jueves, 26 de julio de 2012

Pepe Cervera







Recuerdo haber leído en alguna parte que John Cheever escribía en el cuarto de calderas del edificio en el que vivía. Se levantaba temprano por las mañanas fingiendo tener un empleo, una existencia de persona normal, una vida sujeta a un horario de oficina. Al parecer se resistía a confesar a sus vecinos que él simplemente era un escritor. Ataviado con un traje de tres piezas cogía un maletín y acompañaba a sus hijos hasta la parada del autobús. Después de despedir a los niños aguardaba un momento hasta que el vehículo desaparecía de su vista. Entonces volvía a entrar en el edificio y bajaba hasta el sótano, donde había colocado una pequeña mesa con apariencia de pupitre escolar, y encima una máquina de escribir portátil. Debido a la humedad y las altas temperaturas que desprendían las máquinas se quitaba toda la ropa, toda, menos los calzoncillos, y de esa guisa se sentaba a escribir. Eso es lo que hacía John Cheever, sí, al menos es lo que he leído que hacía; y tal vez con la esperanza —inconsciente, quiero creer— de que copiando ese escenario resultara más sencillo recoger unas migajas de sus cualidades literarias, es bastante probable que se haya activado en mí una tendencia al mimetismo, y así, utilizando varios paneles de aluminio lacado en blanco me decidiera en su día a construir un cubículo de dos por dos metros en el garaje de mi casa. Allí, al fondo, a la izquierda, no se ve a primera vista. Invade el rincón del sótano donde el automóvil no llega. Yo también escribo en calzoncillos, sin luz natural, sin ventilación, el techo a un palmo escaso de la cabeza cuando estoy de pie, las bajantes de la vivienda al aire, retorciéndose como intestinos, con idénticos retortijones rugiendo cada vez que desagua el lavavajillas o alguien vacía la cisterna en el piso de arriba. Más que acostumbrarme, he acabado dependiendo de ese entorno, ese contexto desapacible que me invita a emparejar el proceso de escritura con cierto sufrimiento. Necesito, pues, la situación en contra, el obstáculo, la oposición de los elementos, andar cuesta arriba. Cuanta mayor es la tranquilidad y mayor la cantidad de tiempo de que dispongo para dedicar a la lectura o la escritura, menor es el esfuerzo que le consagro. Cabe la posibilidad de que el lugar en el que escribo —“zulo”, así lo llama mi familia— me haya convertido en alguien que observa la página en blanco con una pizca de contrariedad, pero hoy por hoy todavía prefiero remontar, a deslizarme por la pendiente hacia el placer gratuito. Desconfío de todo aquello que no cuesta sufrimiento, de todo lo que no provoca duda, ansiedad, cansancio; ¡ah! pero al final, también satisfacción, entusiasmo, dicha. En ese sentido me siento más próximo al estoicismo que al hedonismo. Aunque carezco de disciplina, lo admito, y soy como escritor lo mismo que como persona: contradictorio. O sea, la próxima vez que haga una reflexión sobre la escritura nada tendrá que ver con esta. No obstante, quiero llamar la atención sobre un hecho que sí considero invariable: estoy seguro de que todos los sentimientos a los que hoy sé poner nombre asoman tirando de un hilo, en cuyo extremo se halla el deseo de convertirme en John Cheever.




© Texto y fotografía: Pepe Cervera

Pepe Cervera (Alfafar, Valencia, 1965) ha publicado los libros de cuentos Premonición (Paréntesis, 2010),  Conozco un atajo que te llevará al infierno (e.d.a., 2009), y El tacto de un billete falso (Denes, 2007). Ha sido incluido en las antologías Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (edición a cargo de Fernando Valls y Gemma Pellicer, Menoscuarto, 2010) y Velas al viento. Los microrrelatos de la nave de los locos (edición de Fernando Valls, Cuadernos del vigía, 2010).

lunes, 23 de julio de 2012

Mario Cuenca Sandoval








El plan era sencillo: el Escritor se instalaría en la planta superior y el Padre y el Ciudadano en las inferiores. Arriba quedarían todas las metas insatisfechas y abajo el juego de las hijas, las cenas con los amigos, los partidos de fútbol, los noticiarios, contraviniendo la topica freudiana, según la cual toda frustración se confina en el sótano.

Así que compró una casa con buhardilla e instaló un escritorio en ella, una máquina de aire acondicionado, un ordenador de sobremesa, una librería para los archivadores. Levantó una trinchera entre ambos mundos.

