viernes, 30 de marzo de 2012

Angélica Liddell






Dependo tanto, tanto de los acontecimientos, de los encuentros, del azar y del misterio que el escritorio muchas veces acaba siendo mi cuerpo. Un escritorio necesita horario. En cambio un cuerpo solo necesita la vida. Escribir significa organizar la catástrofe. Cualquier hotel sirve para ser catástrofe y organizar la catástrofe, todo al mismo tiempo. Muchos textos dependen de las experiencias que acompañan a esas habitaciones. Sin esas habitaciones, hay textos que jamás hubieran existido, incluso obras enteras. Venecia, por ejemplo.

Tal vez la vida en los hoteles ha transformado mi manera de escribir. No lo sé. Lo provisional... No lo sé.


























© Texto y fotografías: Angélica Liddell


Angélica Liddell (Figueres, Girona, 1966), narradora, poeta, actriz, autora y directora teatral, es una de las creadoras más importantes de la escena contemporánea española. La violencia y el poder, el sexo y la muerte, la locura, los mitos antiguos y modernos son algunos de los temas obsesivos de su escritura. En 1993 fundó con Gumersindo Puche la compañía Atra Bilis. Ha escrito y dirigido, entre otras, El mono que aprieta los testículos de Passolini (2010), Te haré invencible con mi derrota (2009), La casa de la fuerza (2009),  Venecia (2009), Anfaegtelse (2008), Desobediencias: yo no soy bonita (2008), Perro muerto en tintorería: los fuertes (2007), Mi relación con la comida (2006), El año de Ricardo (2005), Y como no se pudrió: Blancanieves (2005), Y los peces salieron a combatir contra los hombres (2003), Hysterica passio (2003), El matrimonio Palavrakis (2001), La falsa suicida (2000), Suicidio de amor por un difunto desconocido (1996) y La Dolorosa (1993).    

lunes, 26 de marzo de 2012

Alejandro Pedregosa





Este que ves, amigo, es el escritorio de invierno; hay otro para los meses estivales. Y no es que no haya podido encontrar en los setenta metros cuadrados que habito un único espacio para inventar historias y componer poemas, se trata más bien de un capricho, de una costumbre cíclica y trashumante que me ayuda a aligerar los cientos de horas que paso al año sentado frente al ordenador.

El escritorio de invierno es desmontable, una jaima literaria en medio del salón, no vale nada, una mesa plegable sacada de la basura que alguien, con más sensatez que yo, decidió jubilar. En cambio, el escritorio de verano tiene toda una habitación para él, y coloridos cajones, y anaqueles y corchos repletos de notas y postales de amigos que un día, a miles de kilómetros, se acordaron de nuestra amistad y la celebraron con unas breves palabras: Un abrazo desde Glasgow. Hace un frío de cojones. Charly.

Sí, el escritorio de verano es un rey que pasa medio año en el exilio. El de invierno, por su parte, se sabe frágil, quizá no llegue a la próxima estación, puede que lo tire en un ataque de vergüenza o que lo condene al ostracismo del desván para olvidarme así de mis propios inviernos.

El escritorio ignora su futuro. En eso él y yo nos parecemos.








© Texto y fotografía: Alejandro Pedregosa


Alejandro Pedregosa (Granada, 1974) es licenciado en Filología Hispánica y Teoría de la Literatura por la UGR, gestor cultural y profesor de escritura creativa. Ha publicado los libros de poemas Los labios celestes (Pre-Textos, 2008), En la inútil frontera (Point de Lunettes, 2006), Retales de un tiempo amarillo (Ayuntamiento de Trujillo, 2002) y Postales de Grisaburgo y alrededores (Universidad de Granada, 2001), y las novelas Un mal paso (Ediciones B, 2011), Un extraño lugar para morir (Ediciones B, 2010), El dueño de su historia (Point de Lunettes, 2008) y Paisaje quebrado (Germanía, 2005).  

