equilibrio, tocar algo es ponerlo en riesgo de derrumbe. Claro, también están los cajones que nunca abro porque, como decía Silvina Ocampo, un cajón es el territorio más lejano del mundo.
 
Y es que no puedo ordenar porque así escribo. Porque mi escritura es desorden. Paso un rato con un cuento (¿nouvelle?) que no se parece en nada a Sandman pero tiene dioses y eternos, entonces necesito tener cerca algún ejemplar de Sandman pero también un diccionario de mitología griega y el Libro de los seres imaginarios de Borges por las dudas; y otro rato lo paso escribiendo un libro de viajes por cementerios y necesito tener cerca a Philippe Ariès y Danilo Kis; pero también necesito auriculares porque escribo con música, aturdida. Y paso otro rato con una novela que empecé cien veces y está dispersa en veinte cuadernos que están desparramados o apilados sobre mi escritorio, así como están todos los libros sobre y de Silvina Ocampo, porque también estoy escribiendo sobre ella. Y si funciona lo poco o mucho que funciona, funciona así, con el horrible empapelado de caballitos y las postcards de muertes mexicanas y la cajita de plástico con corazones para el sacapuntas y los lápices y el teléfono para cuando necesito llamar a alguien. Aprendí a escribir en una redacción periodística y, antes, escribí una novela en máquina de escribir. No necesito silencio ni tranquilidad. Antes necesitaba una silla magnífica y ya la tengo. Antes necesitaba fumar, pero ya no fumo. Ahora necesito una cafetera y un ventilador alto para pasar el verano escribiendo la historia de una chica que entra a una casa abandonada y no sale nunca más.
 
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Mariana Enríquez
 
 
Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) es licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional de La Plata y periodista. Ha publicado las novelas Cómo desaparecer completamente (Emecé, 2004) y Bajar es lo peor (Espasa Calpe, 1994), la nouvelle Chicos que vuelven (Eduvim, 2010) y el libro de cuentos Los peligros de fumar en la cama (Emecé, 2009). Escribe en Radar, el suplemento literario de Página 12.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Fernando Iwasaki






Cuando cumplí los cincuenta, descubrí que para enfrentarme a la dichosa página en blanco necesitaba una mesa más bien vacía, aunque semejante superficie era impensable porque en mi escritorio los libros, las cartas, los papeles y los cachivaches se multiplican como los hongos que crecían en los pasamanos de las escaleras de la casa de la Maga de Rayuela. Entonces pensé que antes que una mesa vacía necesitaba un espacio diáfano y limpio donde montar las estanterías definitivas, la última biblioteca después de tropecientas mudanzas. Ahora me enfrento a las repisas en blanco y disfruto pensando en cómo colocaré los libros sobre las baldas. ¿Por géneros? ¿Por países? ¿Por orden alfabético? ¿Por idiomas?
 
Desde hace quince años vivo en una casa rural que todavía no termino de rehabilitar, porque el pozo, la huerta, los tejados y los desconchones siempre eran más urgentes que la biblioteca. Pero al fin he llegado a la edad de merecer un lugar de trabajo más decente, aunque se trate del antiguo establo de la propiedad. ¿Acaso un azulejo sevillano que quiere honrar los antiguos nombres del callejero hispalense no dice «Calle Alfonso X el Sabio antes Burro»? Mi biblioteca es igualita, pero sin doble sentido: antes, todos burros.
 
Jamás hay que colocar los libros de un autor al lado de cualquiera, pues hay quienes se resienten, se deprimen e incluso a quienes se les pegan cosas. ¿Por qué zutanito adjetiva ahora como menganita? ¿Y si a perencejo lo arrimo a fulanita para que se ponga más tierno? Como encaje los libros de uno que yo me sé entre Nabokov y Buffalino, seguro que trinca un premio. Por eso las estanterías en blanco son más estimulantes que la página ídem.
 
He preferido publicar una foto de la biblioteca vacía porque hay gente muy mala, que en lugar de fijarse en si uno tiene libros, lo que quiere saber es si uno tiene muchacha.
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Fernando Iwasaki
 
Fernando Iwasaki (Lima, 1961) es escritor, ensayista e historiador. Es autor de las novelas Neguijón (2005) y Libro de mal amor (2001); de los ensayos Nabokovia Peruviana (2011), Arte de introducir (2011), rePUBLICANOS (2008), Mi poncho es un kimono flamenco (2005) y El Descubrimiento de España (1996); de las crónicas reunidas en Una declaración de humor (2012), Sevilla, sin mapa (2010), La caja de pan duro (2000) y El sentimiento trágico de la Liga (1995), y de los libros de relatos España, aparta de mí estos premios (2009), Helarte de amar (2006), Ajuar funerario (2004), Un milagro informal (2003), Inquisiciones Peruanas (1994), A Troya Helena (1993) y Tres noches de corbata (1987), entre más de veinte títulos. Entre 1996 y 2010 dirigió la revista literaria Renacimiento.

lunes, 19 de noviembre de 2012

José María Merino



 
 
 
 