Pero Córdoba no es una ciudad favorable al atrincheramiento. Añádase que al Escritor le produce una inmensa pereza andar subiendo y bajando la escalera cada vez que suena el portero, o cuando el apetito u otras necesidades lo reclaman, o cuando tiene que convertirse otra vez en el Padre de familia o en el Ciudadano.

Como todas las mañanas la casa se queda vacía y en un silencio diáfano, el Escritor se cuela en el salón y se instala en el sofá, justo en esta esquina, con el portátil sobre las rodillas y el utillaje imprescindible sobre la mesa: un cuaderno, fluorescentes, un lector de libros electrónicos, el atril de madera que le regalaron unos alumnos, el teléfono, los libros que ahora mismo lee. Suele dejar la puerta abierta, como se acostumbra en las antiguas casas de vecinos andaluzas. Es aquí donde pueden encontrarlo los amigos, o el cartero, o la muerte.

Sobre el plato de madera -apenas se aprecia en la fotografía- hay una cajita de música de su hija, cuyas fotos enmarcadas quedarían justo sobre su cabeza si ahora mismo ocupara este rincón matutino, si estuviera escribiendo en vez de tomar esta fotografía. Fuera de cuadro, a la izquierda, hay un tocadiscos donde Bill Evans suena muchas veces, demasiadas. Y no se resiste a inmortalizarlo; es su regalo más querido.













© Texto y fotografía: Mario Cuenca Sandoval



Mario Cuenca Sandoval (Sabadell, 1975) ha publicado las novelas El ladrón de morfina (451 Editores, 2010), elegida por la revista Quimera como uno de los libros de 2010, y Boxeo sobre hielo (Berenice, 2007). Ha coordinado y prologado 22 Escarabajos. Antología hispánica del cuento Beatle (Páginas de Espuma, 2009). Como poeta ha publicado Guerra del fin del sueño (La Garúa, 2008), El libro de los hundidos (Visor, 2006; Premio Vicente Núñez 2005) y Todos los miedos (Renacimiento, 2005; Premios Surcos de Poesía 2004).


lunes, 16 de julio de 2012

M.ª Ángeles Cabré








Cuando me disponía a fotografiar mi mesa de trabajo (200 x 90 cm), fue cuando me di cuenta de que mi mesa es en realidad dos mesas: la que veo si la contemplo de frente, con las tupidas estanterías de libros guardándole las espaldas, y la que se orienta de cara a la luz y a las ventanas que dan al jardín, libre de cualquier atadura libresca. En este estudio abuhardillado he pasado la mayor parte de los últimos doce años, con las posaderas bien asentadas en el confortable sillón giratorio, que me salva de un lumbago perenne, y la cabeza dividida entre los libros escritos por otros y los libros aún por escribir, en este caso por mí, si es que se tercia.

Esa idea de mesa de doble faz ha latido en mí inconscientemente desde que la coloqué ahí, aunque no la haya formulado hasta hoy. Si necesito consultar los libros (incluidos los diccionarios que guardo en un estante bajo y puedo alcanzar dándome un pequeño impulso con los pies, sin necesidad de levantarme), o acaso conciliarme con ellos abrazándolos con la mirada, están ahí, a mi lado, dándome aliento. Pero si lo que busco es irme lejos, allí donde se almacenan las historias aún por contar, los versos aún por construir, me basta mirar al frente.

Me gusta ordenar los libros por orden alfabético para poder hallarlos cuando los busco (y aún así compro algunos repetidos) y me gusta tener la mesa despejada, aunque no siempre sea posible: el portátil de talla XL, la impresora, el teléfono (para mitigar la soledad de vez en cuando), un bloc de notas, algunas plumas y rotuladores de punta fina y, cómo no, el atril heredado del que no me separo. Una mesa generosa, mucha luz y la compañía optativa de los libros.








© Texto y fotografía: M.ª Ángeles Cabré




M.ª Ángeles Cabré (Barcelona, 1968) vive entre el Ampurdán y la Ciudad Condal. Ha publicado una biografía del poeta catalán Gabriel Ferrater (Omega, 2002), y ha editado libros de aforismos de Oscar Wilde (Sobre el arte y el artista, DVD, 2000) y Quevedo (Migajas sentenciosas, Círculo de Lectores, 2004 y Espasa Calpe 2007), la novela El silencio (Caballo de Troya, 2008) y el libro de poemas Gran amor (Egales, 2011). A finales de 2012 publicará su segundo libro de poemas, Si se calla el cantor (Los libros de la Frontera/El Bardo). También se dedica a la traducción y a la crítica literaria, actualmente en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia y en la revista Letras Libres.

