Mi escritorio
Hace un mes, mi esposa, Raquel, dejó la oficina en la que había trabajado durante los últimos seis años.
Fue una decisión difícil y –en el ambiente laboral mexicano– tal vez incluso peligrosa, o eso nos decían algunos amigos con buenas intenciones.
Pero, la verdad, en el ambiente laboral mexicano de estos días –y en el ambiente mexicano a secas– todas las decisiones de cambio son peligrosas aunque también, muchas veces, sean imprescindibles. La oficina se había vuelto asfixiante y Raquel deseaba tiempo para escribir; como yo mismo pasé por esa situación hace años, y di ese paso (ese salto), no pude menos que apoyarla. Y aquí estamos ahora: comienza el periodo de estirar los ahorros y terminan mis seis años de disponer de una oficina de 90 metros cuadrados con recámara, cocina y baño. Ahora somos dos los que trabajamos aquí de tiempo completo.
Todo esto tiene que ver con mi escritorio porque nuestro departamento, para albergar a dos escritores freelance, ha tenido que sufrir algunas modificaciones. Hemos desechado al menos cien kilos de objetos que simplemente dejamos acumularse durante años (desde libros hasta utensilios de cocina, desde una laptop descompuesta en 2004 hasta una bola de cristal que, creo, no ha funcionado jamás) y que no me molestaban porque no estaban aquí, en la habitación que utilizo como estudio. Estamos reorganizando las otras habitaciones: las volvemos más habitables, las domesticamos, las adaptamos. Y como ese proceso toma tiempo, e implica remover depósitos muy viejos de desechos, de objetos sin objeto (Philip K. Dick los llamaba kippel: la materia que da la impresión de aparecer espontáneamente, que llena los espacios y que es una manifestación del deterioro del universo), resulta que ningún sitio queda intacto, ningún rincón permanece como estaba, y esto incluye a mi propio escritorio.
El retrato de Borges solía ir donde se ve en la imagen, a un lado de mi computadora, pero ésta miraba hacia el oeste y no, como ahora, hacia el sur. El Dalek que se ve más allá del monitor descansaba en una mesa de centro que ya no está más con nosotros. Los objetos que se adivinan tras el monitor están simplemente amontonados, a la espera de que se despeje el sitio que les corresponderá cuando hayamos terminado los arreglos, y son una caja de tachuelas, unos audífonos, papeles diversos, controles remotos y cables; en el otro extremo de la mesa, que no se ve en la foto, hay discos DVD y Blu-ray, cajas para CD, más tachuelas y un paquete de tarjetas de cartulina. La propia mesa en la que todo está puesto, y que es una mesa sencilla de plástico blanco, no es la que utilizaba hasta hace unas semanas: el viejo escritorio que tenía era demasiado pequeño (de tamaño escolar, en realidad) y por fin me harté y me deshice de él aunque no tuviera nada apropiado con lo que reemplazarlo.
Tampoco se ven la máquina de ejercicios en uso; la máquina sin usar; el librero repleto de comics, novelas prestadas y libros de teoría literaria (que no he abierto desde que terminé mi tesis de maestría); la televisión, fija en una pared, en la que veíamos películas y que ahora está ociosa; la caja que guarda lo que contenían los cajones del escritorio del que me deshice; el gato, que se acaba de meter entre dos cajas y hasta un rincón que ya no consigo ver. Las lámparas que alumbran todo y que antes estaban en un espacio que servía de estancia, y que ahora está lleno de otras cajas.
La nota adhesiva que dice
está pegada al monitor desde hace meses: hasta ahora digo “basta” y cumplo con este encargo al que me comprometí en 2012. Todos los compromisos parecen igual de urgentes que sacar objetos, meter objetos, desechar objetos, apilar y clasificar y discriminar objetos, pero sólo podemos atacar uno a la vez. Ahora es el momento de atacar éste.
¿Cómo se escribe en una zona en remodelación? Igual que como se vive. La intención no es más que ir contra la entropía: reducir el caos y mantenerlo a raya con tanto éxito como sea posible. Nunca se conseguirá la plenitud del trabajo sereno, ininterrumpido, sin estorbos materiales, que Mario Vargas Llosa recomendó famosamente en alguno de sus artículos. Ocho horas seguidas de escritura disciplinada, continua, perfectamente eficiente no son una posibilidad en nuestra situación actual y, tal vez, tampoco en nuestra situación de clase. Ni en nuestro país.
Pero al menos podemos ganarle espacios al caos: junto con la búsqueda del orden, y los muchos fracasos de esa búsqueda, otra constante de la historia humana es el éxito parcial, la victoria pasajera contra el deterioro. Las herramientas instaladas en la computadora funcionan. Mi cerebro y mis manos, que las utilizan, también. El retrato de Borges es el que debe estar: el del autor por el que supe de la libertad de la escritura, cuando era apenas adolescente, y el Dalek me gusta: es uno de los villanos de la serie inglesa Dr. Who, que como toda obra de cultura popular haría rabiar –si la conocieran– a los críticos más snob del país en el que vivo.
© Texto y fotografía: Alberto Chimal
Alberto Chimal (Tolula, México) ha publicado las novelas Los esclavos (Almadía, 2009) y La torre y el jardín (Océano, 2012) y los ensayos La cámara de maravillas (Universidad de Guadalajara, 2003) y La Generación Z (Conaculta, 2012). Entre sus numerosos libros de cuentos destacan YYZ (La tinta del alcatraz, 1991), Historias del predicador, el mago y el rey (Mixcóatl, 1998), Gente del mundo (Tierra adentro, 1998), El país de los hablistas (Umbral, 2001), Grey (ERA, 2006), El viajero del tiempo (Posdata, 2011) y El último explorador (Fondo de Cultura Económica, 2012), antologados por Antonio Jiménez Morato en Siete (Salto de Página, 2012).
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