lunes, 21 de octubre de 2013

Raymond Carver





Escritorio de Raymond Carver
Ridge House, Port Angeles, Washington

Foto Bob Adelman (1989)



Normalmente Ray bosquejaba a mano sus relatos en una o dos sesiones de trabajo. Se recluía en su estudio y aparecía sólo para tomar un café o echar un vistazo al correo. Pero "Catedral" lo esbozó en un tren que discurría paralelo al río Hudson [...] Mientras trabajábamos juntos en "Catedral", acuñamos una frase que llegó a ser permanente en nuestro vocabulario literario. Un día decidí llevar a Ray a cenar a un pub irlandés llamado Coleman's, en las afueras de Syracuse. Yo había estado ya allí con unos alumnos, y la comida había resultado una muy grata sorpresa después de la especie de bodrio que uno tiene que ingerir en los pubs de Irlanda. salimos un poco tarde, y, dado que a mí me habían llevado mis alumnos, empecé a dudar un poco sobre el camino correcto. Ray empezó a perder la paciencia y a decir que jamás llegaríamos a Coleman's. [...] Al final llegamos, y cenamos de maravilla, pero aquella salida nos dejó una impresión que seguimos conservando en nosotros, transmutada. 

Nuestro hábito de trabajo era el siguiente: una vez que Ray había elaborado una versión clara y mecanografiada, me la enseñaba para que opinara. Una mañana, recién llegados a Syracuse de nuestro viaje a Nueva York, consiguió terminar un borrador a máquina de "Catedral" y me lo bajó al sótano donde yo estaba trabajando. Solíamos estudiar sus relatos en lo que llamábamos jocosamente "La Biblioteca", que era una pieza donde guardábamos libros que eran de los dos. Nos sentábamos en el sofá, codo con codo, e íbamos pasando una por una las hojas del original. Pero normalmente, al empezar, yo solía darle un somero parte meteorológico sobre en qué estadio de desarrollo veía yo la historia que nos disponíamos a debatir. Aquella mañana dije: "Ray, este va a ser un cuento realmente asombroso, pero aún no lo has llevado a Coleman's". Nos echamos a reír, porque sabíamos exactamente a qué me estaba refiriendo. [...] A partir de entonces, la frase "llevar un escrito a Coleman's" se convirtió en algo talismánico para nosotros.




En Syracuse, Nueva York
Foto Bob Adelman (1984)



Tess GALLAGHER, "Carver Country", en Bob ADELMAN/Raymond CARVER, Carver Country, Barcelona, Anagrama, 2013. Traducción de Jesús Zulaika.


martes, 17 de septiembre de 2013

Antonio Soler








Esto no es exactamente un lugar de trabajo, un sitio del que uno se va cuando lo marca el reloj. Esto es un lugar abstracto, un proyecto. Un recuerdo y un gajo de imaginación, igual que la materia con la que se fabrican las novelas. Los muebles son herramientas. Eso que se ve en la foto es un trozo de mi cerebro. El paisaje que veo cada día y que refleja ese otro paisaje que hay en el interior de mi cabeza. Es la traducción física de una maraña de ideas. Restos de viajes, biografía, pasos perdidos, hallazgos, futuro. Sala de máquinas. Yo soy el combustible, volátil. Sala de máquinas o cantera. O incruenta carnicería. En ese mostrador de madera va cortando uno sus pálidos filetes, día a día. Esa es la entrada a la mina a la que uno baja cada mañana a ver qué encuentra. Al final de la jornada entre la piedra pueden aparecer algunas pepitas de brillo incierto. Hasta ahí me ha llevado aquella ilusión, aquel laberinto acogedor en el que me perdía de niño cuando abría un libro de Emilio Salgari y aparecían los manglares de Malasia. Muchos de esos libros han vagado por varias casas, desvanes y guardamuebles, pero aún así formaban vigas importantes en mi vida. Algunos llevan conmigo casi medio siglo. Y aún así siguen siendo engranajes del futuro, piezas en las que fundamentar el porvenir. Son un calendario. El verdadero calendario. Y ahí sentado es donde paso las páginas.









© Texto y fotografía: Antonio Soler


Antonio Soler (Málaga, 1956) ha publicado las novelas Boabdil (Espasa, 2012), Lausana (Mondadori, 2010), El sueño del caimán (Destino, 2006), El camino de los ingleses (Destino, 2004; Premio Nadal), El espiritista melancólico (Espasa, 2001), El nombre que ahora digo (Espasa, 1999; Premio Primavera), Las bailarinas muertas (Anagrama, 1996; Premio Herralde; Premio de la Crítica), Los héroes de la frontera (Anagrama, 1995) y Modelo de pasión (Guadalquivir, 1993), la nouvelle La noche (Destino, 2005), los libros de cuentos Extranjeros en la noche (Edhasa, 1992) y Tierra de nadie (Caja General de Ahorros de Granada, 1991) y El ensayo Málaga, paraíso perdido (Fundación José Manuel Lara, 2010).


martes, 10 de septiembre de 2013

Juan Pedro Aparicio








Rosebud




De un tiempo a este parte tengo una fuerte conciencia de que nada de lo que me rodea me pertenece, pues todo quedará cuando ya no esté. Y así, este lugar, estas cuatro paredes que consideré tan mías, que hasta me parecieron yo mismo, empiezo a sentirlas como ese autobús del que uno se baja tras hacer un recorrido entre paradas. 

