jueves, 26 de enero de 2012

Carlos Jiménez Arribas






Escribo en un espacio que es casi un tiempo, es decir, un hueco en el transcurso de los días, una oquedad que no es un refugio pero sí una conquista, un lugar que debo defender del asedio de las muchas cosas que me apartan de escribir, de mí mismo, mi temor y mi pereza. La mesa en la que escribo me acompaña desde hace años, se ha mudado ya conmigo a tres casas distintas, no es una mesa de madera noble aunque yo la dedique al noble arte de escribir, me merece más el nombre de escritorio. Hace unos años me regalaron un tapete que reproduce un mapamundi, y sobre él escribo. El ordenador ocupa la parte central y veo mientras escribo las Aleutianas en el extremo occidental del mapa de Norteamérica, a la izquierda, y también las Aleutianas en el extremo oriental del mapa de Rusia, a la derecha. Estas islas, que en el mapa parecen mojones dejados sobre el mar para cruzarlo, son en mi escritorio como una orla a ambos lados del espacio en el que escribo. Sugieren también la idea de una ruptura en la continuidad del mundo, dos extremos que la escritura intenta unir quizá. En un momento como este, en el que estoy traduciendo, escribo con varias ventanas. Por una me entra la luz, es una ventana elevada y estrecha. Por alguna razón, en las casas en las que he vivido la luz siempre ha entrado por la derecha en mi escritorio, nunca por la izquierda como recomiendan los ópticos. Además de esa ventana, quedan abiertas a ambos lados del ordenador en el que escribo, sobre sendos atriles, la ventana del diccionario, una especie de lucernario hacia lo insondable, y la ventana del libro que estoy traduciendo, que me indica qué debo buscar cuando escribo. El ordenador, el espacio en blanco, es otra ventana hacia lo desconocido. Anoche vi una película, La mujer con los cinco elefantes, sobre la traductora de Dostoievski al alemán, Swethlana Geier. En ella, la protagonista vuelve a Ucrania sesenta y cinco años después de haberla abandonado tras la segunda guerra mundial para beber agua de una fuente en la que bebía de niña. Quiere cumplir con ese rito antes de morir. En esa visita da clases magistrales en escuelas de traducción de Kiev. Imparte una única lección, algo que también le enseñaron a ella: al traducir, levanta siempre la nariz. No te dejes absorber por la presencia física de la página que estás traduciendo, levanta la cabeza para ver todo el libro. Cuando escribo levanto la cabeza y veo muchos otros sitios en los que he escrito, estepas, montañas y desiertos, ríos y mares, autobuses, trenes, barcos, aviones y vagones de metro. Veo también líneas escritas en mitad de la noche, cuando me ha asaltado una palabra, una frase o un párrafo, y lo he garabateado en lo que tenía a mano, generalmente otro libro. En todos esos sitios también escribo. Dónde, cómo, cuándo se escriba, a pluma, lápiz o en ordenador, es lo de menos. No es esa la sacralidad que debe buscar el escritor. Quizá algunas de las mejores cosas que he escrito las he escrito en espacios y tiempos muy poco propicios, nada bucólicos, bastante sórdidos, tremendamente anodinos. Pero todo ha pasado luego por este espacio que tanto me ha costado conquistar y que necesito defender todavía cada día del acoso de las sombras. Este espacio es sagrado. Es mi escritorio, mi taller. En la película la traductora hace la compra en el mercado, cocina, plancha. Moja con agua los manteles que ha heredado de su madre y los plancha con decisión y delicadeza. Dice que cuando se lava la ropa, los hilos quedan desplazados, pierden el sentido, se descolocan. La labor de plancha los reubica, les da de nuevo sentido. Compara esa labor con la labor del traductor. Tejido y texto. Escritura a campo abierto y escritura de taller. En este espacio escribo. Aquí vivo.







© Texto y fotografía: Carlos Jiménez Arribas


Carlos Jiménez Arribas (Madrid, 1966) ha publicado los libros de poemas Manual de supervivencia (Bartleby, 2002) y Darwin en las Galápagos (DVD, 2008), el relato Planeador (La playa del ojo, 2003) y el libro de viajes Viaje al ojos de un caballo. Veinte días en Mongolia (Artemisa, 2007). Está incluido en la antología La otra joven poesía española (Igitur, 2003). Suya es la edición de En los Estados Unidos y Europa. Ensayos escogidos sobre literatura y sociedad, de José Martí (Artemisa, 2009). Es traductor de W. B. Yeats, Robert Browning, Sharon Olds y Ralph Waldo Emerson, de quien ha seleccionado y prologado su Obra ensayística (Artemisa, 2010).    


7 comentarios:

  1. Un rincón muy inspirador!! (ya quisiera yo uno así)

    abrazos
    L;)

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    1. Sí, está muy bien, la verdad. Gracias, Loli. Un abrazo.

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  2. Bonita página, y bonita entrada. Enlazo con mi blog. Saludos pirenaicos.

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  3. hay una relación entre el espacio de escritura y la escritura del mundo, entre el ser que habita y el habitáculo que hospeda, acoge, resguarda. Un hermoso y sugerente texto, denso. Y un blog a seguir.
    Un abrazo grande para Carlos y otro para Jesús. Esas colaboraciones son también modos de concebir los espacios, la palabra dada, los vínculos.

    Viktor

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  4. Ese rincón es como tu mismo para tus amigos, un gran compañero imprescindible en tu vida con una increíble capacidad y posibilidades.
    Te queremos, Carlos. Antonio

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  5. ¡Gracias por los comentarios! Un saludo cordial, Jesús.

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  6. Me gusta el rincón, inspirador, necesario para un escritor, el entorno, el orden desordenado, el ambiente, todo ello unido, permite una gran creación. Teresa

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