 
La perspectiva del gato
 
 
Justamente desde este punto, subido en su tinglado de troncos revestidos de cuerda, el gato me mira mientras trabajo. A mi espalda hay muchas imágenes y documentos: desde mi nombramiento como Sátrapa Honorífico por el Institutum Pataphysicum Granatensis hasta el título de Hans Christian Andersen Ambassador, pasando por el agradecimiento por mi contribución al bicentenario de Alexander Pushkin –que firma Valentina Tereshkova, nada menos–, por un icono rumano en el que figuramos los tres miembros del Filandón Postmoderno –Luis Mateo Díez, Juan Pedro Aparicio y yo mismo– y por las fotos, entre otras, de Sabino Ordás, de Ricardo Gullón, de mi hija Ana el día en que recibió el Premio Adonais –mientras la observan Claudio Rodríguez y Rafael Morales–, todo ello presidido por el cuadro de Félix de la Concha que utilicé como referencia para urdir mi discurso de ingreso en la RAE. Alrededor, libros, objetos menudos, papeles malamente ordenados, un retrato de mi mujer cuando éramos novios… Sobre mi mesa, dos pequeñas figuras tutelares: el hombrecillo polaco que monta un gallo y ese dios mono llamado Sun Wu Kong. Está encendida la lámpara de la mesa y la luz debería iluminar una carpeta azulada donde se encuentran materiales de mi próximo libro, y yo debería estar sentado a la mesa, absorto en el repaso de un cuento, mientras un silencio apacible me rodea. En cualquier caso el gato, que no quiere verme, mira la mesa y su entorno con esa fijeza de los felinos, que sin duda proviene de un espacio acaso paralelo al nuestro y que nosotros no logramos reconocer.
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: José María Merino
 
 
 
José María Merino (La Coruña, 1941) ha publicado, entre otros, las novelas El río del Edén (Alfaguara, 2012), La sima (Alfaguara, 2009), El heredero (Alfaguara, 2003), El centro del aire (Alfaguara, 1991), La orilla oscura (Alfaguara, 1985; Premio de la Crítica) y Novela de Andrés Choz (Novelas y Cuentos, 1976), las novelas cortas de El lugar sin culpa (Alfaguara, 2006) y Cuatro nocturnos (Alfaguara, 1999), los libros de cuentos El libro de las horas contadas (Alfaguara, 2011), Las puertas de lo posible (Páginas de Espuma, 2008), Cuentos de los días raros (Alfaguara, 2004), Cuentos del Barrio del Refugio (Alfaguara, 1999), El viajero perdido (Alfaguara, 1990) y Cuentos del reino secreto (Alfaguara, 1982), los microrrelatos de La glorieta de los fugitivos (Páginas de Espuma, 2007) y Días imaginarios (Seix Barral, 2002), los ensayos de Ficción continua (Seix Barral, 2004), el libro de memorias Tres semanas de mal dormir (Seix Barral, 2006) o los poemarios recogidos en Cumpleaños lejos de casa (Seix Barral, 2006). En 2008 fue elegido académico de la RAE.
 
 

lunes, 12 de noviembre de 2012

Ignacio Martínez de Pisón






Los libros tienden a la acumulación y, por tanto, al desorden. Pero debajo de ese desorden suelen ocultarse los restos de alguna lógica antigua. Cuando, hace doce años, nos cambiamos de piso, mi mujer decidió que debíamos ordenar nuestra biblioteca por orden alfabético. Como en cada letra había que reservar hueco para los libros venideros, el resultado fue que en las estanterías que habían albergado todos los libros ahora sólo había sitio para un sesenta o setenta por ciento de ellos, y para los demás hubo que poner nuevas estanterías. El tiempo se ha encargado de hacer el resto del trabajo: algunas letras (sobre todo las letras centrales del alfabeto) se han ido llenando antes que otras, y los ejemplares sobrantes han acabado saliendo al exilio hacia las zonas de la A y la Z. Quien se pare a observar mi biblioteca tendrá problemas para orientarse. Yo, en cambio, sé muy bien dónde está cada libro. Estamos, pues, como antes del traslado, cuando mi mujer decía que esa biblioteca era un lío. Lo era, en efecto, y lo ha vuelto a ser, pero un lío que refleja con bastante fidelidad mi propia trayectoria de lector, que, supongo que como todas, es errática y liosa. Entre todos esos libros, sepultada entre papeles y revistas y rodeada de pilas de más libros, está la mesa en la que escribo. Si algo me incomoda de esa mesa no son tanto los montones de papel que se sostienen en delicado equilibrio como los muchos cables que, al igual que la mala hierba, han ido echando raíces entre los rincones: el cable del ordenador, el del disco externo, el de la impresora, los de los diferentes cargadores, otros cables que yo mismo no sé si tienen algún uso o lo tuvieron o tendrían que tenerlo. Siempre digo que algún día pondré orden en la mesa. Pero ese “algún día”, por supuesto, está situado en un futuro definitivamente incierto.










© Texto y fotografía: Ignacio Martínez de Pisón


Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) es autor, entre otros, de los libros de cuentos Foto de familia (Anagrama, 1998), El fin de los buenos tiempos (Anagrama, 1994) y Alguien te observa en secreto (Anagrama, 1985), las nouvelles recogidas en Antofagasta (Anagrama, 1987), las novelas El día de mañana (Seix Barral, 2011; Premio de la Crítica), Dientes de leche (Seix Barral, 2008), El tiempo de las mujeres (Anagrama, 2003), María bonita (Anagrama, 2001), Carreteras secundarias (Anagrama, 1996), Nuevo plano de la ciudad secreta (Anagrama, 1992) y La ternura del dragón (Anagrama, 1984), el ensayo Enterrar a los muertos (Seix Barral, 2005) y el libro de reportajes Las palabras justas (Xordica, 2007). Ha escrito guiones cinematográficos como el de Chico & Rita (junto con Fernando Trueba, 2010), Las trece rosas (Emilio Martínez Lázaro, 2007) o la adaptación de Carreteras secundarias (Emilio Martínez Lázaro, 1997). Sus libros han sido traducidos a una docena de idiomas. 


