jueves, 8 de marzo de 2012

Luis Melgarejo






Yo en realidad es que no escribo o ya casi no escribo o, cuando escribo, no escribo aquí del todo o, no sé, no sé, no sé. Vamos a ver: escribo. Pero lo más que escribo cuando escribo es de memoria, si es que puede llamarse escritura a lo que en el magín se lleva a compás de palabra viva y luego se pasa a cuadernicos y papeles sueltos para poder tacharlo y respirarlo y sólo al final y esto no siempre y sólo, sólo, sólo cuando toca o hay lugar se acaba tecleando a velocidad de inevitable ráfaga por aquello de que mi madre y mi padre me apuntaran de chiquitanas yo, mayor de tres hermanos, en la academia aquella de mecanografía y primerísimas computadoras de ese pueblo perdido en los montes occidentales que se llama Montefrío a la que yo iba todas las tardes y de la que salí convertido en un auténtico cabrón del teclear sólo por la sencilla razón de que a los que mejor y más cundía la lección nos dejaban después echar el resto de la clase en los pupitres de al lado con uno de aquellos primitivos juegos de ordenador, uno de plataformas, recuerdo, el donkeykong o monkeykong o yo qué sé ya cómo se llamaba.

Pero, bueno, sí, digamos hoy que sí, que escribo aquí, que aquí es donde transcribo, reescribo, tacho y trastacho y que aquí es donde ahora estoy tecleando este texto en el que, como dice el Gamoneda en no recuerdo qué libro ahora mismo que tengo por ahí, sucede lo que siempre pasa por mucho que no se quiera y que no es sino que desde la respiración de la memoria se pasa al vericueto caligráfico y a la deriva de historias y que el proceso de escritura y sus herramientas e incidentes cotidianos acaba filtrándose como un incordio tenaz o como un milagro transparente por la entraña de lo que se escribe y acaban, pues, apareciéndose y colándose dentro del canto y del cuento los lápices afilados sobre la mesa o esos gorriones que ahora mismo están posados en el alféizar al otro lado del cristal de un miércoles de seco frío serrano.

Quizás acabo aquí porque es el escritorio de mi abuelo Isidoro, del padre de mi madre, el escritorio suyo en el que ese hombre que es mi abuelo y al que yo nunca conocí me dicen que anotaba sus cosas después del almuerzo, después de ya recogidos los platos y liado el diario cigarrillo de picadura, después de leerles en voz alta a su mujer y a su hija algún fragmento al azar del libro más vendido de Cervantes, e igual haya una fantasmal querencia de pálpito en esta madera vieja que hace que yo me llegue hasta aquí porque a esta habitación fue a la que lo trajimos, al mueble, digo, claro, desde la casa de Loja después de que Florentina, mi abuela, la madre de mi madre, la esposa de este hombre al que nunca conocí y que todo el mundo me dice que lo hubiera flipado conmigo por aquello de que yo y los libros y eso y yo con él igual, después de que mi abuela, les decía, muriera la mujer tan de repente mientras regaba viuda las macetas de su patio.

Quizás acabo aquí porque es aquí donde han terminado quedándose por voluntad propia y ya para siempre después de las mudanzas todos mis libros y otros muchos que nunca fueron míos pero a los que sus propietarios quisieron por aquí dejar y pueda ser que es que sin más me guste estar con ellos como quien busca el silencio solitario de los camposantos y de tanta tapia y cuneta y esa sabia multitud pacífica de muertos que los habita en esos días azules de meridiano sol al mediodía.

Quizás acabo aquí, ya queda menos, ya pronto pararé, me lo prometo, que tampoco es cuestión de alargarme demasiado con este grato encargo, aquí en la biblioteca de esta casa con libros abierta a tanta gente que no acude del todo o nunca acude no sé por qué muy bien, quizás acabo aquí, me digo, sí, porque es aquí también donde me estoy dejando desde hace ya cuatro años el pellejo día a día y porque es aquí de donde apenas puedo salir al monte mío que más quiero, al monte que es en donde, si os soy sincero ahora, gente amiga, lector desconocido, en donde yo de siempre más he escrito, por el monte, de memoria, caminando. Eso si no contamos, por supuesto, cuando de mozuelillo ya escribía, y únicamente y siempre, en el tan conocido escritorio de la noche enamorada que tan poco me gusta y que tampoco ya frecuento y que en mi caso quedaba donde fuera que estuviera el brasero encendido en la casa de mis padres o en la de mis abuelos Manuel y Adoración, padre y madre de mi padre, los fines de semana y luego ya, después, cómo me acuerdo ahora, casi puedo tocarla, en aquella mesilla de la que no sé ya qué diablos fue, cuando logré por fin, y mi hermano también por parte suya, eso del cuarto propio, sí, porque mi hermana siempre sí lo tuvo, porque era la menor y era la niña, eso del cuarto propio que también y tan bien cartografiara, ya pronto hará cien años, la hija menor del alpinista Leslie y de la bella Julia, la señorita Stephen, claro, sí, cuando ya de casada pasó a firmar con Woolf por su marido Leonard y que yo le leí en mi lengua materna desde su inglés original por gracia y traducción del puto mago Borges, de una edición moderna que por ahí también tengo cerca de donde ahora es que estoy justo escribiendo yo estas líneas en un laptop sin virus que me va de perilla por aquello del linux bienvenido, tecleando, sí, sin monte, a media tarde, hoy, sin noche y sin más memoria y compaña ya que las de estos libros y las de estos mis muertos familiares y esos otros que son desconocidos pero tan nuestros y ahí risueños, sin trampa ni cartón ni más camino y horizonte que el de cumplir con este generoso encargo de palabras que un amigo me ha hecho hace unos días y que acompañarán, ahora cuando las deje terminadas, a esta foto del sitio donde estoy escribiéndolas y donde ya las dejo, ya, aquí en esta ladera norte de nuestra divisoria penibética donde es que está la casa, justo al sur de Granada capital.




© Texto: Luis Melgarejo
© Fotografía: Cecilio Puertas Herrera


Luis Melgarejo (La Zubia, Granada, 1977) ha publicado dos libros de poemas: Libro del cepo (Hiperión, 2000), con el que obtuvo el XV Premio de Poesía Hiperión, y Los poemas del bloqueo (Cuadernos del Vigía, 2008), segunda edición corregida y ampliada), que fue Premio Javier Egea de Poesía en 2005. Poemas suyos se recogen en numerosas antologías y revistas a ambos lados del Atlántico. Imparte talleres de creación literaria en bibliotecas y centros educativos y de adultos de toda Andalucía. Regenta La Casa con Libros, alojamiento rural situado en el pueblo de la Zubia, donde comparte actividades de investigación en poesía escénica y pedagogía literaria con el colectivo La Palabra Itinerante. Junto con el guitarrista Estaban Jusid y el artista plástico Iván Izquierdo desarrolla el proyecto de confluencia entre poesía, música y pintura Subdesarsur


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