Tendida como bandida
a) Pequeño tratado contra las sillas y breve historia de la escritura vertical:
Escribir sentada ya fue. Las sillas, como bien lo decía Jimmie Durham, son espías del Estado; mecanismos contra el natural nomadismo del cuerpo. Hace mucho que no me inclino frente a un escritorio; tampoco frente a un altar; menos frente a la real-ésa. Sentarse y escribir son actos antitéticos: el primero le apuesta al sedentarismo, que es el otro nombre del status quo, y el segundo a la provocación que es toda crítica. Las frases “estar sentado” y “estar sedado” sólo difieren en una letra, y debe ser por algo. Era Vasconcelos, si mal no recuerdo, quien clamaba por una escritura de pie, con todas las connotaciones estéticas y políticas del caso. Hemingway aducía que escribir de pie le permitía concentrarse mejor. Eduardo Mendoza escribe de pie y con pluma. Todo eso es cierto y hay más, claro. Pero también es cierto, aunque más pedestre, admitir que hace poco me di cuenta que no poseo un escritorio. Entre mis ires y venires, entre estancias cada vez más cortas en cada vez más sitios, en efecto, me olvidé de adquirir un escritorio propiamente dicho. Confesión tristísima: soy escritora, por decirlo de algún modo, de cama.
b) Tendida como bandida:
Lo he dicho ya varias veces: no es casualidad que la cama, la mesa, el ataúd y la página compartan la forma del divino rectángulo. Ahí nacemos y morimos, en toda la extensión de las palabras. Luego entonces, del lado derecho de mi cama, rodeada de libros y papeles, en un desorden descrito a veces como descomunal y otros como simplemente muy mío, tendida como bandida, así escribo. Me gustaría decir que esto es una forma de escritura horizontal, pero en sentido estricto se trata de otra cosa. Medio recargada contra las almohadas, con las rodillas flexionadas, en realidad esto es una posición fetal. Como si escribir fuera, de hecho, volver a ese inicio donde todo, eso dicen algunos, es lo mismo. Como si escribir y el inicio del cuerpo fueran la misma cosa. Muy a la ChacMol, pues. Se trata de una postura contra la que no pocos de los médicos que han atendido los dolores de mi espalda se oponen con vehemencia: a ella le debo el dolor de las vértebras lumbares que, unido al dolor que provoca en mis muñecas la estrechez del teclado, se suman en, al menos, dos dolores distintos. Así twitteo y bloggeo y reviso cuentas de hotmail y gmail y escribo artículos y le añado, a veces, una o dos frases a algún otro texto más largo. Acunada dentro de mí misma. La lap top en plexo.
c) La cosa del pasado:
No tengo escritorio, ya lo dije, pero hay una mesa grande en un cuarto rodeado de ventanales. Se llama mesa de comedor, pero en realidad es una superficie rectangular que sirve para muchas cosas distintas. Ahí departo con la familia y los amigos, en efecto. Pero ahí va a parar la correspondencia y los pinceles y las hojas y los libros y los vasos y los periódicos y todo aquello que peque o presuma de imperdible. Los textos académicos los escribo por lo regular ahí, porque ahí hay espacio, luego de una leve reorganización, para legajos y libros. Me siento, sí. Cierro todas las ventanas (de la pantalla, quiero decir), sí. Apago el celular, sí. Documento con corrección mis fuentes: sí. Es una velocidad y una disciplina y una forma de concentración sin la cual el libro de historia o el artículo especializado no podría ni siquiera soñar en avanzar. Es una cosa del pasado.
d) Sobre ruedas:
No se trata de una mesa propiamente, ni de un escritorio. Es uno de esas mesas que las madres de clase media solían usar para llevar los aditamentos del cocktail al centro de un cuarto lleno de gente y que ahora algunos diseñadores llaman, con algo de pompa, mesa auxiliar. Ocupa un espacio liminal entre la cocina y el comedor, justo a un lado de los enchufes y el ventanal. Es tan pequeña que sólo cabe en su rectangular superficie la lap top y alguna diminuta taza de café. Tiene dos repisas donde es posible colocar uno que otro libro o los pies. Tiene ruedas. Sobre esa mesita que se mueve, aceptando por igual su deseo de estar anclada y su manía de escapar, ahí escribo los textos más largos: novelas, híbridos, ensayos. Es fácil alejarse de ella y regresar. De hecho, me incorporo con bastante frecuencia porque, para escribir, siempre necesito consultar algo. Necesito estar de pie, avanzar, sentir que el cuerpo no ha desaparecido. No desaparece. Ya no fumo, pero igual paseo alrededor de la casa con libro en mano o mirada enloquecida. Luego regreso. Uno siempre termina por regresar. Como pudiera cambiarla de sitio si quisiera, nótese el potencial del subjuntivo, la ansiedad conocida como la ansiedad del-mismo-lugar desaparece en ella, con ella, a su lado. Nos llevamos bien, quiero decir. Tenemos una relación sobre ruedas.