jueves, 8 de noviembre de 2012

Miguel Ángel Arcas






Errático y ambulante, mi escritorio está allí donde estoy yo. En mesas distintas, en cafeterías, en estaciones de metro y tabernas, en lugares inhóspitos, en calles, mercados o algarabías. Escribo en una pequeña libreta que guardo en un bolsillo cerca del hígado, en papeles furtivos o servilletas, en tarjetas de visita, en hojas ya escritas, en los márgenes. Y escribo también en mi otra mano, la que no escribe. Espacio marsupial, pasillo del fantasma, apoyo volátil donde apunto, mi escritorio tiene la virtud arbitral de la invisibilidad. 

Dice de mí.








© Fotografía: Charles Olsen


Miguel Ángel Arcas (Granada, 1956), licenciado en filología hispánica por la UGR, es poeta, editor y gestor cultural. La editorial que dirige, Cuadernos del Vigía, recibió en 2010 el Premio Andaluz al Fomento del Libro y la Lectura. Ha publicado los libros de poemas El baile (Cuadernos del Vigía, 2002) y Los sueños del realista (Fundación Miguel Hernández, 2000, Premio Nacional de Poesía Miguel Hernández). Sus aforismos vienen recogidos en dos libros, Más realidad (Pre-Textos, 2012) y Aforemas (Fundación Lara, 2004).

lunes, 5 de noviembre de 2012

Gonzalo Hidalgo Bayal








Como la palabra vino en principio llena de connotaciones, envuelta en filigranas y policromía, circunscrita tal vez a los gabinetes en que la ociosa y distinguida aristocracia femenina de las novelas decimonónicas escribía cartas románticas y perfumadas, nunca se me había ocurrido pensar que paso muchas horas en la biblioteca compartiendo escritorio (siempre usamos en casa la palabra ‘biblioteca’: ni ‘estudio’ ni ‘escritorio’ figuran en el vocabulario doméstico). Tal vez por eso, por haber confundido espacio y mueble, siempre he antepuesto la plenitud de las paredes y de las estanterías a las sucesivas mesas, claras, sencillas y funcionales, o incluso, como ahora, administrativas, despojadas de todo atributo solemne y carentes de cualquier intensidad poética, sobre las que he ido leyendo y escribiendo, a veces vorazmente, a veces con sensata indolencia, como si la sustancia estuviera en la lectura y escribir fuera un trámite contiguo o una diligencia formularia. Puede que en toda estética visual de la escritura sobreactúe siempre el énfasis. De ahí que, por llevar la contraria, por añoranza o por costumbre, tampoco me importe acogerme en invierno al abrigo de una mesa camilla y a un mirador que ilumina la luz de Santa Bárbara y sacude en ocasiones con estridencia el viento del Valle. Si cabe trasladar la austeridad de la vida retirada a las tareas de la escritura (al fin y al cabo, una forma apacible de rutina y ascetismo), bien podría decir que «a mí una pobrecilla / mesa de amable paz bien abastada / me basta», donde tanto más importante que la mesa, el mueble, el escritorio riguroso y referente, son la amable paz y el buen abastecimiento, dejando, eso sí, que el abastecimiento, en consonancia con la métrica tradicional, se acoja a las livianas modalidades del hipérbaton y a los escorzos de un encabalgamiento no demasiado abrupto.








© Texto y fotografía: Gonzalo Hidalgo Bayal



Gonzalo Hidalgo Bayal (Higuera de Albalat, Cáceres, 1950) es licenciado en filología románica y en ciencias de la imagen por la Universidad Complutense de Madrid, y ha enseñado literatura en un instituto de Plasencia. Entre sus publicaciones destacan el poemario  Certidumbre de invierno (Editora Regional de Extremadura, 1986), las novelas El espíritu áspero (Tusquets, 2009; Premio Qwerty), Paradoja del interventor (Del Oeste Ediciones, 2004; Tusquets, 2006), Amad a la dama (Llibros del Pexe, 2002), El cerco oblicuo (Calambur, 1993) y Mísera fue, señora, la osadía (Diputación de Badajoz, 1988), la novela corta Campo de amapolas blancas (Editora Regional de Extremadura, 1997; Tusquets, 2008), los libros de cuentos Conversación (Tusquets, 2011; Premio NH), Un artista del billar (Alcancía, 2004) y La princesa y la muerte (Editora Regional de Extremadura, 2001), y los ensayos recogidos en El desierto de Takla Makán (Editora Regional de Extremadura, 2007), Equidistancias (Del Oeste Ediciones, 1997) y Camino de Jotán. La razón narrativa de Ferlosio (Del Oeste Ediciones, 1994). 


jueves, 1 de noviembre de 2012

Yaiza Martínez









De un tiempo a esta parte he empezado a escribir muy temprano. Cuando aún es de noche, me introduzco en la historia de la pantalla. Un rato después, me sorprende la luz.
 
Paso de un agujero a una plaza antes de las carreras.
 
Luego regreso. No es un hogar, el hogar está en la mente y en el dibujo de la hoja. También en la forma que imanta a los renglones.
 