Todo es blanco, las estanterías y las paredes. El color lo ponen los libros y la mesa, lo único realmente de diseño que me roza la piel a diario, al menos la piel de las manos. Es negra. De tres cuerpos, el central, de muy buen tamaño, con la forma de una luna menguante. Adosada a ella, algo más bajas, hay dos cajoneras laterales, que son como dos mesas auxiliares a la manera de alas escoltando al gran motor central. 

Las paredes están llenas de libros de arriba abajo o de abajo arriba, salvo una, a mi derecha en que los estantes inferiores ceden su lugar a pequeños armarios. Queda por tanto muy poco espacio para cuadros o pinturas. Hay no obstante algunas fotos, una en la que estoy con Merino y Mateo en un filandón en Cartagena de Indias, un dibujo a plumilla en el que cuatro escritores leoneses rodeamos a Ricardo Gullón, algún diploma y algún cartel enmarcado; luego repartidos por los estantes hay más fotos, algunas familiares, otras de viajes relacionados con la literatura, en Filadelfia, en Brasil, en Belgrado, en Rusia y más fotos, con otros colegas, con mi familia, un equipo de once escritores en pose futbolística que escribió El siglo blanco, un busto de marfil que compré en Kinshasa, una figurilla de un grupo de monos que me trajo Gutiérrez Aragón de un viaje a la China de Mao y varias cosas más, relojes, ceniceros, una madreña, la derecha, que corresponde a un trofeo concedido por el Centro Asturiano en Madrid. 

¿Es esto un lugar íntimo? Sí, porque es caótico. La mesa y los suelos están ocupados por libros, papeles y cuadernos como la tierra que cubre un tesoro. Se diría que encontrarlo es la tarea que uno emprende cada día, quitar todo lo que lo mantiene oculto y sacarlo a la luz casi a paladas, con el esfuerzo de quien desentierra algo que todavía no sabe si merecerá la pena.

Antes mis libros seguían un orden azaroso que obedecía a impulsos afectivos, los mismos que me servían para encontrarlos dentro del caos. Luego se impuso el orden alfabético que añadió comodidad y desterró la sorpresa de ese libro que tenías olvidado y que encontrabas de nuevo como acabado de descubrir en una librería de viejo. Hoy estoy casi en un fifty fifty, o sea mitad y mitad, de modo que todavía hay lugar para la pequeña sorpresa. 

Los libros, sin embargo, han llegado a proliferar tanto que han tenido que salir del escritorio y han tomado buena parte de las paredes de la casa. Y, para mi sorpresa, he descubierto que con la edad uno se va pareciendo cada vez más al ciudadano Kane, ese memorable personaje de la película de Orson Welles, quien en la hora del último aliento, casi incapaz de expresarse, exclamó: ¡Rosebud! ¿Y qué era Rosebud?: el nombre de un juguete que tuvo de niño para deslizarse por la nieve. Yo, en las estanterías de mi dormitorio, tengo muy al alcance de la vista y de la mano las colecciones completas de los tebeos favoritos de mi infancia: Suchai, El Guerrero del Antifaz, Zarpa de León, El Hombre Enmascarado.









© Texto y fotografía: Juan Pedro Aparicio



Juan Pedro Aparicio (León, 1941) ha publicado, entre otros títulos, las novelas Tristeza de lo finito (Menoscuarto, 2007), La gran bruma (Espasa, 2001), El viajero de Leicester (Centro de Estudios Ramón Areces, 1998; Salto de Página, 2013), Malo en Madrid o el caso de la viuda polaca (Espasa, 1996), La forma de la noche (Alfaguara, 1994), Retratos de ambigú (Destino, 1989; Premio Nadal), El año del francés (Alfaguara, 1986; Finalista del Premio Nacional de Literatura) y Lo que es del César (Alfaguara, 1981); la novela corta El origen del mono (Akal, 1975; Menoscuarto, 2009); los libros de cuentos La vida en blanco (Menoscuarto, 2005; Premio Setenil), Cuentos del origen del mono (Destino, 1989) y, junto con Luis Mateo Díez y José María Merino, Cuentos del gallo de oro (Everest, 2008); los microrrelatos de El juego del diábolo (Páginas de Espuma, 2008), Palabras en la nieve: un filandón (con Luis Mateo Díez y José María Merino, Rey Lear, 2007) y La mitad del diablo (Páginas de Espuma, 2006), los libros de viajes La mirada de la luna (diez días entre los nietos de Mao) (Instituto Leonés de Cultura, 1997) y El Transcantábrico: viaje en el hullero (Penthalón, 1982) o las recopilaciones de artículos Las cenizas del fénix, de Sabino Ordás (junto con Luis Mateo Díez y José María Merino: Calambur, 2002) y  ¡Ah, de la vida! (Mondadori, 1991). Sus libros han sido traducidos al inglés, chino, ruso y alemán, entre otros idiomas. De 2005 a 2009 ha sido director del Instituto Cervantes en Londres. En 2013 se le concedió el Premio Castilla y León de las Letras. 

jueves, 1 de agosto de 2013

Felipe Benítez Reyes








Esto es, más que el escritorio, el parapeto del escritorio. 