e) El extraño caso de las bibliotecas móviles y los rectángulos concéntricos:
Poseo, sí, en efecto, tres bibliotecas más o menos. La principal está en una oficina a través de cuyos ventanales puedo ver, centelleante, una obra de Bruce Nauman. Hasta ahí llega también la brisa del mar. Ahí hay un escritorio y una computadora, en efecto, de escritorio. Paso poco tiempo ahí, sin embargo. Nunca escribo ahí. Los libros de la segunda biblioteca están del otro lado de la frontera, en las costas de esa mítica ciudad que nunca duerme, repartidos por igual en cajas de cartón y libreros que van del suelo al techo. Paso poco tiempo ahí. Algunas veces escribo ahí. La tercera, que es en cierto modo la biblioteca fundacional, ahí donde se encuentran los primeros verdaderos libros, está en el centro del país, en una ciudad desde la cual se puede ver siempre un volcán cubierto de nieve. Paso poco tiempo ahí. Pocas veces escribo ahí.
Todo esto para explicar, con algo de sonrojo, por qué no puedo mandarte una linda foto con un escritorio rodeado de libros. Viajo mucho; paso demasiado tiempo en cuartos que no son míos. Cuando se vive así, de esa nomádica manera, hay que empacar ligero y procurar no dejar huellas. Los libros se mueven conmigo, pero sin peso, dentro de un kindle. Bajo muchos PDFs, con ayuda de estratégicos #bibliotuits. Los leo, hago las anotaciones si el caso lo amerita, y los borro. Los libros de papel que a veces no puedo dejar de adquirir en distintas librerías o en aeropuertos, se quedan con frecuencia en esos mismos aeropuertos o en cuartos de hotel o en las casas de los anfitriones de paso. Algunos, los menos, hacen todo el viaje de regreso para reunirse con los de su especie en alguna de las tres bibliotecas mencionadas antes. Sobre las mesitas de los cuartos en los que pernocto, hay más cables que papeles: el cable de la electricidad; el cable que conecta el ordenador al IPhone o a la cámara fotográfica; el cable de los audífonos; el cable, cuando es necesario, del internet. Pero basta con que se conjunten tres rectángulos: el de la cama, el de la ventana y el de la pantalla, para que ocurra esto que ocurre una y otra vez, puntualmente cada mañana. Escribir.
© Texto y fotografía: Cristina Rivera Garza
Cristina Rivera Garza (Matamoros, México, 1964) es doctora en Historia Latinoamericana por la Universidad de Houston y actualmente enseña Creación Literaria en el Departamento de Literatura de la Universidad de California en San Diego. Entre su obra publicada destacan las novelas El mal de la taiga (Tusquets, 2012), Verde Shangai (Tusquets, 2011), La muerte me da (Tusquets, 2007; Premio Sor Juana Inés de la Cruz) y Nadie me verá llorar (Tusquets, 1999), los libros de cuentos La frontera más distante (Tusquets, 2008), Ningún reloj cuenta esto (Tusquets, 2002) y La guerra no importa (Mortiz, 1991), los ensayos de Dolerse: textos desde un país herido (Sur+, 2011), el libro de historia La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General, 1910-1930 (Tusquets, 2010), los libros de poemas Los textos del yo (Fondo de Cultura Económica, 2007) y La más mía (Tierra Adentro, 1998) y el libro de aforismos El disco de Newton, diez ensayos sobre el color (UNAM, 2011). Su obra ha sido traducida al inglés, portugués, alemán, italiano y coreano. Mantiene la bitácora electrónica No hay tal lugar y su twitter@criveragarza.
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