Pero es agradable. Es como un taller con una silla incómoda. Y nunca me doy cuenta hasta que me duele la espalda. Y casi nunca me duele. Así que sigo.
 
Cuando por fin me levanto es mediodía. Echo a correr. Me tomo el pulso durante un rato, en el patio de la escuela. Más tarde, mientras cocinamos, siento una punzada de culpa porque se está haciendo tarde.
 
Como si la flor de papel debiera ser regada (además nace de un tarro de caramelos, pienso, casi siempre a la misma hora).
 
Luego vuelvo.
 
Por detrás me llegan otros deberes. Nado contra algunas olas. Ahora voy, repito a cada brazada, con la respiración. Ellos entienden lo que les digo solo en parte.
 
Finalmente me descubro imantada a la pantalla, como en un ecosistema.
 
Entonces, me quito con esfuerzo los zapatos y pienso en lo que voy a escribir durante la noche.
 
Antes del amanecer, espero de nuevo la luz, con todos mis dedos.
 
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Yaiza Martínez
 
 
Yaiza Martínez (Las Palmas de Gran Canaria, 1973) es Licenciada en Filología Hispánica por la UCM. Ha trabajado como periodista, traductora y profesora de escritura creativa y de español para extranjeros. Actualmente, es redactora-jefe de la revista Tendencias21. Ha publicado los poemarios Rumia Lilith (Ateneo Obrero de Gijón, 2002), El hogar de los animales Ada (Devenir, 2007), Agua (Idea, 2008), Siete-Los perros del cielo (Leteo, 2010) y Caoscopia (Amargord, 2012).  También es autora de una novela, Las mujeres solubles (Lulu.com, 2008). Ha sido incluida en la antología de poesía Poetas en blanco y negro. Contemporáneos (Abada, 2006), en la antología de relato breve Tripulantes (Eclipsados, 2007) y en el libro conjunto Por donde pasa la poesía (Baile del Sol, 2011).
 
 

lunes, 29 de octubre de 2012

Javier Moreno







Mi escritorio me acompaña allá donde voy, al igual que mis libros. Es lo bueno de usar un escritorio abstracto. Es barato, pesa poco, no ocupa lugar, apenas un minúsculo espacio en el cerebro, justo al lado de las instrucciones para hacerse una lazada en el zapato. Aparentemente puede estar ubicado en lugares distintos pero para mí es siempre el mismo. Un escritorio es una idea platónica donde uno se sienta a aguardar la epifanía. Mi escritorio, como le ocurre a todas las ideas platónicas, no tiene código postal, es ajeno al frío y al calor. Yo diría, incluso, que le resulto ajeno, que le valdría lo mismo cualquier otro escritor. No es nada personal, lo sé. No se lo tengo en cuenta. Escribo bien –o mal– en cualquier lugar, igual que duermo –siempre bien– en todas partes.

Mi escritorio consta de:

1.- dos superficies horizontales, una de ellas veinte o treinta centímetros por debajo de la otra (la que uso para sentarme); y

2.- otra superficie vertical (a la que llamaré ‘la pared de enfrente’). Necesito una pared enfrente o, en su defecto, un grupo de alumnos haciendo un examen de álgebra.

Es todo lo que necesito. El resto es accesorio. Las piezas de puzle también lo son, aunque constituyan un decorado importante. Son la incrustación de azar, el zafiro rococó en el mundo ideal donde busca refugio mi escritorio. Las coloco ahí para que no se confíe, para simular una fusión de contrarios, para devolver la idea al maremágnum que estuvo en su origen. Es mi Esfinge, y yo respondo a su pregunta con mi teclado qwerty. Todavía no di con la solución del enigma. Será por eso que sigo escribiendo.

Mis obras se dividen entre las que escribí bajo el nivel del suelo (en una salita excavada en la roca en un antiguo apartamento), las que escribí al lado del pasadizo que usaban los reyes Católicos para acudir a los oficios de la Iglesia de San Andrés, y las que he escrito –pocas– en mi nueva vivienda donde, que yo sepa, no vivió nadie importante. A pesar de que mi escritorio ideal es por naturaleza abstracto, tiendo a figurarme que cada libro escrito queda impregnado por el habitáculo donde fue concebido. Los libros subterráneos tienen algo turbio, un olor a humedad que resulta complicado despegar de sus páginas. Los libros del pasadizo tienen algo aristocrático, son libros orgullosos y un tanto megalómanos. Los nuevos no sé muy bien cómo serán. Estoy por conocerlos.

Mi escritorio ideal rehúsa ser fotografiado. El platonismo solo genera problemas, el platonismo rechaza la visibilidad y los perfiles de Facebook. Por eso debo usar dos imágenes que no son propiamente de mi escritorio, pero que forman parte de su contexto que es lo que se pega a la esencia invisible de las cosas y lo que en definitiva las conforma. Pertenecen a dos escalas distintas, una superior y otra inferior, a un afuera y a un adentro. Una es la imagen más próxima que el Google Earth dispone de mi vivienda y, por tanto, del lugar donde escribo. Pueden imaginar que tras esos muros de la imagen está mi escritorio y yo sentado en él, escribiendo, justo en el momento en el que la contemplan. La otra es la de unas piezas de puzle arrojadas sobre su superficie (son tan solo una muestra, en realidad tengo docenas que he ido encontrando a lo largo de mi vida. El mundo está lleno de piezas de puzle solitarias aguardando a aquellos que sepan encontrarlas). Ya dije cuál es su función. Pueden imaginar que en su combinatoria se esconde todo lo que yo vaya a producir en los próximos años. Si son lo suficientemente avezados esto les ahorrará la molestia de leerme.