jueves, 22 de marzo de 2012

Óscar Esquivias





Las dos celdas

Mi escritorio en realidad se llama «tiempo». Sólo me siento a escribir si tengo dos o tres horas de soledad y tranquilidad por delante; el lugar donde lo haga me importa poco mientras me permita el aislamiento: no puedo concentrarme con gente a mi alrededor y me desazona la idea de que alguien pueda asomarse por encima de mi hombro a curiosear (le oí decir a Antonio Pereira que él nunca trabajaba de espaldas a una puerta y yo le entiendo perfectamente). Las dos mesas sobre las que más he escrito están en mi casa de Madrid y en la de mis abuelos en Villandiego (un pueblo de la provincia de Burgos, en la comarca de los páramos). Casi todas mis novelas las he empezado en el primer lugar y las he terminado en el último. La imagen corresponde a la habitación madrileña, casi imposible de fotografiar: es tan pequeña que no permite ningún ángulo cómodo para abarcar toda la mesa que, además, está frente a una ventana, por lo que el contraluz estropea todas las fotos. Así, para tomar la imagen he tenido que salir al pasillo y ocultar la ventana con la puerta, por lo que al final he adoptado la perspectiva del curioso que tanto temo: la de quien, ajeno, se asoma a mis espaldas (ay, sí, a despecho de lo afirmado antes, escribo de espaldas a la puerta…). En la foto apenas se puede apreciar la mesa, que es sencilla, larga y estrecha, casi como las que utilizan los empapeladores de paredes (mi padre lo era –además de pintor y escayolista– y tenía una así en Burgos, plegable y portátil, con la que salía a trabajar y que, en Navidades, nos servía para colocar el belén). Al ver esta foto de mi cuarto he pensado en una celda monástica barroca, con esa decoración tan abigarrada de estampitas, que –en mi caso– son postales y sellos de cartas de mis amigos: todo lo que está fijado en las paredes o en la puerta ha viajado por el mundo y lo he recogido en mi buzón. El crucifijo que preside el cuarto procede de Villandiego, de la habitación donde dormía de niño, y me ha acompañado en las casas en las que he vivido desde que me independicé. Está rodeado de retratos: de mi novio, de amigos, de escritores y artistas que admiro (Mozart, Isherwood, Tagore, Pushkin, Dostoievski, Roberto Rossellini, Juan Ramón Jiménez, Gómez de la Serna, Eduardo de Filippo, Chéjov…). Es un retablo caprichoso, debido al azar del correo, pero todos son santos de mi devoción y les rezo laica y devotamente.




Mi habitación en Villandiego también parece una celda, pero en este caso cisterciense o cartujana: nada decora sus paredes, todo es sobrio y esencial, como el propio paisaje que rodea la casa.






© Texto y fotografía: Óscar Esquivias


Óscar Esquivias nació en Burgos en 1972. En Ediciones del Viento ha publicado dos libros de cuentos: La marca de Creta (Premio Setenil, 2008) y El chico de las flores (2010). Fundó y dirigió Calamar, revista de creación (1999-2002). Es autor también de las novelas Jerjes conquista el mar (Ediciones del Viento, 2009), Huye de mí, rubio (Edelvives, 2002), El suelo bendito (Algaida, 2000), la trilogía formada por Inquietud en el Paraíso (Ediciones del Viento, 2005), La ciudad del Gran Rey (2006) y Viene la noche (2007) y la serie de novelas de aventuras El signo de los valientes, de la que Edelvives ha publicado sus dos primeras entregas: Mi hermano Étienne (2007) y Étienne el traidor (2008). Con el fotógrafo Asís G. Ayerbe ha editado varios libros ilustrados, como Secretos xxs (Los Duelistas, 2008) y La ciudad de plata (El Pasaje de las Letras, 2008).


lunes, 19 de marzo de 2012

Pilar Fraile Amador





Material de derribo

Nunca he tenido un lugar fijo para escribir, ni le he dado demasiada importancia a la mesa, el lápiz, el ordenador…; sin embargo, cuando me puse a pensar en ello la casa de mi abuela materna no dejaba de rondarme la cabeza, así que me acerqué.