Cuando construí la casa en la que vivo, planifiqué un estudio con grandes ventanales, con 30 metros cuadrados de superficie. Venía yo de un estudio previo de apenas 10 metros cuadrados, con una ventana que daba a un patio de luces, y se ve que me puse estupendo.

Los ventanales los tengo siempre cerrados, porque me he dado cuenta de que no puedo escribir con luz natural. (Con respecto a esta posible patología, me tranquilizó un poco el hecho de visitar una vez el estudio del psiquiatra Carlos Castilla del Pino, en su casa de Castro del Río, y reconocerme que a él le pasaba lo mismo: ventanas cerradas durante el día y luz eléctrica. Aparte de eso, su cuarto de trabajo apenas tendría 6 metros cuadrados, en una casa de varios miles.) 

De los 30 metros cuadrados de superficie que tiene mi sitio de trabajo me sobran más de la mitad, y de ahí el parapeto: una escenografía para acortar perspectivas, para disimular el vacío. 

Y ya luego, por supuesto, y manías al margen, lo que salga de allí.







© Texto y fotografías: Felipe Benítez Reyes






Felipe Benítez Reyes (Rota, Cádiz, 1960) ha publicado, entre otros, las novelas Mercado de espejismos (Destino, 2007; Premio Nadal), El pensamiento de los monstruos (Tusquets, 2002) y El novio del mundo (Tusquets, 1998), los libros de relatos Cada cual y lo extraño (Destino, 2013), Oficios estelares (Destino, 2009) y Maneras de perder (Tusquets, 1997), los libros de poesía Las identidades (Visor, 2013), Las respuestas retóricas (Isla de Siltolá, 2011), Trama de niebla (Visor, 2003; recopilación de sus libros Paraíso manuscrito, Los vanos mundos, Pruebas de autor, La mala compañía, Sombras particulares, El equipaje abierto y Escaparate de venenos) y Vidas improbables (Visor, 1996; Premio Nacional de Poesía; Premio de la Crítica) o los artículos y ensayos recogidos en Papel de envoltorio (Renacimiento, 2001) y El ocaso y el oriente (Arguval, 2000). 

lunes, 8 de julio de 2013

Marguerite Duras



Casa de Marguerite Duras en Neauphle-le-Château



Se está solo en una casa. Y no fuera, sino dentro. En el jardín hay pájaros, gatos. Pero, también, en una ocasión, una ardilla, un hurón. En un jardín no se está solo. Pero, en una casa, se está tan solo que a veces se está perdido. Ahora sé que he estado diez años en la casa. Sola. Y para escribir libros que me han permitido saber, a mí y a los demás, que era la escritora que soy.

La soledad de la escritura es una soledad sin la que el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo. 

Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para empezar, uno se pregunta qué es ese silencio que lo rodea. Y prácticamente a cada paso que se da en una casa y a todas horas del día, bajo todas las luces, ya sean del exterior o de las lámparas encendidas durante el día.

Mi habitación no es una cama, ni aquí, ni en París, ni en Trouville. Es una ventana determinada, una mesa determinada, ritos de tinta negra, huellas de tinta negra inencontrables, es una silla determinada. Y determinados ritos a los que siempre vuelvo, a dondequiera que vaya, dondequiera que esté, incluso en los lugares donde no escribo, como por ejemplo las habitaciones del hotel, el rito de tener siempre whisky en mi maleta en caso de insomnios o de súbitas desesperaciones. 

La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Yo la hice. Porque decidí que era allí donde debía estar sola, donde estaría sola para escribir libros. Sucedió así. Estaba sola en casa. Me encerré en ella, también tenía miedo, claro. Y luego la amé. La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura. 

Compré esta casa de Neauphle-le-Château con los derechos cinematográficos de mi libro Un dique contra el Pacífico. Me pertenecía, estaba a mi nombre. Esa compra precedió a la locura de la escritura. Esa especie de volcán. Creo que esta casa ha servido de mucho. La casa me consolaba de todas las penas de la infancia.

En la casa escribía en el primer piso. No escribía abajo. Después, al contrario, escribí en la gran habitación central de la planta baja para estar menos sola, quizá, ya no lo sé, y también para ver el jardín.

Escribía todas las mañanas. Pero sin horario alguno. Nunca. Excepto en lo que se refiere a la cocina. Sabía cuándo había que ir para que tal cosa hirviera o tal otra no se quemara. En lo que se refiere a los libros, también lo sabía. Lo juro. Todo, lo juro. Nunca he mentido en un libro. Ni tampoco en mi vida. Excepto a los hombres.



Marguerite Duras, Escribir, Barcelona, Tusquets, 2009. Traducción de Ana María Moix.

© Fotografía: Fred PO.

























© 1955 Lipnitzki/Roger Viollet


viernes, 5 de julio de 2013

Juan Gaitán






En la foto no se aprecia, pero hay prendida una varilla de incienso. Lo hago justo antes de sentarme a escribir, y esto viene siendo así desde que dejé de fumar. Siempre pensé que escribir necesitaba humo, algún tipo de humo, y este del incienso tal vez sea mejor para mis pulmones. Ya sé que son manías de escritor, pero qué sería de los escritores sin sus manías.

