martes, 23 de abril de 2013

Soledad Fariña






Mi escritorio 


Una vez al mes queda mi mesa limpia y vacía, azul la superficie y plateado el computador-ordenador. Pero quise retratar el escritorio tal como está hoy y casi siempre: barroco-caótico. Imágenes de hijos, nuera, madre, padre, marido, nietos, hermanos, sobrinos me rodean. No las veo cuando escribo, pero están ahí, acompañándome y recordándome los momentos de alegría del mundo afectivo que quedó en Santiago. Arriba, en el estante, los libros que quiero tener a mano, y pegados a los libros: Yeats y Safo. Más fetiches: de Santo Domingo, una pareja que baila merengue; de México, una Frida Kahlo pintada en latón; un pequeño retablo y una canasta de fibras de Perú, un sapito de Puerto Rico, un collar hecho en Valencia; arriba, también pegada a los libros, una foto del año 1990 con mis amigas y cómplices Olga Grau, filósofa, Raquel Olea y Eliana Ortega, críticas chilenas y Diana Bellessi, la poeta argentina. Sobre la mesa, la cubierta de Erdera, el libro que ahora me deleita. ¿Y la botella de vino? Cerrada, hasta que la etiqueta que dice Fariña desaparezca con los años. Es de una viña gallega. Vivo cerca del mar, en Mirasol, un balneario del litoral central, sin embargo no escribo frente al mar. Mi lugar es esta mesa silenciosa cuya música constante son las olas y el esfuerzo –expresados en cantitos agudos de los picaflores (colibríes) por mantenerse en el aire y chupar, hasta la última gota, el néctar de las flores del Abutilon. Abundan los pájaros en mi jardín, eso y las olas son en realidad mi soporte de escritura, porque una vez conectada, mi cabeza está tan metida en sí misma y las palabras, que al salir el entorno es una sorpresa: el sol a veces la bruma o la garúa–, el aire, los arbustos, las flores, y el mar. Digo una sorpresa porque no siempre ha sido así: antes mi escritorio fue el tiempo-espacio robado a la oficina, los tranvías, el metro, mi cama, cualquier mesa que me acomodara para trazar unas líneas que luego se volcarían en algún computador (ordenador) prestado. Pero ahora, y hasta que dure, mi espacio de escritura es así.









© Fotografía y texto:  Soledad Fariña


Soledad Fariña (Antofagasta, 1943) estudió Ciencias Políticas y Administrativas en la Universidad de Chile, y Filosofía y Humanidades en la Universidad de Estocolmo. Ha publicado los libros de poemas El primer libro (Amaranto, 1985), Albricia (Archivo, 1988; Cuneta, 2010), En amarillo oscuro (Surada, 1994) La vocal de la Tierra (Cuarto Propio, 1999; Amargord, 2012), Otro cuento de pájaros (Las dos Fridas, 1999), Narciso y los árboles (Cuarto Propio, 2001), Donde comienza el aire (Cuarto Propio, 2006), Se dicen palabras al oído (Torremozas, 2007), Todo está vivo y es inmundo (Cuadro de Tiza, 2010) y Pac Pac pec pec (Literal, 2012). En 2007 fue nominada al Premio Altazor. Actualmente es profesora de literatura en la Universidad de Chile y dirige el taller de poesía de la carrera de Literatura Creativa en la Universidad Diego Portales.

miércoles, 17 de abril de 2013

Juan Gracia Armendáriz








Ese rostro me mira todos los días de frente, mientras escribo. Su gesto es admonitorio y me señala con un dedo iluminado; sí, se diría que me enfoca con una linterna desde algún prostíbulo de Santa María. El gesto recuerda a los carteles de propaganda bélica: “¡Tu patria te necesita!”. Pero el hombre que me señala desde una estantería fue un exiliado y descreía de toda patria que no estuviera hecha de papel. Juan Carlos Onetti, el Mandril, estaba en buena forma cuando lo fotografiaron vestido con una elegancia un poco sombría, pico de pañuelo en el bolsillo superior de la americana, chaleco viejo y corbata mal anudada. Lo más temible son los ojos bovinos tras las gafas de pasta negra, esos párpados globulosos. No olvidemos la sonrisa contraída, la frente ovoidal. Ese retrato es mi hombre invisible, quien culpablemente señala hacia mi escritorio cuando yo ya me he ido a disolver la ansiedad que me causa la escritura de un capítulo desfallecido, un párrafo cojo, una frase que balbucea. Ahora no hay nadie en mi mesa de trabajo y flota en el cuarto el aire vibrátil de una pelea. Al otro lado de la casa, me asomo al balcón y respiro niebla, pero él, sin piedad, señala –ilumina–, el espacio vacío del escritorio. Me recuerda que no debo malgastar el tiempo. Tiene gracia que sea Onetti, tan dado a la indolencia, a la escritura que desconoce palabras como disciplina, horario, trabajo constante, quien señale mis límites. A pesar de ese dedo acusatorio y luminoso era un amante de la literatura; sólo se acostaba con ella por placer. Jamás la escritura sin pasión; jamás el sexo rutinario. Onetti o la escritura como deseo. Mortal, al fin y al cabo, cada vez que regreso al escritorio y me siento tras la pantalla del ordenador, miro el retrato y al punto empiezo a sudar tinta roja.








