lunes, 18 de marzo de 2013

Jenaro Talens




  
 
 
 
 
Cualquier lugar puede ser una habitación propia
 
 
Para un viajero impenitente, como lo soy desde mi adolescencia, lo fundamental ha sido aprender a adaptarse a cualquier lugar y circunstancia para poder leer y escribir. Todo lo que he necesitado ha sido un cuaderno (con hojas cuadriculadas, eso sí) y, antes de los ordenadores, una pequeña máquina de escribir. La Consul, que aún conservo, me acompañó durante años, incluso en las concentraciones deportivas de mi época de velocista. En ella compuse las más de mil páginas de mi tesis doctoral y casi todos los libros publicados antes de los años ochenta. Más tarde la sustituyó una sucesión de Mac portátiles (nunca he podido con los PC). Por ello siempre he trabajado donde buenamente he podido: trenes, aviones, aeropuertos, habitaciones de hotel. En los últimos años he conseguido, finalmente, construirme un espacio menos volátil y azaroso. Siempre pensé que los libros merecen más consideración que un automóvil, de modo que decidí dejar el mío al relente y he convertido la cochera de mi casa en un amplio despacho-biblioteca de tres habitaciones, una donde se encuentra la mesa donde trabajo (foto 1), otra donde puedo acceder (foto 2), sin que los aparatos electrónicos me molesten, a diccionarios y enciclopedias y consultar algún libro concreto y una tercera donde hay instalada una cinta sobre la que correr cada día los varios kilómetros que necesitan el cuerpo y la cabeza para mantenerse en forma (foto 3).
 

 
 


 
 
En esa especie de semisótano que es mi reducto —donde mejor me siento, aislado del mundo, sin ruidos de coches ni cosa que me los recuerde—, me rodean fotos de mis hijos y nietos y de algunos maestros ineludibles (una de Góngora, pintado por Velázquez y varias de mi admirado Beckett, incluida ésa en la que, de espaldas y con una bolsa en bandolera, parece alejarse, anónimo, entre la multitud). La de Góngora y una de las de Beckett (en cuyo dorso anoté hace ya muchos años una frase suya: Art is the apotheosis of solitude) han viajado conmigo durante décadas.
 
En ese despacho tengo tres ordenadores. En uno, el más antiguo, casi obsoleto, guardo los archivos que no me es posible consultar con los nuevos programas (esa maldición de la tecnología que me hace desconfiar de la durabilidad de los documentos informáticos frente a los escritos con tinta o las anotaciones a lápiz). Ignoro cuánta vida le queda, de manera que siempre que puedo aprovecho para recuperar material y reconvertirlo a los sistemas más recientes, por si acaso. Los otros dos cumplen funciones distintas. El de mayor capacidad lo dedico a los archivos de música clásica y rock y los materiales audiovisuales (películas, programas de televisión y fragmentos convenientemente digitalizados) para mis clases o seminarios. En el otro (el pequeño Mac Air que siempre me acompaña allí donde voy, aunque aquí está conectado a una pantalla grande para no quedarme ciego sin necesidad), es donde recibo y guardo el correo, escribo los textos en prosa y paso a limpio los poemas que previamente he ido esbozando y anotando en mi cuaderno. Suelo escuchar música mientras trabajo (radio clásica o algo de las novedades, también clásicas, que busco con regularidad). El rock, blues o jazz, que sigo escuchando —los viejos rockeros nunca mueren—, ya no suenan en este despacho, sino en la parte dedicada al ejercicio físico (Deep Purple, J. J. Cale, Jethro Tull, Bruce Springsteen, Gregg Allmann o lo que se tercie).
 
Lo que no hago en este espacio es leer. Prefiero hacerlo en la sala de estar de mi casa o en la cama, antes de dormir. Pero ésa es otra historia.
 