 

© Texto: Javier Moreno
© Imágenes: Javier Moreno y Google


Javier Moreno (Murcia, 1972) es licenciado en Matemáticas y Teoría de la Literatura. Es autor de los poemarios Cortes publicitarios (premio nacional de poesía Miguel Hernández), Acabado en diamante (premio internacional de poesía La Garúa) y Renacimiento; de las novelas Alma (Lengua de Trapo, 2011), Click (Candaya, 2008; novela por la que fue nombrado Nuevo Talento FNAC), La Hermogeníada (Aladeriva, 2006) y Buscando batería (Bartleby, 1999), y del libro de relatos Atractores extraños (InÉditor, 2010; Finalista del premio Setenil 2010).

jueves, 25 de octubre de 2012

Álex Chico








Diría que mi escritorio es el cruce de dos libros, El palacio de los sueños, de Ismaíl Kadaré, y Ciudad de cristal, de Paul Auster. La unión es, por otra parte, azarosa. No obstante, de esa simbiosis nació la forma de referirme a este lugar. La habitación donde se encuentra, la forma de encajarse entre estanterías, la luz filtrada desde fuera, hacen que ese espacio sea un palacio de cristal. Así me gusta nombrarlo. En realidad, no es más que una proyección de la propia escritura: un lugar protegido y, sin embargo, expuesto. Sitiado y a la vez abierto. Trasparente e impenetrable. Semejante al patio interior que veo por la ventana. Es, como él, un paisaje cercado, aunque se pueda acceder saltando una pequeña tapia.
 
Nunca me he comprado un escritorio. Todos han sido material sobrante. Y, aunque los haya hecho míos con el tiempo, siempre he tenido la sensación de que eran muebles prestados. Éste también lo es. Quizás no sea más que un recordatorio: todo lo que salga de él será, en cierta forma, una construcción prestada.
 
Si soy sincero, no sabría decir qué guardo en sus cajones. Desearía tener la capacidad, y la paciencia, de Georges Perec e inventariar todas y cada una de las cosas que tengo a mi alcance. Gafas mal graduadas, folletos de algún viaje, facturas, planos, tarjetas, contratos de alquiler, cargadores de móviles, estuches, boquillas para un clarinete en desuso. Piezas desgastadas que uno conserva con la torpe intención de transformarlos, algún día, en material de escritura. Sobre el escritorio, un portátil recién comprado. Como fondo de pantalla, un dibujo que representa a un conocido escritor, sujetando en el aire las teclas de una máquina de escribir. Una advertencia de que el universo puede reducirse a un sinfín de combinaciones y que el origen de cada poema o de cada relato es, simplemente, el resultado de un amasijo de letras. Le acompaña un flexo plateado, unos altavoces, una hoja en donde apunto proyectos inmediatos que, en el momento de fijarlos, dejan de llevarse a cabo. Fruto de la necesidad, hay también un cenicero y un estuche con tabaco. A su lado hay casi siempre un vaso (café o vino, normalmente). A mi derecha, un pequeño bloque de libros. Aquellos sobre los que escribo. En ocasiones se apilan buenas obras. Ahora mismo, por ejemplo.
 
Por último, varios puntos de referencia. Fotografías y una postal. Las primeras son imágenes donde aparezco con pocos años, en algunas fuentes de Montjuïc. Fotografías que reflejan diferentes estados de ánimo: desconfianza, alegría, serenidad. La postal pertenece a una película de Truffaut, Jules et Jim. Tres personajes corren sonrientes por una pasarela. Las vallas metálicas les protegen de caer al vacío. Avanzan a trompicones, escapando de algo o de alguien que, en realidad, no les persigue. Amenazados y al mismo tiempo cargados de optimismo. Como este, como cualquier escritorio.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Álex Chico
 
 
 
Álex Chico (Plasencia, 1980) es licenciado en Filología Hispánica y DEA en Literatura Española. Es autor de tres libros de poemas: Un lugar para nadie (de la luna libros, de próxima aparición), Dimensión de la frontera (La Isla de Siltolá, 2011) y La tristeza del eco (Editora Regional de Extremadura, 2008), además de las plaquettes Escritura (Editora Regional, 2010), Nuevo alzado de la ruina  (Vebo Blues Ediciones, 2005) y Las esquinas del mar (Vitolas del Anaïs, 2004). Sus poemas han sido recogidos en varias publicaciones y antologías. Ha ejercido la crítica literaria en diversos medios, como Ínsula, Revista de Letras o Versión Original. Codirige la revista de humanidades Kafka. Está preparando su tesis doctoral sobre la obra de José Antonio Gabriel y Galán, y ejerce como profesor de lengua y literatura en un instituto de El Prat (Barcelona). Mantiene el blog Isla de Elca.

lunes, 22 de octubre de 2012

Mercedes Cebrián


 
 
 
 
 
 
Ante todo, que no haya una puerta detrás de la silla, o la sensación de que un desconocido armado con un puñal pueda entrar sigilosamente y clavármelo en la espalda cobrará tal intensidad que perderé la poca o mucha concentración que me queda tras combatir la compulsión de acceder a internet cada diez minutos. Ante todo también, que haya un par de posavasos para no estropear el barniz de la mesa de pino con el calor que desprenden las tazas de té y demás infusiones: otras mesas de trabajo cobran solera con marcas de vasos o con cualquier otra huella que contribuya a mostrar el paso del tiempo por su superficie, pero la mía no gana con las manchas, eso me queda claro. La mía ha de permanecer todo lo intacta posible porque es a su vez mesa de comedor cuando la camuflo con un mantel y le quito su personalidad anterior: adiós entonces a los post-it, al flexo vintage recuperado del antiguo despacho de mi padre, al ordenador, al atrilito metálico que me sirve para apoyar los manuscritos y traducciones cuando he de corregirlos, y adiós también a los papelotes en general –a los que doy este nombre, y no el de meros papeles, para acentuar así la sensación de desorden que produce el verlos apilados de cualquier manera sobre el escritorio.
 