En la casa se han ido acumulando los objetos despreciados, las colchas de encaje, los visillos amarillentos, las cazuelas y platos de porcelana, los frigoríficos desconchados, los sillones, sobre todo los sillones, que los hijos ya no querían en sus casas nuevas. Luego, con cada cambio de estación alguien reordena algunos y los saca al patio.

Ese patio de la casa de mi abuela, antes establo y letrina y secadero de legumbres y lugar de solaz, se parece al lugar donde escribo. Como en él, intento ir haciendo hueco para los materiales de desecho: una mirada en el metro, un padre que habla con demasiada vehemencia a su hijo, cuerpos semidesnudos que aparecen y desaparecen de las pantallas incitando a algo, aunque no sabemos muy bien a qué.

Todo lo que no se celebra ni se suele meter en las fotos de familia, lo saco al fresco para descubrir su uso al lado de los otros materiales de derribo. Normalmente esto sucede bajo ese cielo azul mortífero que me recuerda que cada detalle, cada gesto es altamente inflamable; que separado del cúmulo de normas y sobrentendidos que le otorgaba una función precisa lo real es siempre perturbador.






© Fotografía: Pedro Campoy


Pilar Fraile Amador (Salamanca, 1975) ha publicado los libros de poemas La pecera subterránea (Amargord, 2011) y El límite de la ceniza (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2006), y las plaquettes Antídoto (Legados, 2009) y La disección de los insectos (Delirio, 2006). Su libro Larva saldrá próximamente en la editorial Amargord. Poemas suyos aparecen en antologías como Por donde pasa la poesía (Baile del Sol, 2012), Pájaros raíces (Abada, 2009) o La república de la imaginación (Legados, 2009). En 2010 dirigió junto a los poetas Esther Ramón y Alejandro Céspedes el programa de radio Definición de savia en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Parte de su obra ha sido traducida al inglés por el poeta Forrest Gander y ha aparecido en 2011 en la revista de la universidad de Houston Gulf Coast Magazine. Actualmente cursa su doctorado en Literatura en la Universidad Complutense de Madrid e imparte clases de escritura creativa.

viernes, 16 de marzo de 2012

Ángel Olgoso





Memorias del subsuelo

Siempre añoré escribir en una alta torre que me protegiera contra las colisiones de la realidad, cerca de las nubes y del silencio más puro, bajo el benéfico resplandor de la mañana o de las constelaciones, recluido como un farero que se entrega con ahínco a encender el pequeño fuego de la creación. Pero, accidentalmente, lo hago en un espacio irrelevante robado al sótano. Siempre añoré el cálido y pulcro confort de los enmoquetados despachos que habitó Simenon, con sus colores claros impregnándolo todo de un grato minimalismo. Pero, accidentalmente, me aplico a la propia obra en un lugar que podría tener, a ojos de un observador imparcial, algo de madriguera oscura y tosca, de bodega de papel. Siempre añoré un scriptorium monástico, un estudio semejante al despojado de Kawabata, al sólido de Conan Doyle, al museístico de Mario Praz o al tenebroso de Kubin en su castillo. Siempre soñé siguiendo a esos caprichos que suelen regir el corazón de un artista adolescente que en aquel escritorio ideal temblarían las vidrieras de oro y púrpura de Aloysius Bertrand y refulgirían sobre él, como derramadas monedas de medio florín, los tejados de pizarra de Marcel Schwob. Pero, accidentalmente, el sol apenas se digna engalanar estas profundidades con una pálida llama de ámbar: según el poeta Burns, los planes mejor trazados por ratones y hombres tienen tendencia a torcerse. 