 



 
 
© Texto y fotografías: Jenaro Talens



Jenaro Talens (Tarifa, Cádiz, 1946) fue miembro de la selección española de atletismo hasta 1969. Doctor en Filología Románica por la Universidad de Granada (1971) con una tesis sobre la poesía de Luis Cernuda, ha sido catedrático de Teoría de la Literatura y Comunicación Audiovisual en las universidades de Valencia y Carlos III de Madrid, y catedrático de Literatura Comparada y Estudios Europeos en la Universidad de Ginebra, donde actualmente es catedrático emérito en el Institute for Global Studies. Dirige las colecciones de ensayo "Signo e imagen" de la editorial Cátedra y "Otras Eutopías" de la editorial Biblioteca Nueva. Fundador del Boletín Hispánico Helvético, dirige actualmente EU-topías. Revista de interculturalidad, comunicación y estudios europeos. Entre sus ensayos destacan Carrefour Europa (Bruselas, Bruylant, 2010), Contracampo. Ensayos sobre Teoría e Historia del cine (con Santos Zunzunegui, Cátedra, 2007), El sujeto vacío (Cátedra, 2000), El ojo tachado (Cátedra, 1986) o El espacio y las máscaras (Anagrama, 1975). Entre sus más de veinte libros de poemas publicados podemos citar Un cielo avaro de esplendor (Salto de Página, 2011), La permanencia de las estaciones. Los poemas en prosa (Institució Alfons el Magnànim, 2005), El espesor del mundo (Biblioteca Nueva, 2003), Viaje al fin del invierno (Visor, 1997; Premio Loewe), Orfeo filmado en el campo de batalla (Hiperión, 1994), Proximidad del silencio (Hiperión, 1981) y El cuerpo fragmentario (Fernando Torres Editor, 1978). Ha traducido, entre otros, a Shakespeare, Beckett, Brecht, Hölderlin, Wallace Stevens, Ezra Pound, Derek Walcott, Seamous Heaney o Georg Trakl.
 
 

jueves, 7 de marzo de 2013

Ángeles Mora






Un lugar donde encontrarse
 
 
Mi escritorio se apoya en la pared, incrustado en una estantería que llega al techo. Sobre él papeles y libros siempre están merodeando a su aire, ofreciéndose para lo que haga falta. Sin mucho orden, sólo lo suficiente para no sentirse perdidos, pero tampoco agobiándome con su presencia, porque yo necesito tenerlos cerca, pero también olvidarlos. Por eso en el desorden de mi mesa siempre hay un espacio preservado, libre, frente al ordenador que espera. Cuando escribo poemas, sin embargo, lo aparto hacia el final de la mesa, lo dejo bajo el estante, olvidado. Los poemas me gusta escribirlos a mano en principio. Luego los tecleo y los termino de trabajar y perfilar. Pero para la prosa ya no suelo utilizar el papel, casi siempre escribo sobre la página en blanco virtual que se me abre en la pantalla, también provocadora.
 
Como decía, me gusta tener mi escritorio relativamente despejado, aunque si miro alrededor, libros y papeles me envuelven, me rodean cubriendo todos los espacios útiles, excepto la pared de mi izquierda que la ocupa una luminosa ventana que da a un jardín (verdadero lujo en medio de una ciudad). Los papeles y carpetas están en los muebles auxiliares, que no me auxilian tanto como debieran, porque con frecuencia esconden lo que busco desesperadamente. Aunque lo cierto es que cuando escribo lo de menos es lo que me rodea sino lo que bulle dentro de mí. Así que sólo necesito tener un espacio para mí, donde poder encontrarme con mis voces. Lo que me envuelve forma parte del escenario, el encuentro es conmigo misma, con el papel, con el lector futuro.
 
De modo que en esta leonera sin pretensiones leo y pienso y escribo poemas o cuentos o artículos e incluso alguna carta de vez en cuando, de esas que ya casi no se escriben. No tiene nada especial este rincón. Pero puede que las horas aquí me parezcan un tiempo más vivido y apasionado que en cualquier otro lugar donde comparta el mundo.
 