La mitomanía relacionada con lo literario impide establecer una semejanza entre las mesas de trabajo de los escritores y las de muchos estudiantes de oposición a notarías o a técnicos de la administración pública, cuando en ocasiones son muy similares, tanto dichas mesas como las grandes dosis de concentración que necesitamos todos. Así, las pequeñas costumbres aparejadas al trabajo cotidiano (beber té constantemente, emplear rotuladores de punta fina de tal o cual marca...) parecen cobrar un encanto inusitado cuando las realizan los escritores, encanto que no poseen si los que toman infusiones de roiboos son aquellos que, en un futuro, darán fe de la legalidad de nuestros testamentos o escrituras de compra-venta. Cuando trabajo, es obvio que no le encuentro nada fascinante ni a mi mesa ni a mi silla de oficina cómoda pero de horrendo estampado: que sean otros los que pongan la fascinación, que yo mientras he de centrarme en poner, cambiar de sitio o, más a menudo aún, quitar frases y frases.
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Mercedes Cebrián
 
 
Mercedes Cebrián (Madrid, 1971) es autora de las dos nouvelles recogidas en La nueva taxidermia (Mondadori, 2011), del libro de relatos y poemas El malestar al alcance de todos (Caballo de Troya, 2004; Debolsillo, 2011), del poemario Mercado Común (Caballo de Troya, 2006), del libro de crónicas 13 viajes in vitro (Blur, 2008) y del relato Cul-de-Sac (Alpha Decay, 2009). Sus textos han aparecido en los diarios El País, Público y La Vanguardia y en las revistas españolas Turia, Eñe-Revista para leer y Revista de Occidente. Ha traducido a Georges Perec, Alain de Botton, Alan Sillitoe y Miranda July.
 

jueves, 18 de octubre de 2012

Menchu Gutiérrez







Cuando pienso en un escritorio que privilegia la creación, algo así como un escritorio ideal, siempre recuerdo los diarios de Ernst Jünger, un autor que fue capaz de abordar los temas más diversos, incluido el de la  porcelana china, en las trincheras de la Segunda Guerra Mundial, y a quien imagino escribiendo en un catre de campaña o con el cuaderno apoyado en las rodillas.  Tengo el convencimiento de que el espacio de la escritura se crea.

Sin embargo, he vivido en muchas casas, en algunas de ellas de forma muy provisional, y más de una vez me he preguntado: ¿seré capaz de escribir en este lugar?

Creo que es una duda legítima: sin duda, lo que nos rodea ejerce una influencia en nosotros; también, la en apariencia inocente superficie sobre la cual escribimos.

Estoy convencida de que sobre una mesa de cristal escribiría una gélida biopsia emocional, y que de alguna manera la trasparencia de este material contagiaría asepsia a una palabra que deseo contaminada. Al hilo de esta pequeña reflexión, no dudo de que sería interesante escribir unas memorias sobre una mesa de quirófano.

Nunca he tenido el escritorio soñado: una mesa grande de madera, provista de multitud de cajones en la parte frontal y en los laterales y, como decía Bachelard, pulida una y otra vez por “generaciones de cera”. Hoy, a una mesa sólo le pido que sea de madera. Lo único que me importa es estar en contacto con la calidez y el misterio tranquilo de este material. Hay algo en la madera que me reconforta y que es imposible desligar de su origen, el árbol. Su presencia favorece una especie de trasvase vital. Los nudos de la madera relativizan el tiempo del reloj y me ayudan a desaparecer en el texto.



© Fotografía: Pedro Pertejo



Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957), ha publicado varios poemarios, entre los cuales cabe destacar El ojo de Newton (Pre-textos, 2005), La mano muerta cuenta el dinero de la vida (Ave del Paraíso, 1997), La mordedura blanca (Premio Ricardo Molina, 1989) y De barro la memoria (Endymión, 1987). Autora de una amplia obra en prosa, publicada en su totalidad por la editorial Siruela, entre sus títulos se encuentran Viaje de Estudios (1995), La tabla de las mareas (1998), La mujer ensimismada (2001), Latente (2003), Disección de una tormenta (2005), Detrás de la boca (2007),  El faro por dentro (2011) y La niebla, tres veces  (2011), pequeña recopilación de sus primeras novelas publicadas en esta misma editorial. Es asimismo, autora de un ensayo sobre la nieve en la literatura, Decir la nieve (Siruela, 2011), y de una biografía literaria sobre San Juan de la Cruz (Omega, 2004); ha traducido a autores como Poe, Faulkner, Auden, Brodsky, Jane Austen o Anne Brontë. Ha colaborado con el suplemento cultural de El País y otras revistas literarias. Asimismo, ha organizado diversos seminarios multidisciplinares en centros como la Casa Encendida de Madrid, la Fundación Botín de Santander o el Koldo Mitxelena de San Sebastián.

