miércoles, 26 de septiembre de 2012

Vivian Abenshushan


 
 
 
 
 
 
Termino un libro. Comienzo otro. Sobre el escritorio se acumulan los restos del antiguo y vienen a caer sobre él las lecturas del nuevo, como aves salvajes a la orilla del mar, en busca de alimento. Escribimos con palabras prestadas. Es domingo, estoy cruda y me abandono al desorden, qué digo el desorden, la entropía de mi vida mental. Por ahora pienso en esto: recién cumplí cuarenta años, de los cuales, por lo menos treinta han sido de lecturas acumuladas; quince, de escritura más o menos consciente; ocho, trabajando en el escritorio cromado y con rueditas que me regaló mi madre cuando me mudé a este departamento a vivir con L (que también es escritor y adora el desorden de su escritorio); he sumado siete años (un milagro) haciendo libros en una pequeña editorial doméstica, que también se hace presente en el caos de mi escritorio, una mesa que está ya completamente colonizada y en la que me muevo como una arqueóloga, extrayendo mensajes donde se acumula el polvo. Para abrirle camino a la entropía, para dejarla extender su dominio hacia otros territorios (de nada sirve oponerle resistencia a las leyes del universo) he dispuesto desde hace tiempo otras dos mesas más en mi estudio: una de madera clara que mide 1.50 cm por 90 cm y otra circular más pequeña y metálica, una mesa de té, donde una mañana apareció un grupo de libros amotinados que ahora proliferan y crecen hacia arriba como frágiles torres de jenga. (Los libros se reproducen sobre todo por las noches.) Hace seis años tuve un hijo, que ha comenzado a leer y cuando entra a mi estudio se queda mirando atentamente la pantalla y luego lee en voz alta (como si lo entendiera todo) la foto que me mira desde el escáner para no infatuarme: EL AUTOR DEBE ESFUMARSE   #    EL AUTOR DEBE  #   EL AUTOR  #  EL                                                       (Hay que dejar siempre un espacio en blanco para poder escribir). En eso pienso mientras miro los objetos sobre el escritorio: mi libreta de apuntes, dos manuscritos con correcciones, un disco de Celso Piña, una lista de pendientes que dice: “MARZO para volverse loco” y que tendría que poner al día, una postal con un poema de e.e. cummings (i feel said he); una servilleta donde está, escrito a mano, el itinerario que hice por París hace un año y que quería escanear (no recuerdo por qué) y que no he escaneado aún. También hay plumas y lápices que se han ido reuniendo alrededor (o incluso adentro) de los libros que acampan en mi mesa (un total de cuarenta y siete según el último censo) y de los cuales enumero sólo los más visibles: Desobediencia civil, de Henry David Thoreau; El gesto más radical. La Internacional Situacionista en una época posmoderna, de Sadie Plant; Contra los poetas, de Witold Gombrowicz; Oblomov, de Goncharov; Vanishing Point, de Ander Monson, La comunidad filosófica. Manifiesto por una Universidad Popular, de Michel Onfray; Diario de la hepatits, de César Aira; Alquimia de tendejón, de Charles Simic; Potlatch. Internacional Letrista (1954-1959); Zur Dos. Última Poesía Latinoamericana. Me detengo, demasiada información para la CIA. Esas son algunas de las eras geológicas que configuran los estratos de mi escritorio, el lugar donde se registra a diario el pulso desordenado (puesto que está vivo) de mi existencia.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Vivian Abenshushan
 
 
 
