miércoles, 19 de diciembre de 2012

Mariana Enríquez


 
 
 
 
 
 
 
Es atroz. Cada vez que entro a la pequeña oficina biblioteca escritorio lugar de trabajo pienso lo mismo. Que el desorden es atroz y debería despejarlo. Que debería saber exactamente qué contiene cada papel, cuaderno, bloc de notas. Que debería arreglar de una buena vez la batería de mi computadora y moverme por la casa, escribir en el sofá, en la cama, en el patio que para algo tengo un patio, cuando alquilé esta casa soñaba, antes de la mudanza, ah, las noches en el patio, tipeando, qué hermosas noches en este barrio de Buenos Aires, lejos del centro, con un parque tan cerca y silencio, ¡silencio en esta ciudad!
 
Pero nunca salí a escribir al patio y sigo aquí, con las bibliotecas cerca y un escritorio que desborda; todo en equilibrio, tocar algo es ponerlo en riesgo de derrumbe. Claro, también están los cajones que nunca abro porque, como decía Silvina Ocampo, un cajón es el territorio más lejano del mundo.
 
Y es que no puedo ordenar porque así escribo. Porque mi escritura es desorden. Paso un rato con un cuento (¿nouvelle?) que no se parece en nada a Sandman pero tiene dioses y eternos, entonces necesito tener cerca algún ejemplar de Sandman pero también un diccionario de mitología griega y el Libro de los seres imaginarios de Borges por las dudas; y otro rato lo paso escribiendo un libro de viajes por cementerios y necesito tener cerca a Philippe Ariès y Danilo Kis; pero también necesito auriculares porque escribo con música, aturdida. Y paso otro rato con una novela que empecé cien veces y está dispersa en veinte cuadernos que están desparramados o apilados sobre mi escritorio, así como están todos los libros sobre y de Silvina Ocampo, porque también estoy escribiendo sobre ella. Y si funciona lo poco o mucho que funciona, funciona así, con el horrible empapelado de caballitos y las postcards de muertes mexicanas y la cajita de plástico con corazones para el sacapuntas y los lápices y el teléfono para cuando necesito llamar a alguien. Aprendí a escribir en una redacción periodística y, antes, escribí una novela en máquina de escribir. No necesito silencio ni tranquilidad. Antes necesitaba una silla magnífica y ya la tengo. Antes necesitaba fumar, pero ya no fumo. Ahora necesito una cafetera y un ventilador alto para pasar el verano escribiendo la historia de una chica que entra a una casa abandonada y no sale nunca más.
 
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Mariana Enríquez
 
 
Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) es licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional de La Plata y periodista. Ha publicado las novelas Cómo desaparecer completamente (Emecé, 2004) y Bajar es lo peor (Espasa Calpe, 1994), la nouvelle Chicos que vuelven (Eduvim, 2010) y el libro de cuentos Los peligros de fumar en la cama (Emecé, 2009). Escribe en Radar, el suplemento literario de Página 12.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Fernando Iwasaki






Cuando cumplí los cincuenta, descubrí que para enfrentarme a la dichosa página en blanco necesitaba una mesa más bien vacía, aunque semejante superficie era impensable porque en mi escritorio los libros, las cartas, los papeles y los cachivaches se multiplican como los hongos que crecían en los pasamanos de las escaleras de la casa de la Maga de Rayuela. Entonces pensé que antes que una mesa vacía necesitaba un espacio diáfano y limpio donde montar las estanterías definitivas, la última biblioteca después de tropecientas mudanzas. Ahora me enfrento a las repisas en blanco y disfruto pensando en cómo colocaré los libros sobre las baldas. ¿Por géneros? ¿Por países? ¿Por orden alfabético? ¿Por idiomas?
 
Desde hace quince años vivo en una casa rural que todavía no termino de rehabilitar, porque el pozo, la huerta, los tejados y los desconchones siempre eran más urgentes que la biblioteca. Pero al fin he llegado a la edad de merecer un lugar de trabajo más decente, aunque se trate del antiguo establo de la propiedad. ¿Acaso un azulejo sevillano que quiere honrar los antiguos nombres del callejero hispalense no dice «Calle Alfonso X el Sabio antes Burro»? Mi biblioteca es igualita, pero sin doble sentido: antes, todos burros.
 
Jamás hay que colocar los libros de un autor al lado de cualquiera, pues hay quienes se resienten, se deprimen e incluso a quienes se les pegan cosas. ¿Por qué zutanito adjetiva ahora como menganita? ¿Y si a perencejo lo arrimo a fulanita para que se ponga más tierno? Como encaje los libros de uno que yo me sé entre Nabokov y Buffalino, seguro que trinca un premio. Por eso las estanterías en blanco son más estimulantes que la página ídem.
 
He preferido publicar una foto de la biblioteca vacía porque hay gente muy mala, que en lugar de fijarse en si uno tiene libros, lo que quiere saber es si uno tiene muchacha.
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Fernando Iwasaki
 
Fernando Iwasaki (Lima, 1961) es escritor, ensayista e historiador. Es autor de las novelas Neguijón (2005) y Libro de mal amor (2001); de los ensayos Nabokovia Peruviana (2011), Arte de introducir (2011), rePUBLICANOS (2008), Mi poncho es un kimono flamenco (2005) y El Descubrimiento de España (1996); de las crónicas reunidas en Una declaración de humor (2012), Sevilla, sin mapa (2010), La caja de pan duro (2000) y El sentimiento trágico de la Liga (1995), y de los libros de relatos España, aparta de mí estos premios (2009), Helarte de amar (2006), Ajuar funerario (2004), Un milagro informal (2003), Inquisiciones Peruanas (1994), A Troya Helena (1993) y Tres noches de corbata (1987), entre más de veinte títulos. Entre 1996 y 2010 dirigió la revista literaria Renacimiento.