[1]
Para ser estrictos, yo debería entregar una tomografía de mi cráneo o el rollo envuelto de mi último electroencefalograma. Claro que actuar así no sería admisible y, por lo mismo, entrego esta fotografía de mi cama, intentando domesticar en lo posible esas otras transparencias. No haré, eso sí, alarde de la hermosa biblioteca que no tengo; ni retocaré mis desarreglos privados como si fuera una anciana coqueta picoteándose la cara para lucir eficiente y profesional. ¡Dios me libre de la decoración literaria! Hace por lo menos un lustro que no duro más de un año en el mismo sitio. Ni siquiera me doy el tiempo para colgar un cuadro.
[2]
A pesar de todo, siempre he estado en el mismo lugar. Mi cabeza ha estado encima de mis hombros y yo la he llevado conmigo, incluso a los lugares adonde no quería irse. Todas las palabras que han salido de mí constituyen coordenadas aparatosas, displicentes y poco disciplinadas de ese único espacio metido en mí. He ahí por qué, de ningún modo, creo yo que pudiera haberse dado el caso de que fuera de mi cabeza un lugar estuviera cerca de simular la comodidad silenciosa que me proporciona aquella, que es la real intimidad donde converso con las personas que quiero, leo y escribo.
[3]
Para ser capaz de hablar sobre el lugar de mi escritura, he intentado capturar, además, lo mejor posible, el espacio que habitan mis historias. Y como muchas de ellas me han llegado durmiendo, junto a la cama siempre guardo un lápiz y una libretita o cualquier papel desechable en los que, a veces, con la suerte de una frase robada al sueño o al recuerdo del sueño o al recuerdo de un diálogo que sostuve conmigo mismo durante el sueño o durante una vigilia que se le parecía mucho al sueño, detona en futuras historias que seré capaz de escribir o que, en el mejor de los casos, no escribiré y, por lo tanto, será una ficción perfecta, esa que se le parece al avaro que se sienta delante de su jardín y dice: “esta debe ser la manzana más deliciosa que no me he comido esta semana”.
[4]
Si fuera de ella, de esa cabeza apoyada sobre mis hombros y a veces sobre una almohada, a mi escritura le corresponde ocupar algún lugar, ese lugar quizá sería el tránsito que distancia mi cama del escritorio, el paseo torpe hasta ese escritorio que no siempre ha sido el mismo pero sí (siempre) ha tenido sus cuatro patas de burro fiel y paciente, y una pequeña luz que la alumbra incluso cuando a mí todo me llega a oscuras.
[5]
A veces tengo suerte y la escritura coincide con el escritorio; a veces no, y como todos los cuerpos impacientes, nace ella sobre la cama, toda mojada y chillona.
[6]
Son imprescindibles entonces estos versos de Pessoa:
Procuro decir lo que siento
sin pensar en que lo siento.
Procuro arrimar las palabras a la idea
y no necesitar un pasillo
del pensamiento a las palabras.
[7]
Llegar al escritorio es cosa seria para mí; me demanda tiempo y hay incluso veces en los que ese tránsito es lerdo y fatigoso, pese a que, hoy, a día veintinueve del corriente, el tamaño de mi habitación no supera los 16 m2. Cuando entonces (así, tal vez, sin yo quererlo) se produce por fin el misterio de escribir, como si montara la espalda del animal y transcribiera su trote, la imitación de esa intimidad que puebla mi cabeza, de esas voces fragmentadas que ratonean malamente el sabor de los libros que alguna vez leí (las muelas mezquinas que le hurtan –secretamente para mí– mordiscos), se transforma en el espacio, que no es otro que el espacio que se traduce en esto y estotro y que tanto se le parece a todos los espacios en los que he estado y en los que todavía estaré hasta que tengan por bien meterme a una cajita de madera y me planten en la tierra.
[8]
Siempre intento tener la cabeza pasajera de mi escritura puesta sobre los hombros. Pero incluso estos, en algunos meses, se mudarán. ¡Ya decía yo que no había que confiar en los hombros! Y así, será como siempre; acumularé mis libros en cajas de cartón, le pediré a un amigo que me conduzca la camioneta y llevaré esta versión de portátil hasta donde haya una pequeña luz, a la que se arrimará como todo cuadrúpedo que hace una espiral en la tierra antes de plantar sus pelos.
[9]
Siendo estrictos, sin embargo, yo no me habré movido ni un solo metro.
© Texto y fotografía: Carlos Yushimito
Carlos Yushimito (Lima, 1977) agrupó sus primeros cuentos en El mago / Equis (Sarita Carbonera, 2004). Después vendrían los cuentos de Las islas (Lima, 2006) y Lecciones para un niño que llega tarde (Duomo, 2011). En 2008 se mudó a Estados Unidos para estudiar en Pensilvania, y actualmente cursa un doctorado gracias a una beca de la Universidad de Brown. Duomo publicará próximamente su primera novela. Forma parte de la selección de Los mejores narradores jóvenes en español de la revista Granta.
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