Tampoco puede verse en la foto, pero está sonando un disco de Billie Holiday, con esa carga de dolor que tiene todo lo que canta, porque Billie, como Machado, sabía que “sólo se canta lo que se pierde”. 

Y aquí es donde encuentro cuando no busco, aquí, en este espacio que se ha ido construyendo a sí mismo poco a poco, a la manera del rebalaje, de la orilla, lo que se parece mucho, ahora me doy cuenta, a mi forma de escribir, a mi modo de afrontar la creación literaria. 

A la derecha, justo a la altura de la mano, están los diccionarios. Siempre me gustó consultarlos al azar, cazar en ellos alguna palabra y paladearla despacio. 

A la izquierda hay una ventana que da a un patio donde crece, salvaje, una buganvilla de flores púrpura. 

Y enfrente, en la pantalla, suelo estar yo o, más exactamente, lo que de mí voy averiguando mientras escribo.









© Texto y fotografía: Juan Gaitán


Juan Gaitán (Málaga, 1966) ha publicado las novelas Donde las nubes dan sombra (Ayuntamiento de Málaga, 2007), El Columbario (Málaga Digital, 1999) y Hombres de Luz (Clave, 1996; Premio Internacional de Novela de la Comunidad Israelita de Serbia) y los libros de relatos Memorias de un equilibrista (Traspiés, 2005) y Angélicas y diabólicas (Ateneo de Málaga, 2002). Como periodista ha colaborado en medios como Antena 3, Cadena Ser, Tribuna y Tiempo. Actualmente es columnista del diario La Opinión de Málaga. En 2005 ganó el José María Pemán de artículos periodísticos.  


miércoles, 3 de julio de 2013

Jack Torrance






En definitiva, Jack no había podido terminar la obra.


Sthepen King, El resplandor, Debolsillo, 2012. Traducción de Marta I. Guastavino.




All work and no play makes makes Jack a dull boy
All work and no play makes makes Jack a dull boy
All work and no play makes makes Jack a dull boy
All work and no play makes makes Jack a dull boy
All work and no play makes makes Jack a dull boy
All work and no play makes makes Jack a dull boy

El resplandor (Stanley Kubrick, 1980). 

jueves, 27 de junio de 2013

Antonio Pomet







Un día tuve la oportunidad de ver la mesa de trabajo de Will Self, un escritor británico al que admiro. Le copié su idea de pegar post-it con información de escenas y personajes en las paredes para hacer que la habitación se convirtiera en un segundo cerebro, o en una segunda memoria. No me sirvió. Si alguien cree que puede buscar inspiración en los hábitos de otro, creo que se equivoca. Escribir es una de las actividades que mejor ilustran la idea que Bergson regaló a Machado a propósito de caminar. 

Sin embargo, no creo que esta propuesta sirva sólo de acicate para exhibicionistas y voyeurs. Porque puede que dentro de un tiempo seamos nosotros, los escritores, los únicos que leamos, y puede que las imágenes y los textos de este proyecto se conviertan en el santuario de una época perdida: aquella en la que los últimos decadentes ofrecían su tiempo a un mundo que había dejado de escucharles. 

El texto en papel es un borrador de la primera parte de una novela que aún no tiene continuación. El fondo de escritorio es un disco que a veces pongo cuando trabajo. Detrás, bajo el cuadro, hay una monitorización de mi ritmo cardíaco. La línea curva que aparece y desaparece por arriba es una lámpara e ilumina un sofá que no se ve. Y el cuchillo, de Santiago Ydáñez, fue la portada de mi segundo libro. Pende sobre mi cabeza, pero a mí sólo me pertenece la empuñadura.









© Texto y fotografía: Antonio Pomet


Antonio Pomet (Granada, 1973) ha sido profesor de literatura y periodista para Rolling Stone y El País. Ha publicado dos libros de cuentos, Mil perros dormidos (DVD, 2003; premio Andalucía Joven de Narrativa) y Devoradores (Pre-Textos, 2009; Premio Manuel Llano). Está incluido en Pequeñas resistencias 5. Antología del nuevo cuento español 2001-2010 (Páginas de Espuma, 2010).  

miércoles, 5 de junio de 2013

José Antonio Garriga Vela








Querido Javier: 

Aquí está el reflejo que se ve en la pantalla apagada del ordenador. Justo enfrente de mí permanecen las fotos de Franz Kafka y Albert Camus mirándome fijamente. 

–¿Qué haces? –me pregunta Albert. 

–Nada –le respondo–, tratando de escribir una historia. 

–Como siempre, ¿no? –Yo asiento con la cabeza. 

De pronto interviene Franz para darme ánimos y tranquilizarme. Cuando nota que estoy inquieto buscando alguna idea, me repite siempre el mismo consejo: 

–No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará estático a tus pies. 

También está Samuel Beckett con las gafas apoyadas en la frente, como si descubriera el mundo a través de los pensamientos. Y Frida Kahlo hopitalizada y sosteniendo en la mano una calavera de azúcar con su nombre escrito en el cráneo. Me emociona el tajo de sandía que pintó poco antes de morir en julio de 1954 y en el que escibió "Viva la vida". Encima de Frida y la sandía descansa Billie Holyday. Al otro lado de Billie está Marlene Dietrich que mira de soslayo a James Joyce. 

–Todo cabe en un cuarto –les digo. Y ellos se me quedan pensando sin pronunciar ninguna palabra.










