Cuando me instalé en París, hace diecinueve años, tuve un rincón íntimo en la parte alta de la vivienda. Bajo una claraboya grande y vieja que podía tocar con las manos, busqué las palabras para definirme. A las siete de la mañana, durante más de una década, me senté a la mesa de trabajo y mi nostalgia hizo más ruido que la ciudad adormecida a esa hora. En un ambiente matinal, sin otros sonidos exteriores que los de la lluvia esporádica sobre los cristales del tragaluz, nacieron tres libros aceptados y uno rechazado por el autor. Eran los tiempos del lápiz, la máquina de escribir y el ordenador fijo.
En los años recientes, gracias a los ordenadores portátiles, me he convertido en un escritor sin oficina estable. Generalmente elijo la planta baja del edificio. Cerca de la cocina, frente a una fachada acristalada que deja ver un patio de árboles de hoja perenne, glicinias y pájaros. Delante de mí viven los vecinos: el joven músico conversa con el pintor veterano, la redactora de una revista de moda escucha al tapicero. Lo principal de la estancia es la mesa. Larga, de madera exótica, compuesta de seis pies y dieciocho piezas encajadas en el tablero. Cada pieza puede sustraerse, entre risas de niños, del lugar que ocupa en el conjunto. Sobre ese mueble deposito la computadora, algún bolígrafo, escasos papeles. En la cabecera de enfrente, un frutero y la silla Hiperión, regalo de Jesús Munárriz.
La mesa fue fabricada por un pariente cercano. La hizo en un momento doloroso. Su esposa de veinticinco años se suicidó y él, para combatir una angustia invencible, quiso construir algo. Un objeto que reconstruyera la vida de su fabricante.
Más que un mueble, mi mesa es una enseñanza.
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© Fotografía: Adriel Irazoki
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Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) formó parte de CLOC, grupo de escritores surrealistas. Desde 1993 reside en París. Sus primeros poemarios editados fueron Árgoma (Estella, 1980) y Cielos segados (Universidad del País Vasco, 1992), que incluía los tres volúmenes de versos escritos hasta esa fecha: Árgoma (1976-1980), Desiertos para Hades (1982-1988) y La miniatura infinita (1989-1990). Más tarde, Irazoki publicó Notas del camino (Javier Arbilla Editor, 2002, con fotografías de Antonio Arenal), el libro de poemas en prosa Los hombres intermitentes (Hiperión, 2006) y La nota rota (Hiperión, 2009), cincuenta semblanzas de músicos de épocas muy variadas. Próximamente Hiperión le publicará el libro de versos Retrato de un hilo. Escribe su columna Radio París en El Cultural, suplemento del diario El Mundo.
Su oficina señor es ese Don hermoso que la vida le otorgo y usted gano por derecho propio a través de el tiempo.. Toda mi admiracón...
ResponderEliminarMagnífico texto, amigo.
ResponderEliminarUn lugar, muchas imágenes, grandes experiencias. ¿Cómo dudar de la fuerza del verso, de la emoción del poeta?
ResponderEliminarCariños, Irazoki.
Comme d'habitude, que de belles parolles tellement bien exprimées.
ResponderEliminarHe tenido el honor y la suerte de conocerte en el lugar que describes.
Un abrazo muy grande a ti y a toda tu familia.
Una invitación a la creatividad.
ResponderEliminarMe encanta este proyecto, Jesús.
Abrazos
Bello
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