miércoles, 11 de julio de 2012

Carlos Yushimito






[1]

Para ser estrictos, yo debería entregar una tomografía de mi cráneo o el rollo envuelto de mi último electroencefalograma. Claro que actuar así no sería admisible y, por lo mismo, entrego esta fotografía de mi cama, intentando domesticar en lo posible esas otras transparencias. No haré, eso sí, alarde de la hermosa biblioteca que no tengo; ni retocaré mis desarreglos privados como si fuera una anciana coqueta picoteándose la cara para lucir eficiente y profesional. ¡Dios me libre de la decoración literaria! Hace por lo menos un lustro que no duro más de un año en el mismo sitio. Ni siquiera me doy el tiempo para colgar un cuadro.

[2]

A pesar de todo, siempre he estado en el mismo lugar. Mi cabeza ha estado encima de mis hombros y yo la he llevado conmigo, incluso a los lugares adonde no quería irse. Todas las palabras que han salido de mí constituyen coordenadas aparatosas, displicentes y poco disciplinadas de ese único espacio metido en mí. He ahí por qué, de ningún modo, creo yo que pudiera haberse dado el caso de que fuera de mi cabeza un lugar estuviera cerca de simular la comodidad silenciosa que me proporciona aquella, que es la real intimidad donde converso con las personas que quiero, leo y escribo.

[3]

Para ser capaz de hablar sobre el lugar de mi escritura, he intentado capturar, además, lo mejor posible, el espacio que habitan mis historias. Y como muchas de ellas me han llegado durmiendo, junto a la cama siempre guardo un lápiz y una libretita o cualquier papel desechable en los que, a veces, con la suerte de una frase robada al sueño o al recuerdo del sueño o al recuerdo de un diálogo que sostuve conmigo mismo durante el sueño o durante una vigilia que se le parecía mucho al sueño, detona en futuras historias que seré capaz de escribir o que, en el mejor de los casos, no escribiré y, por lo tanto, será una ficción perfecta, esa que se le parece al avaro que se sienta delante de su jardín y dice: “esta debe ser la manzana más deliciosa que no me he comido esta semana”.

[4]

Si fuera de ella, de esa cabeza apoyada sobre mis hombros y a veces sobre una almohada, a mi escritura le corresponde ocupar algún lugar, ese lugar quizá sería el tránsito que distancia mi cama del escritorio, el paseo torpe hasta ese escritorio que no siempre ha sido el mismo pero sí (siempre) ha tenido sus cuatro patas de burro fiel y paciente, y una pequeña luz que la alumbra incluso cuando a mí todo me llega a oscuras.

[5]

A veces tengo suerte y la escritura coincide con el escritorio; a veces no, y como todos los cuerpos impacientes, nace ella sobre la cama, toda mojada y chillona.

[6]

Son imprescindibles entonces estos versos de Pessoa:

Procuro decir lo que siento
sin pensar en que lo siento.
Procuro arrimar las palabras a la idea
y no necesitar un pasillo
del pensamiento a las palabras.

[7]

Llegar al escritorio es cosa seria para mí; me demanda tiempo y hay incluso veces en los que ese tránsito es lerdo y fatigoso, pese a que, hoy, a día veintinueve del corriente, el tamaño de mi habitación no supera los 16 m2. Cuando entonces (así, tal vez, sin yo quererlo) se produce por fin el misterio de escribir, como si montara la espalda del animal y transcribiera su trote, la imitación de esa intimidad que puebla mi cabeza, de esas voces fragmentadas que ratonean malamente el sabor de los libros que alguna vez leí (las muelas mezquinas que le hurtan –secretamente para mí– mordiscos), se transforma en el espacio, que no es otro que el espacio que se traduce en esto y estotro y que tanto se le parece a todos los espacios en los que he estado y en los que todavía estaré hasta que tengan por bien meterme a una cajita de madera y me planten en la tierra.

[8]

Siempre intento tener la cabeza pasajera de mi escritura puesta sobre los hombros. Pero incluso estos, en algunos meses, se mudarán. ¡Ya decía yo que no había que confiar en los hombros! Y así, será como siempre; acumularé mis libros en cajas de cartón, le pediré a un amigo que me conduzca la camioneta y llevaré esta versión de portátil hasta donde haya una pequeña luz, a la que se arrimará como todo cuadrúpedo que hace una espiral en la tierra antes de plantar sus pelos.