 
 
 
 
 
© Texto: Ángeles Mora
© Fotografía: Antonia Ortega Urbano
 
 
 
Ángeles Mora (Rute, Córdoba, 1952) vive en Granada, en cuya universidad se licenció en Filología Hispánica. Con La guerra de los treinta años (Caja de Ahorros de Cádiz, 1990) obtuvo el Premio Rafael Alberti. Contradicciones, pájaros (Visor, 2001) ganó el XXII Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla, y fue traducida al italiano: Contraddizioni, ucelli (Edizioni dell'Orso, 2005). De entre el resto de su producción poética destacan Bajo la alfombra (Visor, 2008), Las mujeres son mágicas (Ayuntamiento de Lucena, 2000), Cámara subjetiva (Monograma, 1996),  Antología poética 1982-1995 (Diputación de Granada; edición de Luis Muñoz), La dama errante (La General, 1990), La canción del olvido (Diputación de Granada, 1985) y Pensando que el camino iba derecho (Diputación de Granada, 1982).
 

lunes, 4 de marzo de 2013

Roland Barthes







La nave Argos
 
Los argonautas iban reemplazando poco a poco todas sus piezas, de suerte que al fin tuvieron una nave enteramente nueva, sin tener que cambiarle ni el nombre ni la forma. Esa nave Argos es muy útil: proporciona a la alegoría un objeto eminentemente estructural, creado, no por el genio, la inspiración, la determinación, la evolución, sino por dos actos modestos (que no pueden captarse en ninguna mística de la creación): la sustitución (una pieza desplaza a otra) y la nominación (el nombre no está vinculado para nada a la estabilidad de las piezas).
 
Otro Argos: tengo dos espacios de trabajo, uno en París y otro en el campo. Del uno al otro no hay ningún objeto en común, pues no se transporta nunca nada. Sin embargo, los dos lugares son idénticos. ¿Por qué? Porque la disposición de los útiles (papel, plumas, pupitres, relojes, ceniceros) es la misma: es la estructura del espacio lo que configura su identidad. Este fenómeno privado bastaría para esclarecer el estructuralismo: el sistema prevalece sobre el ser de los objetos.
 
 
 
Mi cuerpo sólo está libre de todo imaginario cuando reencuentra su espacio de trabajo. Este espacio es en todas partes el mismo, pacientemente adaptado al goce de pintar, de escribir, de clasificar.
 
 
 
 
Soy incapaz de trabajar en una habitación de hotel. No es el hotel en sí lo que me molesta. No se trata del ambiente o de la decoración; se trata de la organización del espacio (¡Por algo soy estructuralista!). Para que yo pueda trabajar, es menester que esté en condiciones de reproducir estructuralmente mi espacio de labor habitual. París, el lugar donde trabajo (todos los días de las nueve y media a las trece horas: ese timing regular de funcionamiento de la escritura me conviene más que el timing fortuito que supone un estado continuo de excitación) está en la habitación donde duermo (que no es aquella en que me lavo y tomo mis comidas). Ese lugar se completa con un lugar de música (toco el piano todos los días más o menos a la misma hora, a las catorce y treinta) y con un lugar de pintura, con muchos utensilios. En mi casa de campo he reproducido esos tres lugares. Poco importa que no estén en la misma habitación. No son los tabiques de separación, sino las estructuras lo que cuenta.
 
 

 
Pero eso no es todo. Es necesario que el espacio de labor propiamente dicho esté también dividido en cierto número de microlugares funcionales. Primero, debe haber una mesa (me gusta que sea de madera, pues la madera me encanta). También me hace falta una prolongación lateral, es decir, otra mesa en la que pueda colocar las diferentes partes de mi trabajo. Y luego necesito un lugar para la máquina de escribir y un pupitre para las diferentes criaturas de mi imaginación, microplannings para los tres días siguientes y macroplannings para el trimestre, etc. (Tenga usted en cuenta que no los miro nunca. Su sola presencia me basta). Por fin, tengo un sistema de fichas de formas igualmente rigurosas: un cuarto del formato de mi papel habitual.
 


 
Si yo fuera escritor y estuviera muerto me gustaría que mi vida se redujese, por obra de los cuidados de un biógrafo amistoso y desenvuelto, a algunos detalles, a algunos gustos, a algunas inflexiones, digamos a biografemas.
 
 
 
 
 
Roland Barthes por Roland Barthes, Barcelona, Kairós, 1978. Traducción de Julieta Sucre
Jean-Louis CALVET, Roland Barthes. 1915-1980, Barcelona, Gedisa, 1992. Traducción de Alberto Luis Bixio