© Texto y fotografía: Juan Gracia Armendáriz


Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965) ha sido profesor en la Facultad de Ciencias de la Documentación de la Universidad Complutense de Madrid, donde se doctoró con una tesis sobre Francisco Umbral. Ha publicado poesía: Como si al otro lado latiera (Endymion, 194); cuento: Queridos desconocidos (Fondo de Publicaciones del Gobierno de Navarra, 1998); microrrelato: Cuentos del jíbaro (Demipage, 2008), Noticias de la frontera (Libertarias/Prodhufi, 1994; Premio Jaén); reportaje:  Cuero de montaña (Demipage, 2008); ensayo: Gente de libro (Demipage, 2006; con Pedro Carrillo); y las novelas Piel roja (Demipage, 2012), Diario del hombre pálido (Demipage, 2010), La línea Plimsoll (Castalia, 2008; Premio Tiflos) y Cazadores (Bilaketa, 2002; Premio Francisco Ynduráin). Colabora en diversos medios y es columnista en el Diario de Navarra.

jueves, 11 de abril de 2013

Alberto Chimal







Mi escritorio 


Hace un mes, mi esposa, Raquel, dejó la oficina en la que había trabajado durante los últimos seis años. 

Fue una decisión difícil y –en el ambiente laboral mexicano– tal vez incluso peligrosa, o eso nos decían algunos amigos con buenas intenciones. 

Pero, la verdad, en el ambiente laboral mexicano de estos días –y en el ambiente mexicano a secas– todas las decisiones de cambio son peligrosas aunque también, muchas veces, sean imprescindibles. La oficina se había vuelto asfixiante y Raquel deseaba tiempo para escribir; como yo mismo pasé por esa situación hace años, y di ese paso (ese salto), no pude menos que apoyarla. Y aquí estamos ahora: comienza el periodo de estirar los ahorros y terminan mis seis años de disponer de una oficina de 90 metros cuadrados con recámara, cocina y baño. Ahora somos dos los que trabajamos aquí de tiempo completo. 

Todo esto tiene que ver con mi escritorio porque nuestro departamento, para albergar a dos escritores freelance, ha tenido que sufrir algunas modificaciones. Hemos desechado al menos cien kilos de objetos que simplemente dejamos acumularse durante años (desde libros hasta utensilios de cocina, desde una laptop descompuesta en 2004 hasta una bola de cristal que, creo, no ha funcionado jamás) y que no me molestaban porque no estaban aquí, en la habitación que utilizo como estudio. Estamos reorganizando las otras habitaciones: las volvemos más habitables, las domesticamos, las adaptamos. Y como ese proceso toma tiempo, e implica remover depósitos muy viejos de desechos, de objetos sin objeto (Philip K. Dick los llamaba kippel: la materia que da la impresión de aparecer espontáneamente, que llena los espacios y que es una manifestación del deterioro del universo), resulta que ningún sitio queda intacto, ningún rincón permanece como estaba, y esto incluye a mi propio escritorio. 

El retrato de Borges solía ir donde se ve en la imagen, a un lado de mi computadora, pero ésta miraba hacia el oeste y no, como ahora, hacia el sur. El Dalek que se ve más allá del monitor descansaba en una mesa de centro que ya no está más con nosotros. Los objetos que se adivinan tras el monitor están simplemente amontonados, a la espera de que se despeje el sitio que les corresponderá cuando hayamos terminado los arreglos, y son una caja de tachuelas, unos audífonos, papeles diversos, controles remotos y cables; en el otro extremo de la mesa, que no se ve en la foto, hay discos DVD y Blu-ray, cajas para CD, más tachuelas y un paquete de tarjetas de cartulina. La propia mesa en la que todo está puesto, y que es una mesa sencilla de plástico blanco, no es la que utilizaba hasta hace unas semanas: el viejo escritorio que tenía era demasiado pequeño (de tamaño escolar, en realidad) y por fin me harté y me deshice de él aunque no tuviera nada apropiado con lo que reemplazarlo.