[9]

Siendo estrictos, sin embargo, yo no me habré movido ni un solo metro.








© Texto y fotografía: Carlos Yushimito

Carlos Yushimito (Lima, 1977) agrupó sus primeros cuentos en El mago / Equis (Sarita Carbonera, 2004). Después vendrían los cuentos de Las islas (Lima, 2006) y Lecciones para un niño que llega tarde (Duomo, 2011). En 2008 se mudó a Estados Unidos para estudiar en Pensilvania, y actualmente cursa un doctorado gracias a una beca de la Universidad de Brown. Duomo publicará próximamente su primera novela. Forma parte de la selección de Los mejores narradores jóvenes en español de la revista Granta.

lunes, 2 de julio de 2012

Gemma Pellicer

 
 
 




Las cosas hablan


Si las cosas hablaran –
pero si hablaran, también podrían mentir.
Sobre todo las más corrientes y poco apreciadas,
para llamar finalmente la atención.

Wislawa Szymborska




Hace tres años me formulaba la siguiente pregunta: «¿Definen a una persona los objetos desperdigados sobre su mesa de trabajo un día cualquiera? Ahora mismo, tengo en la mía –lámpara, portátil y ratón con su alfombrilla aparte–, un tubo de crema de manos, Handcreme mit Olivenöl, eine Intensive Pflege für trockene Hände; un subrayador verde Pelikan, Textmaker 490; un bolígrafo de tinta negra aunque de plástico plateado; un rotulador de esos de pizarra, edding 3000, permanent marker, rojo; una goma de borrar de marca ilegible y borrada a sí misma; un folleto sobre la Agencia Tributaria, para EMPRESARIOS Y PROFESIONALES, PERSONAS FÍSICAS todas ellas, menos mal; un estuche rojo a cuadros escoceses; una piedra; un pájaro de colores de plástico que canta como un jilguero si le das un empujoncito con el dedo índice; un vaso de agua con su correspondiente posavasos; una miniagenda del año 2007, con teléfonos del 2009, y unos pañuelos de papel Menthol. Eso es todo».

Tres años más tarde, la foto así lo atestigua, descubro que mi mesa alberga esta vez dos tubos de crema para manos de la misma marca, ahora los gasto de dos en dos; unos cuantos cedés de música que escucho en el ordenador, maravilloso el Stabat Mater de Pergolesi en las voces de Anna Prohaska y Bernarda Fink; el coloreado y súbitamente enmudecido pájaro de plástico, perdió el jilguero su canto pero no su candor; unos fósiles marinos también disecados; la misma agenda azul detenida en el tiempo y, ya fuera de foco, la programación de la temporada 2012-2013 en la Staatsoper de Berlín, y los Generosos inconvenientes de Luisa Valenzuela, con prólogo de Francisca Noguerol para Menoscuarto, que estos días tengo entre manos.

En el 2009, en otra bitácora que una vez mantuve y que ahora yace en el olvido sideral de la red, decía lo siguiente: «No puedo dejar de preguntarme por qué caprichoso motivo esa lista absurda y circunstancial de objetos que hoy parecen dormir el sueño de los justos sobre mi mesa iba a tener que definirme mucho más que no aquellos otros que una vez fueron, en mi infancia por ejemplo, o aquellos que jamás existirán, y cuya ausencia sin embargo no puedo dejar de añorar. ¿Alguna idea?». Lo preguntaba porque, de pronto, al observar la mesa, había caído en la cuenta de que al menos para mí todos los escritorios eran –de hecho– intercambiables..., por mucho que hubiera dos o tres objetos aislados en ella (y, por tanto, poco representativos por sí mismos) que nos distinguieran a nosotros sólo.

Mi escritorio hoy es tan provisional –o eso me parece– como el que tenía apenas tres años atrás. En fin, no sería descabellado pensar que en el 2015, mi mesa, y con ella mi vida, siga conservando los mismos papeles revueltos, emborronados a base de ensueños futuros y alguna que otra melodía perdida.









© Texto y fotografía: Gemma Pellicer


Gemma Pellicer (Barcelona, 1972) es licenciada en Filología Hispánica y en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona y trabaja como editora y correctora para editoriales e instituciones. Ha cultivado la crítica literaria en diarios y revistas como Quimera, y en colaboración con Fernando Valls, ha publicado la antología Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (Menoscuarto, 2010). Mantiene el blog Sueños en la memoria y sus microrrelatos han sido recogidos en diversas antologías. La danza de las horas (Eclipsados, 2012) es su primer libro.