Mi lámpara y mi papel blanco
Cuando se repiensan las numerosas pero monótonas imágenes del trabajador obstinado, leyendo y meditando bajo la lámpara, uno empieza a vivir como si fuera el personaje único de un cuadro. Una pieza con muros desvaídos y como apretados sobre su centro, concentrada en torno del hombre que piensa, sentado ante la mesa iluminada por la lámpara. Durante su larga vida, la mesa ha recibido mil variantes, pero conserva su unidad, su vida central. [...] El verdadero espacio del trabajo solitario es, en una habitación pequeña, el círculo iluminado por la lámpara. Jean de Boschère sabía esto cuando escribió: Sólo en una habitación exigua se puede trabajar. Y la lámpara de trabajo concentra la habitación en las dimensiones de la mesa.
La soledad se acrecienta si, sobre la mesa iluminada por la lámpara, se expone la soledad de la página blanca. ¡La página blanca!, ese gran desierto por atravesar, nunca atravesado. Esa página blanca que permanece blanca cada noche, ¿no es acaso el gran signo de una soledad sin fin recomenzada? ¿Y qué soledad se encarna al lado del solitario cuando este es un trabajador que no solamente quiere pensar, sino que quiere escribir? Entonces la página blanca es una nada, una nada dolorosa, la nada de la escritura.
[...]
La página blanca impone silencio. Contradice la familiaridad de la lámpara. [...] Entre esos dos polos está dividido el trabajador solitario.
[...]
Al final, hecho el balance de las experiencias de la vida, de las experiencias disgregadas y disgregantes, es más bien ante mi papel blanco, ante la página blanca ubicada sobre la mesa, a la distancia justa de mi lámpara, donde estoy realmente ante mi mesa de existencia. Es en mi mesa de existencia donde conocí la existencia máxima, la existencia en tensión hacia adelante, hacia más adelante, hacia lo alto. A mi alrededor todo es reposo y tranquilidad; mi ser solo, mi ser que busca el ser, tendido hacia la inverosímil necesidad de ser otro ser, un ser mayor. Y así con la Nada, con los Sueños uno cree que podrá hacer libros.
Gaston Bachelard, La llama de una vela, Caracas, Monte Ávila Editores, 1975, Traducción de Hugo Gola.
Genial, Bachelard era sencillamente genial. Para la preparación del texto de un catálogo, releí hace un tiempo L'Eau et les Rêves y L'Air et les Songes. Libros hermosos. Me gustó mucho tu blog, me lo anoto.
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