© Texto y fotografía: José Antonio Garriga Vela


José Antonio Garriga Vela (Barcelona, 1954) ha publicado las novelas Pacífico (Anagrama, 2008; Premio Dulce Chacón), Los que no están (Anagrama, 2001; Premio Alfonso García Ramos), El vendedor de rosas (Destino, 2000), Muntaner, 38 (Debate, 1996; Premio Jaén) y Una visión del jardín (Diputación de Málaga, 1985), los libros de relatos La chica del anuncio (Ayuntamiento de Málaga, 1993), El secreto de las ventanas (Litoral/Universidad de Málaga, 1991), El vigilante del salón recreativo (Miguel Gómez Ediciones, 1991) y El tercer día (Universidad de Granada, 1978), así como de los ensayos recogidos en El anorak de Picasso (Candaya, 2010). Es autor de las obras de teatro Formas de la huida (Premio Enrique Llovet, 1989) y Aquellas añoradas sirenas roncas y despeinadas (Premio Miguel Romeo Esteo, 1986), y columnista en los diarios Sur y El Mundo. Pertenece a la Orden de Caballeros del Finnegans, que cada 16 de junio celebra en Dublín el Bloomsday, en honor al Ulises de Joyce.



martes, 28 de mayo de 2013

Juan Martínez de las Rivas







Tableros libres


Esta mesa de abeto fue mi escritorio infantil en la casa de mis padres y me ha seguido en nueve mudanzas de vivienda. Antes que escribir narraciones en ella metí goles de fútbol y de hockey en la portería perfecta que forman sus patas. Su vieja conocida madera acumula cicatrices y tatuajes que no borro: quemaduras de cigarrillos de cuando fumaba, pinceladas de pintura, el contenido completo de un tintero derramado cuando jugaba a calígrafo antiguo o restos de los pegamentos con que encolo zapatos o juguetes. Me gusta ver su tablero despejado, dispuesto a recibir un cuaderno abierto, periódicos para recortar, útiles que recomponer, unos folios, el ordenador portátil. Las superficies vacías de escritorios, mesas de cocina y bancos de herramientas excitan en mí un placentero ánimo de laborar. Y las superficies de trabajo cargadas de objetos me llaman a su rescate. Formaría parte de un frente para la liberación de los tableros oprimidos en cuanto se me propusiera. Pero en esta mesa han ido haciéndose sitio unas piedras pintadas por una de mis hijas, una lagartija de hierro, un atril y unas cajas de lápices y de objetos raros como la brújula y la navaja de mi bisabuelo viajero al África y otras curiosidades y sentimentalidades. Nada de esto me resulta necesario ni conveniente para escribir. Si una historia vive en mi cabeza escribo en cualquier lugar, quiero decir, en cualquier ordenador. Pero si ando vacío o desasosegado, sentarme en este rincón de la casa y acariciar estas tablas nudosas y melladas puede succionarme a otros espacios mentales y devolverme remansado y a veces incluso risueño, esto es, en estado apto para idear.














© Texto y fotografía: Juan Martínez de las Rivas

Juan Martínez de las Rivas (Buenos Aires, 1957). Español y argentino, reside en España desde su niñez. Trabaja como médico y cursó estudios de filosofía. Fue miembro del Grupo CLOC de Arte y Desarte. Ha publicado la novela Fuga lenta (Acantilado, 2009) y relatos en los volúmenes colectivos Diez bicicletas para treinta sonámbulos (Demipage, 2013) y Siete entre cuatro (Caldeandrín, 2012).

martes, 21 de mayo de 2013

Mauricio Wiesenthal








Un escritorio que parece un carromato de gitano


Decía Dostoievski que los seres vivos acabamos adoptando el estilo del espacio en que nos movemos. Por eso intenté moverme siempre en lugares donde hubiese mucho Renacimiento, porque las perspectivas estéticas desarrollan la visión humanista. Y el barroco es también importante porque los ángeles sólo se aparecen donde hay formas que vuelan. La cultura es una transfiguración sutil y aérea de la naturaleza. Detesto profundamente el moderno minimalismo nórdico que me parece una forma pesada y desagradable del nudismo. 

Como no he sido rico (ni he querido serlo) me ha gustado mucho escribir tomando café en el Ritz, pasear por palacios y viajar en los grandes trasatlánticos. Luego copiaba el escenario en mi pequeña habitación para sentirme a gusto. Me fabriqué incluso un teatrillo de cartón con unas columnatas que copié en un palacio florentino, para mirar a través de ese decorado renacentista la plaza donde ahora vivo. El desastre del urbanismo moderno se transfiguraba cuando lo contemplaba a través de este visor mágico. Por la noche, ya no hay problemas. Las obras de los ayuntamientos modernos ganan mucho con la oscuridad. 

Hoy no tengo propiedad (es hermoso no poder tener lo que uno no quiere) y vivo de alquiler. Me enamoro sólo de cosas muy buenas. Y, para no poder comprar algo, elijo siempre lo mejor.