 Sin embargo, es un rincón lo bastante tranquilo para un ermitaño que adora el silencio y los vecinos sordos y mudos. Un buen lugar para esconderse de las decepciones, de la sordidez, de las inoportunidades de la materia. En las estanterías se aprietan libros organizados por temas y géneros, alfabéticamente. Las paredes han sido colonizadas sin piedad por fotografías de genios tutelares, por cuadros, láminas, grabados, ilustraciones todas de la extrañeza fantástica. Y, como un cardenillo que bordea mesas, repisas y recovecos, crecen chinoiseries, bibelots, souvenirs de viajes no realizados y de recuerdos imposibles. El horror vacui se ha convertido, accidentalmente, en la nota tónica de este cuarto. De hecho, parece un compromiso entre el desbordamiento delirante y el orden intachable. Unas veces es librería de viejo, otras tienda de antigüedades, en ocasiones gabinete de maravillas: puedo levantar la mirada y hallar por doquier temas tentadores o quiméricos, puedo cerrar los ojos y sentir asombro ante el milagro del mundo e inquietud hacia su deriva, puedo incluso fumar una indulgente pipa vacía recostado sobre cojines. En esta orilla íntima, a solas con mis demonios (sin ordenador, escribiendo a mano en folios sueltos o tomando notas en tres de esos deliciosos cuadernillos Paperblanks, cuyas cubiertas reproducen las miniaturas medievales del Libro de Kells, la encuadernación de una obra del Romanticismo y un manuscrito de Poe grabado con su firma) intento pescar pacientemente las palabras justas, atrapar con lentitud y torpeza frágiles términos hechos a medida para cada relato, para cada visión interior o fantasma que me han invadido con anterioridad. 

Cuando buenamente puedo, en el tiempo sustraído al trabajo banal y estéril de mi otra vida, corro escaleras abajo para regocijarme en disciplinadas ensoñaciones, me precipito hacia mi estudio subterráneo con el espíritu predispuesto, entre el escalofrío y el enardecimiento, como el que se adentra en las sombras de una catacumba etrusca, en la cueva de Zaratustra, en la cámara de un tesoro olvidado. Desciendo a un fondo abisal velado por la bruma de los escritores y artistas que fecundaron mi imaginación, sembrado con los acogedores sedimentos de volúmenes y carpetas, de imágenes y objetos exóticos que más parecen piedrecillas tiradas cuidadosamente por Deucalión, arcillas griegas y romanas, ídolos africanos, dagas árabes, abanicos japoneses, azules escarabajos egipcios, deidades hindúes, caligrafías chinas y paisajes montañosos dentro de esferas de cristal, lavas de Islandia, marfiles tallados, corales y estrellas de mar, barcos a escala, relojes de arena, máscaras de papel maché, mariposas embalsamadas, viejas latas de tabaco, abrecartas de madera de sándalo, lamparillas de Las mil y una noches, bustos, tarros de espuma de mar, bastones con cabeza animal, membrillos como los que el añorado Cunqueiro distribuía entre los anaqueles para aromatizar de magia sus libros y sus horas. 

Cuando buenamente pueden, llegan hasta aquí unos pocos amigos escogidos, como esos viajeros de otra época que se detenían ante la ventana de una hospedería de cuya reja colgaba un faisán. Ganan corteses el subsuelo, conversamos, se hacen sitio, bebemos, se solazan con las frutas del país que descubren enmarcadas o encuadernadas, brindamos, reímos, forman parte ya de la dulce familia. Y este solitario, que jamás podrá ofrecerles una compensación suficiente por tales momentos soberanos, se sabe aquí a resguardo de la realidad contra la que levantó esta modesta fortaleza más feliz de lo que es lícito para un hombre que lee y que, accidentalmente, escribe.
 




































