Memorias del subsuelo
Siempre añoré escribir en una alta torre que me protegiera contra las colisiones de la realidad, cerca de las nubes y del silencio más puro, bajo el benéfico resplandor de la mañana o de las constelaciones, recluido como un farero que se entrega con ahínco a encender el pequeño fuego de la creación. Pero, accidentalmente, lo hago en un espacio irrelevante robado al sótano. Siempre añoré el cálido y pulcro confort de los enmoquetados despachos que habitó Simenon, con sus colores claros impregnándolo todo de un grato minimalismo. Pero, accidentalmente, me aplico a la propia obra en un lugar que podría tener, a ojos de un observador imparcial, algo de madriguera oscura y tosca, de bodega de papel. Siempre añoré un scriptorium monástico, un estudio semejante al despojado de Kawabata, al sólido de Conan Doyle, al museístico de Mario Praz o al tenebroso de Kubin en su castillo. Siempre soñé –siguiendo a esos caprichos que suelen regir el corazón de un artista adolescente– que en aquel escritorio ideal temblarían las vidrieras de oro y púrpura de Aloysius Bertrand y refulgirían sobre él, como derramadas monedas de medio florín, los tejados de pizarra de Marcel Schwob. Pero, accidentalmente, el sol apenas se digna engalanar estas profundidades con una pálida llama de ámbar: según el poeta Burns, los planes mejor trazados por ratones y hombres tienen tendencia a torcerse.
Sin embargo, es un rincón lo bastante tranquilo para un ermitaño que adora el silencio y los vecinos sordos y mudos. Un buen lugar para esconderse de las decepciones, de la sordidez, de las inoportunidades de la materia. En las estanterías se aprietan libros organizados por temas y géneros, alfabéticamente. Las paredes han sido colonizadas sin piedad por fotografías de genios tutelares, por cuadros, láminas, grabados, ilustraciones todas de la extrañeza fantástica. Y, como un cardenillo que bordea mesas, repisas y recovecos, crecen chinoiseries, bibelots, souvenirs de viajes no realizados y de recuerdos imposibles. El horror vacui se ha convertido, accidentalmente, en la nota tónica de este cuarto. De hecho, parece un compromiso entre el desbordamiento delirante y el orden intachable. Unas veces es librería de viejo, otras tienda de antigüedades, en ocasiones gabinete de maravillas: puedo levantar la mirada y hallar por doquier temas tentadores o quiméricos, puedo cerrar los ojos y sentir asombro ante el milagro del mundo e inquietud hacia su deriva, puedo incluso fumar una indulgente pipa vacía recostado sobre cojines. En esta orilla íntima, a solas con mis demonios (sin ordenador, escribiendo a mano en folios sueltos o tomando notas en tres de esos deliciosos cuadernillos Paperblanks, cuyas cubiertas reproducen las miniaturas medievales del Libro de Kells, la encuadernación de una obra del Romanticismo y un manuscrito de Poe grabado con su firma) intento pescar pacientemente las palabras justas, atrapar con lentitud y torpeza frágiles términos hechos a medida para cada relato, para cada visión interior o fantasma que me han invadido con anterioridad.
Cuando buenamente puedo, en el tiempo sustraído al trabajo banal y estéril de mi otra vida, corro escaleras abajo para regocijarme en disciplinadas ensoñaciones, me precipito hacia mi estudio subterráneo con el espíritu predispuesto, entre el escalofrío y el enardecimiento, como el que se adentra en las sombras de una catacumba etrusca, en la cueva de Zaratustra, en la cámara de un tesoro olvidado. Desciendo a un fondo abisal velado por la bruma de los escritores y artistas que fecundaron mi imaginación, sembrado con los acogedores sedimentos de volúmenes y carpetas, de imágenes y objetos exóticos que más parecen piedrecillas tiradas cuidadosamente por Deucalión, arcillas griegas y romanas, ídolos africanos, dagas árabes, abanicos japoneses, azules escarabajos egipcios, deidades hindúes, caligrafías chinas y paisajes montañosos dentro de esferas de cristal, lavas de Islandia, marfiles tallados, corales y estrellas de mar, barcos a escala, relojes de arena, máscaras de papel maché, mariposas embalsamadas, viejas latas de tabaco, abrecartas de madera de sándalo, lamparillas de Las mil y una noches, bustos, tarros de espuma de mar, bastones con cabeza animal, membrillos como los que el añorado Cunqueiro distribuía entre los anaqueles para aromatizar de magia sus libros y sus horas.
Cuando buenamente pueden, llegan hasta aquí unos pocos amigos escogidos, como esos viajeros de otra época que se detenían ante la ventana de una hospedería de cuya reja colgaba un faisán. Ganan corteses el subsuelo, conversamos, se hacen sitio, bebemos, se solazan con las frutas del país que descubren enmarcadas o encuadernadas, brindamos, reímos, forman parte ya de la dulce familia. Y este solitario, que jamás podrá ofrecerles una compensación suficiente por tales momentos soberanos, se sabe aquí –a resguardo de la realidad contra la que levantó esta modesta fortaleza– más feliz de lo que es lícito para un hombre que lee y que, accidentalmente, escribe.
Ángel Olgoso (Cúllar Vega, Granada, 1961) ha publicado los libros de relatos Los líquenes del sueño (Tropo, 2010), La máquina de languidecer (Páginas de Espuma, 2009), Astrolabio (Cuadernos del Vigía, 2007), Los demonios del lugar (Almuzara, 2007), Cuentos de otro mundo (Dauro, 2003), Granada, año 2039 y otros relatos (Comares, 1999), La hélice entre los sargazos (Instituto de Estudios Almerienses, 1994) y Los días subterráneos (Qüasyeditorial, 1991). Cuentos suyos figuran en antologías como Cincuenta cuentos breves (Cátedra, 2011), Velas al viento. Los microrrelatos de La nave de los locos (Cuadernos del Vigía, 2011), Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (Menoscuarto, 2010), Por favor, sea breve 2 (Páginas de Espuma, 2010), Perturbaciones (Salto de Página, 2008) o Grandes minicuentos fantásticos (Alfaguara, 2004), entre otros. Ha sido traducido al inglés y al alemán.
Ángel, tu escritorio da la sensación de aislamiento y de la cálida compañía de los libros.
ResponderEliminarNunca me lo hubiera imaginado así, sin ordenador.
Abrazos
Me gusta que te gusten, Loli. Gracias por estar ahí, un abrazo.
ResponderEliminarYo he tenido el privilegio de estar allí. Al fondo en la pared, reconozco uno de mis dibujos.
ResponderEliminarSimplemente delicioso. Aún considerándolo algo claustrofóbico, es perfecto. Su gabinete de las maravillas. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarun saludo.
endeavour.