He vivido en buhardillas, cerca del cielo; porque Dios es el vecino que me parece más silencioso y educado. De joven me gustaba ver amanecer sobre los tejados de París o de Roma cuando los títeres de mi cuento aún no querían irse a dormir. Ahora me levanto muy temprano y me gusta escuchar a los pájaros. Pero ya no miro por la ventana, porque -en cuanto entro en oración- me encuentro feliz en mi claustro, entre mis autógrafos, mis cuadros y mis libros. Fui creando mi habitación ideal como un carromato de gitanos... Así me hago la ilusión de que camino de mis Ínsulas Extrañas mañana no estaré aquí. Cada día necesito menos espacio de mundo y anhelo más dimensión de vida. Comprendo con alegría y ternura con complicidad que la Naturaleza es sólo un tránsito hacia el Espíritu. Alguna paloma se posa cada mañana en mi ventana, mientras escribo. Y, en los levantes de la aurora, le rezo al alma para que se quite ese disfraz que, conmigo, ya no necesita... Siempre le he pedido a Dios que me dé un minuto más de amor que de razón... Todo alcanza sentido cuando deja de tener explicación. 









© Texto y fotografía: Mauricio Wiesenthal


Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943) ha publicado, entre muchos otros títulos, las novelas Luz de vísperas (Edhasa, 2008), El esnobismo de las golondrinas (Edhasa, 2007), Libro de réquiems (Edhasa, 2004) y El testamento de Nobel (Hymsa, 1985); los ensayos El viejo león: Tolstoi, un retrato literario (Edhasa, 2010); y las misceláneas de Siguiendo mi camino (Acantilado, 2013). Reputado enólogo, es profesor del Centro Cultural del Vino de Barcelona, y autor de textos de referencia como el Gran diccionario del vino (Edhasa, 2011) y La cata de vinos (Alba, 2005).

miércoles, 8 de mayo de 2013

Antonio Fontana







Dónde escribo las novelas que no escribo 



Cuando más escribo es en Málaga, en la casa de mis padres, donde paso las vacaciones de verano. El chalet envejece mal y pide a gritos cañerías nuevas, una capa de pintura, reformas urgentes. Pero tendrá que esperar tiempos mejores. 

A veces escribo en la habitación más alejada de la casa, entre juguetes viejos, muebles que no tiramos pero deberíamos y miles de libros: Agatha Christie, los Cinco, novelas de terror y de misterio. Y mientras escribo, el techo se desploma sobre mi cabeza. Una exageración como otra cualquiera, porque no es que el techo se desplome: es que sobre mi cabeza cae una fina lluvia de cal. Y a medida que la cal se desprende del techo y me vuelve blanco el pelo, pienso que no es cal: son ideas que se van introduciendo en mis novelas. Ideas que antes no estaban ahí. Que yo no había planeado. 

Ideas salchicheras, las llamaba mi abuelo materno. 

Lo cual me recuerda que a veces, en cambio, escribo en la habitación contigua a la cocina, entre los olores de la comida, el ruido de sartenes y cacerolas y las voces de mi madre y de mi abuela; también la de mi padre, que si no hubiera sido farmacéutico, habría sido cocinero. Risas, conversaciones, el chisporroteo del aceite, alguna discusión. Así me salen luego las novelas: llenas de ingredientes que se cuelan dentro sin mi permiso. 

En el fondo, me temo, no soy yo quien escribe mis libros.







© Texto: Antonio Fontana
© Fotografía: África Hevilla

Antonio Fontana (Málaga, 1964) ha publicado las novelas Hostal Parisién (El Aleph, 2011), Plano detallado del infierno (DVD, 2007), El perdón de los pecados (El Acantilado, 2003; finalista del Premio Gijón y Nuevo talento FNAC 2003) y De hombre a hombre (Anaya, 1997). Es periodista y crítico literario en el suplemento cultural del diario Abc.

martes, 23 de abril de 2013

Soledad Fariña






Mi escritorio 


Una vez al mes queda mi mesa limpia y vacía, azul la superficie y plateado el computador-ordenador. Pero quise retratar el escritorio tal como está hoy y casi siempre: barroco-caótico. Imágenes de hijos, nuera, madre, padre, marido, nietos, hermanos, sobrinos me rodean. No las veo cuando escribo, pero están ahí, acompañándome y recordándome los momentos de alegría del mundo afectivo que quedó en Santiago. Arriba, en el estante, los libros que quiero tener a mano, y pegados a los libros: Yeats y Safo. Más fetiches: de Santo Domingo, una pareja que baila merengue; de México, una Frida Kahlo pintada en latón; un pequeño retablo y una canasta de fibras de Perú, un sapito de Puerto Rico, un collar hecho en Valencia; arriba, también pegada a los libros, una foto del año 1990 con mis amigas y cómplices Olga Grau, filósofa, Raquel Olea y Eliana Ortega, críticas chilenas y Diana Bellessi, la poeta argentina. Sobre la mesa, la cubierta de Erdera, el libro que ahora me deleita. ¿Y la botella de vino? Cerrada, hasta que la etiqueta que dice Fariña desaparezca con los años. Es de una viña gallega. Vivo cerca del mar, en Mirasol, un balneario del litoral central, sin embargo no escribo frente al mar. Mi lugar es esta mesa silenciosa cuya música constante son las olas y el esfuerzo –expresados en cantitos agudos de los picaflores (colibríes) por mantenerse en el aire y chupar, hasta la última gota, el néctar de las flores del Abutilon. Abundan los pájaros en mi jardín, eso y las olas son en realidad mi soporte de escritura, porque una vez conectada, mi cabeza está tan metida en sí misma y las palabras, que al salir el entorno es una sorpresa: el sol a veces la bruma o la garúa–, el aire, los arbustos, las flores, y el mar. Digo una sorpresa porque no siempre ha sido así: antes mi escritorio fue el tiempo-espacio robado a la oficina, los tranvías, el metro, mi cama, cualquier mesa que me acomodara para trazar unas líneas que luego se volcarían en algún computador (ordenador) prestado. Pero ahora, y hasta que dure, mi espacio de escritura es así.









