Necesito silencio. Y no sólo para escribir. Necesito silencio para vivir. Para decidir qué voy a comer, para comer, para lavarme, para andar por mi casa, para ordenar papeles, para mirar por la ventana… Hay quien me oye decir esto y piensa que exagero, que me dejo llevar por la histeria. Y que no es normal. Los amigos suponen que se debe a que extiendo mi necesidad de silencio para las labores literarias a todos los demás ámbitos de la existencia. Y quizá tengan razón. El caso es que no entiendo el ruido. No lo comparto. No me gusta. Me deprime, me paraliza. Así pues, y siguiendo la moda de las etiquetas, tendré que decir que me estoy haciendo ruidofóbica.
De ahí la proliferación de auriculares de encima de mi mesa. Porque para no sufrir los ruidos externos, oigo música (truco inútil casi siempre) y porque, cuando oigo música, la oigo yo, no todo mi entorno. También aquí, en el lugar en el que se ubica este cuarto, hay interrupciones, y, aunque pudiera parecer que no, viendo al perro tan dormido, el sillón tan vacío, la mesa tan desierta, lo cierto es que la casa tiene sus propios invasores y a veces me sorprendo saliendo al exterior, de día o de noche, llueva o no, con la idea de intentar averiguar qué está sucediendo en la calle o en el tejado, si es que una bandada masiva de pájaros en busca de hogar ha decidido llenarlo de ramas y hojas y crías. Pero cuando trabajo aquí, al menos, no tengo que soportar los pateos de los niños del piso de arriba o el eterno taconeo de su madre, que grita para que la oigan los hijos maleducados de todo Madrid. Aquí, al menos, las interrupciones proceden del perro que aúlla cada vez que suenan las campanas o del vecino que pasa y grita.
En cualquier caso, los crujidos de la casa molestan poco. Lo que me anula es el ruido injustificado, el gratuito. Los sonidos no identificables ni individualizables están ahí, sin más, y con ellos he podido escribir relatos en las escaleras de una iglesia, a la sombra de un árbol, en bibliotecas, en cafeterías, en trenes y en playas, debajo de una sombrilla.
Sigo idealizando lugares, pero cada vez menos. Será por la experiencia de haber intentado escribir ya en unos cuantos. Así, cuando paseo por las fotografías de las casas de otros escritores, me digo, mientras las estudio con pudor, que Virginia Woolf pasaba frío en su cabaña del jardín de Monk's House, que lo mismo a Iris Murdoch le habría gustado tenerlo todo un poco más limpio, y que a Marguerite Duras le dolía la espalda cuando escribía sobre una mesa redonda. Y, ahora, con la misma turbación con que descubro los lugares privados de los demás, muestro el mío, con esa inquietud que acallo pensando que, en realidad, sólo hay en esta fotografía un par de elementos, que no revelan gran cosa. Esa pantalla de ordenador, tan reflectante, no puede expresar mucho de las miserias y heroicidades que se producen a cada minuto ante ella ni, incluso, entre las líneas escritas y guardadas en sus archivos de Word.
Cada vez estoy más convencida de que no existe el emplazamiento perfecto. Y me he centrado en el silencio. Pero podría haber descrito cómo se levanta de vez en cuando mi perro del suelo para mirarme largamente, porque se aburre a mi lado, o cómo inciden los rayos del sol al atardecer sobre la mesa de madera, hasta casi deslumbrarme.
© Texto y fotografía: Pilar Adón
Pilar Adón (Madrid, 1971) ha publicado los libros de relatos El mes más cruel (Impedimenta, 2010) y Viajes Inocentes (Páginas de Espuma, 2005), y las novelas Las hijas de Sara (Alianza, 2003) y El hombre de espaldas (Opera Prima, 1999) Ha sido incluida en diversos volúmenes de relato: Perros, gatos y lémures (Errata Naturae, 2011), Rusia imaginada (Nevsky Prospects, 2011), Pequeñas Resistencias 5 (Páginas de Espuma, 2010) y Siglo XXI (Menoscuarto, 2010). En 2011 publica el poemario La hija del cazador (La Bella Varsovia) y forma parte de distintas antologías poéticas. Ha publicado relatos y poesía en Babelia, ABCD, Público, Eñe, Turia… Ha traducido obras de Penelope Fitzgerald, Henry James, Christina Rossetti y Edith Wharton, entre otros.
Precioso.
ResponderEliminarMe siento muy identificada contigo, no soporto el ruido evitable. Tampoco pretendo el silencio absoluto pero cada vez se me hace más difícil la convivencia con los demás por culpa del ruido. Mi problema no es que esté rodeada de niños traviesos y madres regañonas, que lo estoy arriba y al lado. Mi problema es que esas madres regañonas se han autoconvencido de que sus hijos deben aprender a tocar instrumentos musicales. Piano, flauta y violín a la derecha. Trompeta y flauta arriba. Mi forma de defenderme es poner la música a toda pastilla mientras dura la tortura de al lado, más como aviso de que están molestando que como aislamiento, y la mayoría de las veces funciona. Con los de arriba tuve que hablar y establecimos unos horarios que cumplen...cuando se acuerdan.
ResponderEliminarMientras sueño con que ellos se mudan o lo hago yo a un ático perfectamente aislado. A mi también me gusta escribir y sobre todo pensar cuando me dejan...