lunes, 8 de julio de 2013

Marguerite Duras



Casa de Marguerite Duras en Neauphle-le-Château



Se está solo en una casa. Y no fuera, sino dentro. En el jardín hay pájaros, gatos. Pero, también, en una ocasión, una ardilla, un hurón. En un jardín no se está solo. Pero, en una casa, se está tan solo que a veces se está perdido. Ahora sé que he estado diez años en la casa. Sola. Y para escribir libros que me han permitido saber, a mí y a los demás, que era la escritora que soy.

La soledad de la escritura es una soledad sin la que el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo. 

Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para empezar, uno se pregunta qué es ese silencio que lo rodea. Y prácticamente a cada paso que se da en una casa y a todas horas del día, bajo todas las luces, ya sean del exterior o de las lámparas encendidas durante el día.

Mi habitación no es una cama, ni aquí, ni en París, ni en Trouville. Es una ventana determinada, una mesa determinada, ritos de tinta negra, huellas de tinta negra inencontrables, es una silla determinada. Y determinados ritos a los que siempre vuelvo, a dondequiera que vaya, dondequiera que esté, incluso en los lugares donde no escribo, como por ejemplo las habitaciones del hotel, el rito de tener siempre whisky en mi maleta en caso de insomnios o de súbitas desesperaciones. 

La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Yo la hice. Porque decidí que era allí donde debía estar sola, donde estaría sola para escribir libros. Sucedió así. Estaba sola en casa. Me encerré en ella, también tenía miedo, claro. Y luego la amé. La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura. 

Compré esta casa de Neauphle-le-Château con los derechos cinematográficos de mi libro Un dique contra el Pacífico. Me pertenecía, estaba a mi nombre. Esa compra precedió a la locura de la escritura. Esa especie de volcán. Creo que esta casa ha servido de mucho. La casa me consolaba de todas las penas de la infancia.

En la casa escribía en el primer piso. No escribía abajo. Después, al contrario, escribí en la gran habitación central de la planta baja para estar menos sola, quizá, ya no lo sé, y también para ver el jardín.

Escribía todas las mañanas. Pero sin horario alguno. Nunca. Excepto en lo que se refiere a la cocina. Sabía cuándo había que ir para que tal cosa hirviera o tal otra no se quemara. En lo que se refiere a los libros, también lo sabía. Lo juro. Todo, lo juro. Nunca he mentido en un libro. Ni tampoco en mi vida. Excepto a los hombres.



Marguerite Duras, Escribir, Barcelona, Tusquets, 2009. Traducción de Ana María Moix.

© Fotografía: Fred PO.

























© 1955 Lipnitzki/Roger Viollet


2 comentarios:

  1. «La soledad se hace sola». Qué afirmación tan rotunda, tan impactante. Soledad alrededor del escritor, necesaria, pero dolorosa. Es como un muro impenetrable...
    Gracias Jesús por compartir estos hermosos textos.
    Galatea

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  2. Gracias, Galatea, por estar ahí. Un abrazo.

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