© Texto y fotografías: Ángel Olgoso


Ángel Olgoso (Cúllar Vega, Granada, 1961) ha publicado los libros de relatos Los líquenes del sueño (Tropo, 2010), La máquina de languidecer (Páginas de Espuma, 2009), Astrolabio (Cuadernos del Vigía, 2007), Los demonios del lugar (Almuzara, 2007), Cuentos de otro mundo (Dauro, 2003), Granada, año 2039 y otros relatos (Comares, 1999), La hélice entre los sargazos (Instituto de Estudios Almerienses, 1994) y Los días subterráneos (Qüasyeditorial, 1991). Cuentos suyos figuran en antologías como Cincuenta cuentos breves (Cátedra, 2011), Velas al viento. Los microrrelatos de La nave de los locos (Cuadernos del Vigía, 2011), Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (Menoscuarto, 2010), Por favor, sea breve 2 (Páginas de Espuma, 2010), Perturbaciones (Salto de Página, 2008) o Grandes minicuentos fantásticos (Alfaguara, 2004), entre otros. Ha sido traducido al inglés y al alemán.

jueves, 15 de marzo de 2012

Jesús Marchamalo





Inventario

Miro mi escritorio en esta foto, e intento verlo como algo ajeno. Y la primera impresión es de zozobra; un aroma a almoneda o chamarilería. Veo libros, un flexo, un portátil, y delante una zona marrón en la que se ha borrado, con el tiempo, la pintura azul del resto de la mesa. Veo un óleo, abajo a la derecha, que me regaló Mazarío, un reloj sobre un cuaderno abierto, y en la pared, una foto de Walser y otra de Baudelaire como dos santos laicos. 

Hay algo de escenografía casi teatral en los lugares donde se escribe, una coreografía de lo propicio de la que uno inconscientemente se rodea. Siempre me han interesado esos lugares –escritorios, mesas, estudios de pintores–, porque tengo la sospecha fundada de que no son ajenos a la propia creación. Que de algún modo forman parte de ella y que, también de algún modo, la explican. 

Así, en esta voluntad confesa de inventario, me fijo en los cocodrilos de Urberuaga, en los grabados de Pat Andrea, a la izquierda –dos de esas mujeres suyas de una carnalidad atribulada, y en un tintero de tinta azul turquesa, Encre des mers du sud, se llama. Veo también una agenda, un diccionario, una batuta y una nota –en el primer estante de Antonio Gamoneda (esa caligrafía suya, que es casi cuneiforme), al lado de una caricatura de Jorge Ibargüengoitia que me envió Damián Flores, fascinado, después de leer Las muertas.

Hay soldados de plomo, avioncitos, cajas de lata, minerales y piedras traídas de por ahí. De Roma, de Lisboa… Un trozo de empedrado que recogí junto a la iglesia do Carmo, y que pudo, por qué no, pisar Pessoa, con su paso apretado, su maleta de cuero y su bigote isósceles. 

No se ve, pero hay una estrella de la Orden de la Estrella Roja de la URSS que compré en un anticuario, y hay lápices, bolis que nunca escriben, sacapuntas y un gormiti que me regaló mi hijo, Andrés, y que me dice que se llama Ópalo Negro. 

Un paisaje caótico, un tanto abigarrado que ahora miro como si fuera un cuadro; entrecierro los ojos y lo convierto en una mancha: azul, naranja, blanca… 

¿Y esto lo limpias tu?, recuerdo que preguntó una vez, alarmada, una visita. Y sí, sí que lo limpio, y también como parte de la propia escritura. Mientras pienso y doy vueltas a un texto, a una frase, cojo el plumero y limpio: la estrella roja, las piedras lisboetas, el retrato de Conrad y el gormiti de Andrés que, me insiste, se llama Ópalo Negro.


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© Texto y fotografía: Jesús Marchamalo

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Jesús Marchamalo (Madrid, 1962) ha publicado Donde se guardan los libros. Bibliotecas de escritores (Siruela, 2011), Tocar los libros (Fórcola, 2010), Las bibliotecas perdidas (Renacimiento, 2008), 44 escritores de la literatura universal (Siruela, 2009), 39 escritores y medio (Siruela, 2006) y La tienda de palabras (Siruela, 1999). Ha desarrollado gran parte de su carrera periodística en Radio Nacional y Televisión Española y ha obtenido, entre otros, los premios Ícaro, Montecarlo y Nacional de Periodismo Miguel Delibes.