Tampoco se ven la máquina de ejercicios en uso; la máquina sin usar; el librero repleto de comics, novelas prestadas y libros de teoría literaria (que no he abierto desde que terminé mi tesis de maestría); la televisión, fija en una pared, en la que veíamos películas y que ahora está ociosa; la caja que guarda lo que contenían los cajones del escritorio del que me deshice; el gato, que se acaba de meter entre dos cajas y hasta un rincón que ya no consigo ver. Las lámparas que alumbran todo y que antes estaban en un espacio que servía de estancia, y que ahora está lleno de otras cajas. 

La nota adhesiva que dice 



está pegada al monitor desde hace meses: hasta ahora digo “basta” y cumplo con este encargo al que me comprometí en 2012. Todos los compromisos parecen igual de urgentes que sacar objetos, meter objetos, desechar objetos, apilar y clasificar y discriminar objetos, pero sólo podemos atacar uno a la vez. Ahora es el momento de atacar éste. 

¿Cómo se escribe en una zona en remodelación? Igual que como se vive. La intención no es más que ir contra la entropía: reducir el caos y mantenerlo a raya con tanto éxito como sea posible. Nunca se conseguirá la plenitud del trabajo sereno, ininterrumpido, sin estorbos materiales, que Mario Vargas Llosa recomendó famosamente en alguno de sus artículos. Ocho horas seguidas de escritura disciplinada, continua, perfectamente eficiente no son una posibilidad en nuestra situación actual y, tal vez, tampoco en nuestra situación de clase. Ni en nuestro país. 

Pero al menos podemos ganarle espacios al caos: junto con la búsqueda del orden, y los muchos fracasos de esa búsqueda, otra constante de la historia humana es el éxito parcial, la victoria pasajera contra el deterioro. Las herramientas instaladas en la computadora funcionan. Mi cerebro y mis manos, que las utilizan, también. El retrato de Borges es el que debe estar: el del autor por el que supe de la libertad de la escritura, cuando era apenas adolescente, y el Dalek me gusta: es uno de los villanos de la serie inglesa Dr. Who, que como toda obra de cultura popular haría rabiar –si la conocieran– a los críticos más snob del país en el que vivo.


© Texto y fotografía: Alberto Chimal



Alberto Chimal (Tolula, México) ha publicado las novelas Los esclavos (Almadía, 2009) y La torre y el jardín (Océano, 2012) y los ensayos La cámara de maravillas (Universidad de Guadalajara, 2003) y La Generación Z (Conaculta, 2012). Entre sus numerosos libros de cuentos destacan YYZ (La tinta del alcatraz, 1991), Historias del predicador, el mago y el rey (Mixcóatl, 1998), Gente del mundo (Tierra adentro, 1998), El país de los hablistas (Umbral, 2001), Grey (ERA, 2006), El viajero del tiempo (Posdata, 2011) y El último explorador (Fondo de Cultura Económica, 2012), antologados por Antonio Jiménez Morato en Siete (Salto de Página, 2012). 






viernes, 5 de abril de 2013

Cristina Fernández Cubas







Como se ve en la foto, uso gafas para escribir, mi ordenador tiene sus años, sobre la mesa de trabajo hay un cuaderno doble y una pluma, y en la habitación entra de lleno el sol. Tengo además un sillón con ruedecillas y un almohadón de colores que hice yo misma, hace ya tiempo, con los restos de un poncho peruano. Suelo hacerlo a menudo. Transformar las cosas a las que he tomado afecto y ya no sirven, y encontrarles nuevos usos para que sigan vivas. Por eso las estanterías están llenas de recuerdos y por eso también –censura previa– he tomado ciertas medidas antes de que mi amiga Montse Clavé llegase con su cámara. Lo primero ha sido recoger papeles, cerrar cuadernos y cubrir con páginas en blanco hojas escritas, cartas, facturas, dibujos, recortes de prensa o cualquier presencia de esas muchas que, sin que podamos recordar cómo aparecieron, terminan echando raíces en los escritorios. En la mesa, pues, está todo lo que estaba. Solo que no se ve.