lunes, 15 de octubre de 2012

Berta Vias Mahou






 
 
Siempre un libro entre las manos. En cada jaula de cristal. Ascensores, autobuses, vagones de metro... Observando con atención y a la vez ocultándose. Cuando de pronto un día una de las manos se puso a escribir. ¿Qué buscaba? ¿Qué busca? Decir en un susurro de tinta lo que no puede decir con los labios, lo que tal vez no se pueda decir en voz alta. Y busca también el silencio, ese silencio que no se rompe con la ronca de un gamo en celo, con el frotamiento de un asta contra la corteza de una encina o el graznido de un cuervo entre los penachos del trigo salvaje, ese silencio que crece con los rumores y las estampidas del bosque. Y la luz, porque suele escribir cuando hay mucha, muchísima luz, aunque en tinieblas o en la oscuridad palpa a su alrededor, buscando papel. Y una mesa como el cielo, una superficie transparente que vibre con cada golondrina que cruza el espacio, con cada nube que poco a poco se hincha, con las ráfagas de viento que rizan el aire y se llevan todo lo demás. Alza los ojos, deja de escribir, de leer, y ahí están. El vencejo, el cúmulo y el surco blanco que va abriendo un avión. Y esconderse detrás de sí misma. Detrás de las páginas. Siempre un libro entre las manos, muda.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Berta Vias Mahou
 
BertaVias Mahou (Madrid, 1961), licenciada en Geografía e Historia, ha publicado las novelas Leo en la cama (Espasa, 1999), Los pozos de la nieve (Acantilado, 2008) y Venían a buscarlo a él (Acantilado, 2010; Premio Dulce Chacón de Narrativa 2011), el libro de relatos Ladera norte (Acantilado, 2001), un ensayo sobre La imagen de la mujer en la literatura (Anaya, 2000) y tres novelas juvenilesHa traducido a autores como Goethe, Zweig, Schnitzler, Joseph Roth, Gertrud Kolmar y Ödön von Horváth.
 

miércoles, 10 de octubre de 2012

Cristina Rivera Garza








Tendida como bandida
 
 
a) Pequeño tratado contra las sillas y breve historia de la escritura vertical:
 
Escribir sentada ya fue. Las sillas, como bien lo decía Jimmie Durham, son espías del Estado; mecanismos contra el natural nomadismo del cuerpo. Hace mucho que no me inclino frente a un escritorio; tampoco frente a un altar; menos frente a la real-ésa. Sentarse y escribir son actos antitéticos: el primero le apuesta al sedentarismo, que es el otro nombre del status quo, y el segundo a la provocación que es toda crítica. Las frases “estar sentado” y “estar sedado” sólo difieren en una letra, y debe ser por algo. Era Vasconcelos, si mal no recuerdo, quien clamaba por una escritura de pie, con todas las connotaciones estéticas y políticas del caso. Hemingway aducía que escribir de pie le permitía concentrarse mejor. Eduardo Mendoza escribe de pie y con pluma. Todo eso es cierto y hay más, claro. Pero también es cierto, aunque más pedestre, admitir que hace poco me di cuenta que no poseo un escritorio. Entre mis ires y venires, entre estancias cada vez más cortas en cada vez más sitios, en efecto, me olvidé de adquirir un escritorio propiamente dicho. Confesión tristísima: soy escritora, por decirlo de algún modo, de cama.
 
 
b) Tendida como bandida:
 
Lo he dicho ya varias veces: no es casualidad que la cama, la mesa, el ataúd y la página compartan la forma del divino rectángulo. Ahí nacemos y morimos, en toda la extensión de las palabras. Luego entonces, del lado derecho de mi cama, rodeada de libros y papeles, en un desorden descrito a veces como descomunal y otros como simplemente muy mío, tendida como bandida, así escribo. Me gustaría decir que esto es una forma de escritura horizontal, pero en sentido estricto se trata de otra cosa. Medio recargada contra las almohadas, con las rodillas flexionadas, en realidad esto es una posición fetal. Como si escribir fuera, de hecho, volver a ese inicio donde todo, eso dicen algunos, es lo mismo. Como si escribir y el inicio del cuerpo fueran la misma cosa. Muy a la ChacMol, pues. Se trata de una postura contra la que no pocos de los médicos que han atendido los dolores de mi espalda se oponen con vehemencia: a ella le debo el dolor de las vértebras lumbares que, unido al dolor que provoca en mis muñecas la estrechez del teclado, se suman en, al menos, dos dolores distintos. Así twitteo y bloggeo y reviso cuentas de hotmail y gmail y escribo artículos y le añado, a veces, una o dos frases a algún otro texto más largo. Acunada dentro de mí misma. La lap top en plexo.


c) La cosa del pasado:
 
No tengo escritorio, ya lo dije, pero hay una mesa grande en un cuarto rodeado de ventanales. Se llama mesa de comedor, pero en realidad es una superficie rectangular que sirve para muchas cosas distintas. Ahí departo con la familia y los amigos, en efecto. Pero ahí va a parar la correspondencia y los pinceles y las hojas y los libros y los vasos y los periódicos y todo aquello que peque o presuma de imperdible. Los textos académicos los escribo por lo regular ahí, porque ahí hay espacio, luego de una leve reorganización, para legajos y libros. Me siento, sí. Cierro todas las ventanas (de la pantalla, quiero decir), sí. Apago el celular, sí. Documento con corrección mis fuentes: sí. Es una velocidad y una disciplina y una forma de concentración sin la cual el libro de historia o el artículo especializado no podría ni siquiera soñar en avanzar. Es una cosa del pasado.
 