© Fotografía y texto:  Soledad Fariña


Soledad Fariña (Antofagasta, 1943) estudió Ciencias Políticas y Administrativas en la Universidad de Chile, y Filosofía y Humanidades en la Universidad de Estocolmo. Ha publicado los libros de poemas El primer libro (Amaranto, 1985), Albricia (Archivo, 1988; Cuneta, 2010), En amarillo oscuro (Surada, 1994) La vocal de la Tierra (Cuarto Propio, 1999; Amargord, 2012), Otro cuento de pájaros (Las dos Fridas, 1999), Narciso y los árboles (Cuarto Propio, 2001), Donde comienza el aire (Cuarto Propio, 2006), Se dicen palabras al oído (Torremozas, 2007), Todo está vivo y es inmundo (Cuadro de Tiza, 2010) y Pac Pac pec pec (Literal, 2012). En 2007 fue nominada al Premio Altazor. Actualmente es profesora de literatura en la Universidad de Chile y dirige el taller de poesía de la carrera de Literatura Creativa en la Universidad Diego Portales.

miércoles, 17 de abril de 2013

Juan Gracia Armendáriz








Ese rostro me mira todos los días de frente, mientras escribo. Su gesto es admonitorio y me señala con un dedo iluminado; sí, se diría que me enfoca con una linterna desde algún prostíbulo de Santa María. El gesto recuerda a los carteles de propaganda bélica: “¡Tu patria te necesita!”. Pero el hombre que me señala desde una estantería fue un exiliado y descreía de toda patria que no estuviera hecha de papel. Juan Carlos Onetti, el Mandril, estaba en buena forma cuando lo fotografiaron vestido con una elegancia un poco sombría, pico de pañuelo en el bolsillo superior de la americana, chaleco viejo y corbata mal anudada. Lo más temible son los ojos bovinos tras las gafas de pasta negra, esos párpados globulosos. No olvidemos la sonrisa contraída, la frente ovoidal. Ese retrato es mi hombre invisible, quien culpablemente señala hacia mi escritorio cuando yo ya me he ido a disolver la ansiedad que me causa la escritura de un capítulo desfallecido, un párrafo cojo, una frase que balbucea. Ahora no hay nadie en mi mesa de trabajo y flota en el cuarto el aire vibrátil de una pelea. Al otro lado de la casa, me asomo al balcón y respiro niebla, pero él, sin piedad, señala –ilumina–, el espacio vacío del escritorio. Me recuerda que no debo malgastar el tiempo. Tiene gracia que sea Onetti, tan dado a la indolencia, a la escritura que desconoce palabras como disciplina, horario, trabajo constante, quien señale mis límites. A pesar de ese dedo acusatorio y luminoso era un amante de la literatura; sólo se acostaba con ella por placer. Jamás la escritura sin pasión; jamás el sexo rutinario. Onetti o la escritura como deseo. Mortal, al fin y al cabo, cada vez que regreso al escritorio y me siento tras la pantalla del ordenador, miro el retrato y al punto empiezo a sudar tinta roja.








© Texto y fotografía: Juan Gracia Armendáriz


Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965) ha sido profesor en la Facultad de Ciencias de la Documentación de la Universidad Complutense de Madrid, donde se doctoró con una tesis sobre Francisco Umbral. Ha publicado poesía: Como si al otro lado latiera (Endymion, 194); cuento: Queridos desconocidos (Fondo de Publicaciones del Gobierno de Navarra, 1998); microrrelato: Cuentos del jíbaro (Demipage, 2008), Noticias de la frontera (Libertarias/Prodhufi, 1994; Premio Jaén); reportaje:  Cuero de montaña (Demipage, 2008); ensayo: Gente de libro (Demipage, 2006; con Pedro Carrillo); y las novelas Piel roja (Demipage, 2012), Diario del hombre pálido (Demipage, 2010), La línea Plimsoll (Castalia, 2008; Premio Tiflos) y Cazadores (Bilaketa, 2002; Premio Francisco Ynduráin). Colabora en diversos medios y es columnista en el Diario de Navarra.

jueves, 11 de abril de 2013

Alberto Chimal







Mi escritorio 


Hace un mes, mi esposa, Raquel, dejó la oficina en la que había trabajado durante los últimos seis años. 

Fue una decisión difícil y –en el ambiente laboral mexicano– tal vez incluso peligrosa, o eso nos decían algunos amigos con buenas intenciones. 