lunes, 12 de marzo de 2012

Carlos Marzal





Paradoja del escritorio

Escribir consiste en no salir de casa. En pensar en la gente, habiendo dejado de tratarla a menudo. En darle vueltas al asunto de la vida, mientras la vida parece que es todo aquello que se nos escapa, dando vueltas, cuando hablamos de ella. Escribir consiste en pasarse el día mirando un papel, o una máquina mecanográfica, o un ordenador, haciendo como si uno mirase las calles, el mar, las montañas, los bosques. Escribir nadie nos había avisado de ellorepresenta estar encerrado en un cuarto la mayor parte del día: nosotros, que teníamos tanta vocación de intemperie, tanto apetito de forajidos. Significa estar rodeado de los mismos cuadros, de los mismos libros, de los mismos cachivaches de siempre, que se acumulan y multiplican a nuestro alrededor: nosotros, que nos soñábamos en la variedad absoluta sin interrupción y, a la vez, en el orden jamás interrumpido. Qué curioso: haber acabado de monjes, siendo partidarios de la disipación; haber ido a parar en eremitas nostálgicos, siendo devotos de la mundanidad. Aquí, en el escritorio ventana, en el escritorio pared, en el escritorio nadie, en el escritorio prisión, en el escritorio universo. Qué extraño este destino de animal sentado.



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© Texto y fotografía: Carlos Marzal

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Carlos Marzal (Valencia, 1961) ha publicado, entre otros, los libros de poemas El último de la fiesta (Renacimiento, 1987), La vida de frontera (Renacimiento, 1991), Los países nocturnos (Tusquets, 1996), Metales pesados (Tusquets, 2001; Premio Nacional de Poesía y Premio de la Crítica), Fuera de mí (Visor, 2004; Premio Loewe) y Ánima mía (Tusquets, 2009); la novela Los reinos de la causalidad (Tusquets, 2005); los cuentos de Con un poco de suerte (Diputación de Málaga, 2006) y Los pobres desgraciados hijos de perra (Tusquets, 2010); los libros de ensayos Poesía a contratiempo (Diputación de Granada, 2002) y El cuaderno del polizón (Pre-textos, 2007); y los aforismos de Electrones (Cuadernos del Vigía, 2007).  

jueves, 8 de marzo de 2012

Luis Melgarejo






Yo en realidad es que no escribo o ya casi no escribo o, cuando escribo, no escribo aquí del todo o, no sé, no sé, no sé. Vamos a ver: escribo. Pero lo más que escribo cuando escribo es de memoria, si es que puede llamarse escritura a lo que en el magín se lleva a compás de palabra viva y luego se pasa a cuadernicos y papeles sueltos para poder tacharlo y respirarlo y sólo al final y esto no siempre y sólo, sólo, sólo cuando toca o hay lugar se acaba tecleando a velocidad de inevitable ráfaga por aquello de que mi madre y mi padre me apuntaran de chiquitanas yo, mayor de tres hermanos, en la academia aquella de mecanografía y primerísimas computadoras de ese pueblo perdido en los montes occidentales que se llama Montefrío a la que yo iba todas las tardes y de la que salí convertido en un auténtico cabrón del teclear sólo por la sencilla razón de que a los que mejor y más cundía la lección nos dejaban después echar el resto de la clase en los pupitres de al lado con uno de aquellos primitivos juegos de ordenador, uno de plataformas, recuerdo, el donkeykong o monkeykong o yo qué sé ya cómo se llamaba.

Pero, bueno, sí, digamos hoy que sí, que escribo aquí, que aquí es donde transcribo, reescribo, tacho y trastacho y que aquí es donde ahora estoy tecleando este texto en el que, como dice el Gamoneda en no recuerdo qué libro ahora mismo que tengo por ahí, sucede lo que siempre pasa por mucho que no se quiera y que no es sino que desde la respiración de la memoria se pasa al vericueto caligráfico y a la deriva de historias y que el proceso de escritura y sus herramientas e incidentes cotidianos acaba filtrándose como un incordio tenaz o como un milagro transparente por la entraña de lo que se escribe y acaban, pues, apareciéndose y colándose dentro del canto y del cuento los lápices afilados sobre la mesa o esos gorriones que ahora mismo están posados en el alféizar al otro lado del cristal de un miércoles de seco frío serrano.

