Todo acto de escritura es un bodegón, una composición de elementos que pretendieran definir, románticos y numinosos, lo que toca la piel de las palabras.
La mesa: rústica, de una firmeza pálida que soporta el prodigio de las tramas y trasiegos de personajes, que aguanta la decepción de un párrafo que escapó malherido hacia alguna papelera, alentando perlas por venir. Un flexo que espera a su bombilla, tránsito de lo oscuro a la luz, perfilando al autor desde la nada. La parafernalia de los nuevos tiempos: el teclado que llama a los dedos con su alarma de letras, los altavoces de penúltima generación para preñar de melodías cada página, la impresora como una bocaza abierta, promisoria de borradores definitivos e historias que se alcen sobre sus propios pies. El té en su taza: preferentemente thai, exótico, humeante, con su aroma de sugestiones irresistibles: jengibre, cardamomo, anís. La música ad hoc: Nirvana (por los viejos, buenos tiempos), Chopin (que nos hace románticos, malditos, spleen e ideal), Herbie Hancock (¿se puede escribir sin jazz, remedando a aquel perseguidor cortazariano de bellezas?). El moleskine con las anotaciones que no escaparon a la abulia del metro en hora punta, la ventana que guarda la noche al otro lado del cristal, generadora de exaltaciones y pulsos, la página en blanco, en fin, de la pantalla, recordándonos que no somos más que un lienzo temblón.
Y descubrir, finalmente, que todo es mentira, una pose, un artificio. Que a veces se embute uno el traje de escritor y el traje está vacío y nosotros quién sabe dónde, quizá viendo con desgana un programa de cotilleos, un partido de fútbol sabatino, un National Geographic que se repite. Constatar que el bodegón se viene abajo cuando una tarde, desmañados, sin té ni música ni moleskine, con la decepción de la última cuota de la hipoteca aún pegada al pijama, nos ponemos a escribir ese poema o ese cuento o esa novela que no entienden de ángulos fotográficos ni encuadres perfectos, que nos demandan, como los hijos a medianoche, a llanto perdido, ponerse el traje de faena y rezar lo poco que sabemos para cuadrar apenas unas cuantas líneas decentes. Solo eso. Sin bodegón.
© Texto y fotografía: Miguel Ángel Zapata
Miguel Ángel Zapata (Granada, 1974) reside en Madrid, donde ejerce como escritor y profesor de Geografía e Historia. Ha publicado dos libros de cuentos, Esquina inferior del cuadro (Menoscuarto, 2011) y Ternuras interrumpidas (fabulario casi naïf) (Sociedad de Nuevos Autores, 2003), y dos de microrrelatos, Revelaciones y magias (Traspiés, 2009) y Baúl de prodigios (Traspiés, 2007). Su obra breve está recogida en antologías como Velas al viento. Los microrrelatos de La nave de los locos (Cuadernos del Vigía, 2010), Por favor, sea breve 2 (Páginas de Espuma, 2010), Perturbaciones (Salto de Página, 2009) o Ficción Sur (Traspiés, 2008).
No veo por ningún sitio una foto del Sr. Spock.
ResponderEliminarUn abrazo.