Pero, la verdad, en el ambiente laboral mexicano de estos días –y en el ambiente mexicano a secas– todas las decisiones de cambio son peligrosas aunque también, muchas veces, sean imprescindibles. La oficina se había vuelto asfixiante y Raquel deseaba tiempo para escribir; como yo mismo pasé por esa situación hace años, y di ese paso (ese salto), no pude menos que apoyarla. Y aquí estamos ahora: comienza el periodo de estirar los ahorros y terminan mis seis años de disponer de una oficina de 90 metros cuadrados con recámara, cocina y baño. Ahora somos dos los que trabajamos aquí de tiempo completo. 

Todo esto tiene que ver con mi escritorio porque nuestro departamento, para albergar a dos escritores freelance, ha tenido que sufrir algunas modificaciones. Hemos desechado al menos cien kilos de objetos que simplemente dejamos acumularse durante años (desde libros hasta utensilios de cocina, desde una laptop descompuesta en 2004 hasta una bola de cristal que, creo, no ha funcionado jamás) y que no me molestaban porque no estaban aquí, en la habitación que utilizo como estudio. Estamos reorganizando las otras habitaciones: las volvemos más habitables, las domesticamos, las adaptamos. Y como ese proceso toma tiempo, e implica remover depósitos muy viejos de desechos, de objetos sin objeto (Philip K. Dick los llamaba kippel: la materia que da la impresión de aparecer espontáneamente, que llena los espacios y que es una manifestación del deterioro del universo), resulta que ningún sitio queda intacto, ningún rincón permanece como estaba, y esto incluye a mi propio escritorio. 

El retrato de Borges solía ir donde se ve en la imagen, a un lado de mi computadora, pero ésta miraba hacia el oeste y no, como ahora, hacia el sur. El Dalek que se ve más allá del monitor descansaba en una mesa de centro que ya no está más con nosotros. Los objetos que se adivinan tras el monitor están simplemente amontonados, a la espera de que se despeje el sitio que les corresponderá cuando hayamos terminado los arreglos, y son una caja de tachuelas, unos audífonos, papeles diversos, controles remotos y cables; en el otro extremo de la mesa, que no se ve en la foto, hay discos DVD y Blu-ray, cajas para CD, más tachuelas y un paquete de tarjetas de cartulina. La propia mesa en la que todo está puesto, y que es una mesa sencilla de plástico blanco, no es la que utilizaba hasta hace unas semanas: el viejo escritorio que tenía era demasiado pequeño (de tamaño escolar, en realidad) y por fin me harté y me deshice de él aunque no tuviera nada apropiado con lo que reemplazarlo.

Tampoco se ven la máquina de ejercicios en uso; la máquina sin usar; el librero repleto de comics, novelas prestadas y libros de teoría literaria (que no he abierto desde que terminé mi tesis de maestría); la televisión, fija en una pared, en la que veíamos películas y que ahora está ociosa; la caja que guarda lo que contenían los cajones del escritorio del que me deshice; el gato, que se acaba de meter entre dos cajas y hasta un rincón que ya no consigo ver. Las lámparas que alumbran todo y que antes estaban en un espacio que servía de estancia, y que ahora está lleno de otras cajas. 

La nota adhesiva que dice 



está pegada al monitor desde hace meses: hasta ahora digo “basta” y cumplo con este encargo al que me comprometí en 2012. Todos los compromisos parecen igual de urgentes que sacar objetos, meter objetos, desechar objetos, apilar y clasificar y discriminar objetos, pero sólo podemos atacar uno a la vez. Ahora es el momento de atacar éste. 

¿Cómo se escribe en una zona en remodelación? Igual que como se vive. La intención no es más que ir contra la entropía: reducir el caos y mantenerlo a raya con tanto éxito como sea posible. Nunca se conseguirá la plenitud del trabajo sereno, ininterrumpido, sin estorbos materiales, que Mario Vargas Llosa recomendó famosamente en alguno de sus artículos. Ocho horas seguidas de escritura disciplinada, continua, perfectamente eficiente no son una posibilidad en nuestra situación actual y, tal vez, tampoco en nuestra situación de clase. Ni en nuestro país. 

Pero al menos podemos ganarle espacios al caos: junto con la búsqueda del orden, y los muchos fracasos de esa búsqueda, otra constante de la historia humana es el éxito parcial, la victoria pasajera contra el deterioro. Las herramientas instaladas en la computadora funcionan. Mi cerebro y mis manos, que las utilizan, también. El retrato de Borges es el que debe estar: el del autor por el que supe de la libertad de la escritura, cuando era apenas adolescente, y el Dalek me gusta: es uno de los villanos de la serie inglesa Dr. Who, que como toda obra de cultura popular haría rabiar –si la conocieran– a los críticos más snob del país en el que vivo.


© Texto y fotografía: Alberto Chimal



Alberto Chimal (Tolula, México) ha publicado las novelas Los esclavos (Almadía, 2009) y La torre y el jardín (Océano, 2012) y los ensayos La cámara de maravillas (Universidad de Guadalajara, 2003) y La Generación Z (Conaculta, 2012). Entre sus numerosos libros de cuentos destacan YYZ (La tinta del alcatraz, 1991), Historias del predicador, el mago y el rey (Mixcóatl, 1998), Gente del mundo (Tierra adentro, 1998), El país de los hablistas (Umbral, 2001), Grey (ERA, 2006), El viajero del tiempo (Posdata, 2011) y El último explorador (Fondo de Cultura Económica, 2012), antologados por Antonio Jiménez Morato en Siete (Salto de Página, 2012).