 
d) Sobre ruedas:
 
No se trata de una mesa propiamente, ni de un escritorio. Es uno de esas mesas que las madres de clase media solían usar para llevar los aditamentos del cocktail al centro de un cuarto lleno de gente y que ahora algunos diseñadores llaman, con algo de pompa, mesa auxiliar. Ocupa un espacio liminal entre la cocina y el comedor, justo a un lado de los enchufes y el ventanal. Es tan pequeña que sólo cabe en su rectangular superficie la lap top y alguna diminuta taza de café. Tiene dos repisas donde es posible colocar uno que otro libro o los pies. Tiene ruedas. Sobre esa mesita que se mueve, aceptando por igual su deseo de estar anclada y su manía de escapar, ahí escribo los textos más largos: novelas, híbridos, ensayos. Es fácil alejarse de ella y regresar. De hecho, me incorporo con bastante frecuencia porque, para escribir, siempre necesito consultar algo. Necesito estar de pie, avanzar, sentir que el cuerpo no ha desaparecido. No desaparece. Ya no fumo, pero igual paseo alrededor de la casa con libro en mano o mirada enloquecida. Luego regreso. Uno siempre termina por regresar. Como pudiera cambiarla de sitio si quisiera, nótese el potencial del subjuntivo, la ansiedad conocida como la ansiedad del-mismo-lugar desaparece en ella, con ella, a su lado. Nos llevamos bien, quiero decir. Tenemos una relación sobre ruedas.
 

e) El extraño caso de las bibliotecas móviles y los rectángulos concéntricos:
 
Poseo, sí, en efecto, tres bibliotecas más o menos. La principal está en una oficina a través de cuyos ventanales puedo ver, centelleante, una obra de Bruce Nauman. Hasta ahí llega también la brisa del mar. Ahí hay un escritorio y una computadora, en efecto, de escritorio. Paso poco tiempo ahí, sin embargo. Nunca escribo ahí. Los libros de la segunda biblioteca están del otro lado de la frontera, en las costas de esa mítica ciudad que nunca duerme, repartidos por igual en cajas de cartón y libreros que van del suelo al techo. Paso poco tiempo ahí. Algunas veces escribo ahí. La tercera, que es en cierto modo la biblioteca fundacional, ahí donde se encuentran los primeros verdaderos libros, está en el centro del país, en una ciudad desde la cual se puede ver siempre un volcán cubierto de nieve. Paso poco tiempo ahí. Pocas veces escribo ahí.
 
Todo esto para explicar, con algo de sonrojo, por qué no puedo mandarte una linda foto con un escritorio rodeado de libros. Viajo mucho; paso demasiado tiempo en cuartos que no son míos. Cuando se vive así, de esa nomádica manera, hay que empacar ligero y procurar no dejar huellas. Los libros se mueven conmigo, pero sin peso, dentro de un kindle. Bajo muchos PDFs, con ayuda de estratégicos #bibliotuits. Los leo, hago las anotaciones si el caso lo amerita, y los borro. Los libros de papel que a veces no puedo dejar de adquirir en distintas librerías o en aeropuertos, se quedan con frecuencia en esos mismos aeropuertos o en cuartos de hotel o en las casas de los anfitriones de paso. Algunos, los menos, hacen todo el viaje de regreso para reunirse con los de su especie en alguna de las tres bibliotecas mencionadas antes. Sobre las mesitas de los cuartos en los que pernocto, hay más cables que papeles: el cable de la electricidad; el cable que conecta el ordenador al IPhone o a la cámara fotográfica; el cable de los audífonos; el cable, cuando es necesario, del internet. Pero basta con que se conjunten tres rectángulos: el de la cama, el de la ventana y el de la pantalla, para que ocurra esto que ocurre una y otra vez, puntualmente cada mañana. Escribir.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Cristina Rivera Garza
 
 
 
Cristina Rivera Garza (Matamoros, México, 1964) es doctora en Historia Latinoamericana por la Universidad de Houston y actualmente enseña Creación Literaria en el Departamento de Literatura de la Universidad de California en San Diego. Entre su obra publicada destacan las novelas El mal de la taiga (Tusquets, 2012), Verde Shangai (Tusquets, 2011), La muerte me da (Tusquets, 2007; Premio Sor Juana Inés de la Cruz) y Nadie me verá llorar (Tusquets, 1999), los libros de cuentos La frontera más distante (Tusquets, 2008), Ningún reloj cuenta esto (Tusquets, 2002) y La guerra no importa (Mortiz, 1991), los ensayos de Dolerse: textos desde un país herido (Sur+, 2011), el libro de historia La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General, 1910-1930 (Tusquets, 2010), los libros de poemas Los textos del yo (Fondo de Cultura Económica, 2007) y La más mía (Tierra Adentro, 1998) y el libro de aforismos El disco de Newton, diez ensayos sobre el color (UNAM, 2011). Su obra ha sido traducida al inglés, portugués, alemán, italiano y coreano. Mantiene la bitácora electrónica No hay tal lugar y su twitter@criveragarza.