Quizás acabo aquí porque es el escritorio de mi abuelo Isidoro, del padre de mi madre, el escritorio suyo en el que ese hombre que es mi abuelo y al que yo nunca conocí me dicen que anotaba sus cosas después del almuerzo, después de ya recogidos los platos y liado el diario cigarrillo de picadura, después de leerles en voz alta a su mujer y a su hija algún fragmento al azar del libro más vendido de Cervantes, e igual haya una fantasmal querencia de pálpito en esta madera vieja que hace que yo me llegue hasta aquí porque a esta habitación fue a la que lo trajimos, al mueble, digo, claro, desde la casa de Loja después de que Florentina, mi abuela, la madre de mi madre, la esposa de este hombre al que nunca conocí y que todo el mundo me dice que lo hubiera flipado conmigo por aquello de que yo y los libros y eso y yo con él igual, después de que mi abuela, les decía, muriera la mujer tan de repente mientras regaba viuda las macetas de su patio.

Quizás acabo aquí porque es aquí donde han terminado quedándose por voluntad propia y ya para siempre después de las mudanzas todos mis libros y otros muchos que nunca fueron míos pero a los que sus propietarios quisieron por aquí dejar y pueda ser que es que sin más me guste estar con ellos como quien busca el silencio solitario de los camposantos y de tanta tapia y cuneta y esa sabia multitud pacífica de muertos que los habita en esos días azules de meridiano sol al mediodía.

Quizás acabo aquí, ya queda menos, ya pronto pararé, me lo prometo, que tampoco es cuestión de alargarme demasiado con este grato encargo, aquí en la biblioteca de esta casa con libros abierta a tanta gente que no acude del todo o nunca acude no sé por qué muy bien, quizás acabo aquí, me digo, sí, porque es aquí también donde me estoy dejando desde hace ya cuatro años el pellejo día a día y porque es aquí de donde apenas puedo salir al monte mío que más quiero, al monte que es en donde, si os soy sincero ahora, gente amiga, lector desconocido, en donde yo de siempre más he escrito, por el monte, de memoria, caminando. Eso si no contamos, por supuesto, cuando de mozuelillo ya escribía, y únicamente y siempre, en el tan conocido escritorio de la noche enamorada que tan poco me gusta y que tampoco ya frecuento y que en mi caso quedaba donde fuera que estuviera el brasero encendido en la casa de mis padres o en la de mis abuelos Manuel y Adoración, padre y madre de mi padre, los fines de semana y luego ya, después, cómo me acuerdo ahora, casi puedo tocarla, en aquella mesilla de la que no sé ya qué diablos fue, cuando logré por fin, y mi hermano también por parte suya, eso del cuarto propio, sí, porque mi hermana siempre sí lo tuvo, porque era la menor y era la niña, eso del cuarto propio que también y tan bien cartografiara, ya pronto hará cien años, la hija menor del alpinista Leslie y de la bella Julia, la señorita Stephen, claro, sí, cuando ya de casada pasó a firmar con Woolf por su marido Leonard y que yo le leí en mi lengua materna desde su inglés original por gracia y traducción del puto mago Borges, de una edición moderna que por ahí también tengo cerca de donde ahora es que estoy justo escribiendo yo estas líneas en un laptop sin virus que me va de perilla por aquello del linux bienvenido, tecleando, sí, sin monte, a media tarde, hoy, sin noche y sin más memoria y compaña ya que las de estos libros y las de estos mis muertos familiares y esos otros que son desconocidos pero tan nuestros y ahí risueños, sin trampa ni cartón ni más camino y horizonte que el de cumplir con este generoso encargo de palabras que un amigo me ha hecho hace unos días y que acompañarán, ahora cuando las deje terminadas, a esta foto del sitio donde estoy escribiéndolas y donde ya las dejo, ya, aquí en esta ladera norte de nuestra divisoria penibética donde es que está la casa, justo al sur de Granada capital.