Me cuentan que algo parecido me ocurría de pequeña. Que en los lejanos tiempos del colegio todos los viernes –día de redacción– yo me ocultaba tras un parapeto de libros y rodeaba la libreta escolar con el brazo izquierdo. Tal vez me abandonaba a la ilusión de que así me construía un pequeño espacio, un íntimo despacho propio dentro de un aula despersonalizada. Y en esa burbuja imaginaria me permitía fantasear, olvidarme de los demás, aislarme de otras miradas y concentrarme. Quizás no cambiemos tanto con el tiempo o, simplemente, no seamos más que lo que fuimos de niños. El caso es que, en muchos aspectos, sigo igual. Creo que todo lo que aún no he dado a conocer debe permanecer secreto. Como también que el proceso de escritura, además de su carácter reservado, es un misterio. Y miro de nuevo la fotografía con libros al fondo y, sobre la mesa, el cuaderno doble y la estilográfica. Mi “recado de escribir”. La esencia misma. Y flotando en el aire (aunque no se vea) adivino lo que queda por hacer, lo que se está fraguando, aquello que todavía no ha cobrado forma. Pero no diré más; el resto es privado. La estrecha relación, el día a día, entre escritura y autor. El siempre enigmático y sorprendente proceso. Hasta que no nos queda más remedio que poner punto final y esperar a que nuestras historias regresen vestidas de libro para ocupar un lugar en las estanterías del fondo…Y vuelta a empezar. La fase que más me gusta. El secreto.






© Fotografía: Montse Clavé


Cristina Fernández Cubas (Arenys de Mar, Barcelona, 1945) ha publicado libros de relatos: Mi hermana Elba (Tusquets, 1980), Los altillos de Brumal (Tusquets, 1983), El ángulo del horror, (Tusquets, 1990), Con Agatha en Estambul (Tusquets, 1994) y Parientes pobres del diablo (Tusquets, 2006), reunidos en Todos los cuentos (Tusquets, 2008); novelas: El año de Gracia (Tusquets, 1985), El columpio (Tusquets, 1995) y, bajo el seudónimo de Fernanda Kubbs, La puerta entreabierta (Tusquets, 2013); biografía: Emilia Pardo Bazán (Omega, 2001); la obra de teatro Hermanas de sangre (Tusquets, 1998) y el libro de memorias Cosas que ya no existen (Lumen, 2001). Su obra está traducida a diez idiomas. 

lunes, 1 de abril de 2013

Gaston Bachelard





Mi lámpara y mi papel blanco

Cuando se repiensan las numerosas pero monótonas imágenes del trabajador obstinado, leyendo y meditando bajo la lámpara, uno empieza a vivir como si fuera el personaje único de un cuadro. Una pieza con muros desvaídos y como apretados sobre su centro, concentrada en torno del hombre que piensa, sentado ante la mesa iluminada por la lámpara. Durante su larga vida, la mesa ha recibido mil variantes, pero conserva su unidad, su vida central. [...] El verdadero espacio del trabajo solitario es, en una habitación pequeña, el círculo iluminado por la lámpara. Jean de Boschère sabía esto cuando escribió: Sólo en una habitación exigua se puede trabajar. Y la lámpara de trabajo concentra la habitación en las dimensiones de la mesa. 

La soledad se acrecienta si, sobre la mesa iluminada por la lámpara, se expone la soledad de la página blanca. ¡La página blanca!, ese gran desierto por atravesar, nunca atravesado. Esa página blanca que permanece blanca cada noche, ¿no es acaso el gran signo de una soledad sin fin recomenzada? ¿Y qué soledad se encarna al lado del solitario cuando este es un trabajador que no solamente quiere pensar, sino que quiere escribir? Entonces la página blanca es una nada, una nada dolorosa, la nada de la escritura. 

[...] 

La página blanca impone silencio. Contradice la familiaridad de la lámpara. [...] Entre esos dos polos está dividido el trabajador solitario. 

[...] 

Al final, hecho el balance de las experiencias de la vida, de las experiencias disgregadas y disgregantes, es más bien ante mi papel blanco, ante la página blanca ubicada sobre la mesa, a la distancia justa de mi lámpara, donde estoy realmente ante mi mesa de existencia. Es en mi mesa de existencia donde conocí la existencia máxima, la existencia en tensión hacia adelante, hacia más adelante, hacia lo alto. A mi alrededor todo es reposo y tranquilidad; mi ser solo, mi ser que busca el ser, tendido hacia la inverosímil necesidad de ser otro ser, un ser mayor. Y así con la Nada, con los Sueños uno cree que podrá hacer libros.






Gaston Bachelard, La llama de una vela, Caracas, Monte Ávila Editores, 1975, Traducción de Hugo Gola.