Mi escritorio me acompaña allá donde voy, al igual que mis libros. Es lo bueno de usar un escritorio abstracto. Es barato, pesa poco, no ocupa lugar, apenas un minúsculo espacio en el cerebro, justo al lado de las instrucciones para hacerse una lazada en el zapato. Aparentemente puede estar ubicado en lugares distintos pero para mí es siempre el mismo. Un escritorio es una idea platónica donde uno se sienta a aguardar la epifanía. Mi escritorio, como le ocurre a todas las ideas platónicas, no tiene código postal, es ajeno al frío y al calor. Yo diría, incluso, que le resulto ajeno, que le valdría lo mismo cualquier otro escritor. No es nada personal, lo sé. No se lo tengo en cuenta. Escribo bien –o mal– en cualquier lugar, igual que duermo –siempre bien– en todas partes.
Mi escritorio consta de:
1.- dos superficies horizontales, una de ellas veinte o treinta centímetros por debajo de la otra (la que uso para sentarme); y
2.- otra superficie vertical (a la que llamaré ‘la pared de enfrente’). Necesito una pared enfrente o, en su defecto, un grupo de alumnos haciendo un examen de álgebra.
Es todo lo que necesito. El resto es accesorio. Las piezas de puzle también lo son, aunque constituyan un decorado importante. Son la incrustación de azar, el zafiro rococó en el mundo ideal donde busca refugio mi escritorio. Las coloco ahí para que no se confíe, para simular una fusión de contrarios, para devolver la idea al maremágnum que estuvo en su origen. Es mi Esfinge, y yo respondo a su pregunta con mi teclado qwerty. Todavía no di con la solución del enigma. Será por eso que sigo escribiendo.
Mis obras se dividen entre las que escribí bajo el nivel del suelo (en una salita excavada en la roca en un antiguo apartamento), las que escribí al lado del pasadizo que usaban los reyes Católicos para acudir a los oficios de la Iglesia de San Andrés, y las que he escrito –pocas– en mi nueva vivienda donde, que yo sepa, no vivió nadie importante. A pesar de que mi escritorio ideal es por naturaleza abstracto, tiendo a figurarme que cada libro escrito queda impregnado por el habitáculo donde fue concebido. Los libros subterráneos tienen algo turbio, un olor a humedad que resulta complicado despegar de sus páginas. Los libros del pasadizo tienen algo aristocrático, son libros orgullosos y un tanto megalómanos. Los nuevos no sé muy bien cómo serán. Estoy por conocerlos.
Mi escritorio ideal rehúsa ser fotografiado. El platonismo solo genera problemas, el platonismo rechaza la visibilidad y los perfiles de Facebook. Por eso debo usar dos imágenes que no son propiamente de mi escritorio, pero que forman parte de su contexto que es lo que se pega a la esencia invisible de las cosas y lo que en definitiva las conforma. Pertenecen a dos escalas distintas, una superior y otra inferior, a un afuera y a un adentro. Una es la imagen más próxima que el Google Earth dispone de mi vivienda y, por tanto, del lugar donde escribo. Pueden imaginar que tras esos muros de la imagen está mi escritorio y yo sentado en él, escribiendo, justo en el momento en el que la contemplan. La otra es la de unas piezas de puzle arrojadas sobre su superficie (son tan solo una muestra, en realidad tengo docenas que he ido encontrando a lo largo de mi vida. El mundo está lleno de piezas de puzle solitarias aguardando a aquellos que sepan encontrarlas). Ya dije cuál es su función. Pueden imaginar que en su combinatoria se esconde todo lo que yo vaya a producir en los próximos años. Si son lo suficientemente avezados esto les ahorrará la molestia de leerme.
© Texto: Javier Moreno
© Imágenes: Javier Moreno y Google
Javier Moreno (Murcia, 1972) es licenciado en
Matemáticas y Teoría de la Literatura. Es autor de los poemarios Cortes
publicitarios (premio nacional de poesía Miguel Hernández), Acabado en
diamante (premio internacional de poesía La Garúa) y Renacimiento;
de las novelas Alma (Lengua de Trapo, 2011), Click (Candaya, 2008; novela por la que fue nombrado Nuevo Talento FNAC), La Hermogeníada (Aladeriva, 2006) y Buscando batería (Bartleby, 1999), y del libro de relatos Atractores
extraños (InÉditor, 2010; Finalista del premio Setenil 2010).
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