© Texto: Luis Melgarejo
© Fotografía: Cecilio Puertas Herrera


Luis Melgarejo (La Zubia, Granada, 1977) ha publicado dos libros de poemas: Libro del cepo (Hiperión, 2000), con el que obtuvo el XV Premio de Poesía Hiperión, y Los poemas del bloqueo (Cuadernos del Vigía, 2008), segunda edición corregida y ampliada), que fue Premio Javier Egea de Poesía en 2005. Poemas suyos se recogen en numerosas antologías y revistas a ambos lados del Atlántico. Imparte talleres de creación literaria en bibliotecas y centros educativos y de adultos de toda Andalucía. Regenta La Casa con Libros, alojamiento rural situado en el pueblo de la Zubia, donde comparte actividades de investigación en poesía escénica y pedagogía literaria con el colectivo La Palabra Itinerante. Junto con el guitarrista Estaban Jusid y el artista plástico Iván Izquierdo desarrolla el proyecto de confluencia entre poesía, música y pintura Subdesarsur


lunes, 5 de marzo de 2012

Clara Obligado






Material para libros que ya he escrito, la tarjeta de Fortune, para llamar por larga distancia, los aforismos de Kafka, a los que me asomo cuando puedo, una lista de la compra, números de teléfono que fueron importantes a los que debí llamar, y que ya ni recuerdo de quiénes son, un florero que era de mi madre y que nunca lleva flores, ese clavel artificial que alguien me regaló, San Pancracio me mira de perfil, como si dirigiera el tráfico, desde una postal, Cortázar estudia el infinito, dos flores de clemátide secas recuerdan una casa que perdí, las cosas que deberían estar archivadas naufragan en el baúl de madera, montañas de originales, propios y ajenos, papeles del taller, clases a medio preparar, papeles de mis hijas, que usan mi escritorio como propio y que, mientras hablan por teléfono, dibujan distraídas sobre mis textos (el recuerdo de sus pasitos menudos interrumpiendo la escritura, mi eterna vacilación entre lo cotidiano y lo abstracto), el listín de teléfono, siempre abierto en el número de mi hermana, un trozo de madera, con las medidas de esa biblioteca que quiero hacer, un pubis femenino me recuerda un momento esplendoroso de amor y sostiene una pelota que nadie sabe cómo llegó hasta ahí. Y los agujeros negros que licuan mis papeles, los gatos siempre sobre el teclado, leves escritores de un misterioso mensaje que se graba en la pantalla. A la derecha, fuera de la imagen, la ventana que da a la terraza, las plantas, la ciudad. La amenaza del orden.




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© Texto: Clara Obligado
© Fotografía: Camila Paz Obligado

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Clara Obligado nació en Buenos Aires. Exiliada política de la dictadura militar, desde 1976 vive en España. Es Licenciada en Literatura, y dirige desde 1978 los primeros talleres de Escritura Creativa que se han organizado en España. Ha publicado las novelas Salsa (Plaza y Janés, 2002), No le digas que lo quieres (Anaya, 2002), Si un hombre vivo te hace llorar (Planeta, 1998) y La hija de Marx (Lumen, 1996; premio Femenino Lumen). Ha publicado con Páginas de Espuma los volúmenes de cuentos El libro de los viajes equivocados (2011), Las otras vidas (2009) y las antologías de microrrelatos Por favor sea breve 1 y 2 (2001 y 2009). Entre sus libros de ensayo destacan Mujeres a contracorriente. La otra mitad de la historia (Plaza y Janés, 2004) y ¿De qué se ríe la Gioconda(Temas de Hoy, 2006). Su obra ha sido traducida a diferentes idiomas.