Vivian Abenshushan (Ciudad de México, 1972) ha publicado los libros de ensayos Una habitación desordenada (El Equilibrista, 2007) y Julio Ramón Ribeyro (Nostra Ediciones, 2009), así como el libro de cuentos El clan de los insomnes (Tusquets, 2004), con el que obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2002. Su obra ha aparecido en diversas antologías entre las que destacan: Best of Contemporary Mexican Fiction (Dalkey Archive, 2008), Voix du Mexique. 16 écrivains contémporains  (Retors, 2009) y El futuro no es nuestro. Narradores de América Latina  nacidos entre 1970 y 1980 (piedepágina.com). Interesada en el intercambio con otras disciplinas, creó en 2001 el Laboratorio de Escritura Desbordada, un taller itinerante y multidisciplinario que explora las correspondencias entre distintos lenguajes (poesía sonora, escritura en acción, poesía visual), descrito por ella misma como “una mezcla de exaltación, irreverencia y visiones súbitas”. En 2005 fundó junto con un colectivo de artistas y escritores la editorial independiente Tumbona Ediciones, que busca darle hospitalidad a los géneros más desatendidos por los grandes consorcios, además de promover la exploración heterodoxa y el humor crítico. Actualmente forma parte del Programa de Escritura Creativa de la Universidad del Claustro de Sor Juana y es becaria del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Su libro más reciente, Escritos para desocupados, se publicará próximamente en la sur+ediciones. Escribe en las bitácoras: Escritos para desocupados  y  La última librería. A veces se le puede encontrar en twitter @zingarona.

 

lunes, 24 de septiembre de 2012

Iñaki Uriarte







Cuando vinimos a vivir aquí, como María, mi mujer, aún trabajaba y pasaba muchas horas fuera, me reservé para mí esta habitación, una de las mejores de la casa. Es grande y luminosa. Desde donde estoy sentado, veo a través de unos amplios ventanales el cielo y la parte superior de una iglesia, que es bastante fea, pero mejor que un bloque de viviendas. Como yo no trabajaba, me organicé una especie de estupendo despacho de trabajo. Incluso coloqué en una de las paredes un panel de corcho donde debería señalar con post it y papelitos clavados con chinchetas mis tareas urgentes. No las hubo y el corcho se fue poblando de fotos. La mesa es un tablero de aglomerado, cubierto con una lámina blanca, creo que de formica, apoyado sobre dos caballetes. La encargué a un carpintero cuando vivía en la casa de arriba y lleva conmigo más de 20 años. Está desordenada. A Mari, la asistenta, le tengo prohibido que cambie nada de sitio, pero yo tampoco sé muy bien lo que hay en ella. Supongo que el único que lo sabe es nuestro gato Borges, que a veces se sube a olisquear y comprobar si ha habido alguna variación. Lo mejor es la silla, una vieja silla de oficina que me regaló mi hermana Tere. Paso en ella cuatro o cinco horas al día y nunca me ha dado molestias de espalda. Casi todas esas horas las paso leyendo. Tengo un buen sillón tapizado de azul en el otro extremo de la habitación, pero nunca lo uso, imagino que porque quiero estar todo el tiempo cerca del ordenador. Escribo muy poco, aunque tal vez algo más de lo que suelo confesar. A mi derecha dispongo de una gran papelera de mimbre. Hay épocas en que se llena de folios arrugados y otras, muchas más, en las que lo único que brilla en su fondo son los paquetes vacíos de Ducados. A veces, si va a venir la asistenta, los cubro con algunas hojas de periódico estrujadas, por pudor. En general, se trata de un despacho de trabajo u oficina de aspecto magnífico, donde parece que alguien está acometiendo alguna obra formidable.





 © Texto y fotografía: Iñaki Uriarte


Iñaki Uriarte (Nueva York, 1946) vive en Bilbao. Ha publicado Diarios 1999-2003 (Pepitas de calabaza, 2011; Premio Euskadi de Literatura en la modalidad de ensayo en castellano y Premio Tigre Juan) y Diarios 2004-2007 (Pepitas de calabaza, 2011). Ejerce la crítica literaria en el diario vasco El Correo.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Jorge Carrión







Bienvenido a la cocina de mi escritura. Hasta hace unos pocos meses no podía escribir en mi casa. En ese espacio que la fotografía registra. Por supuesto que en ese Sony Vaio, bajo ese foco y ese globo, entre esa impresora que nunca ha funcionado y esos libros, podía escribir artículos, conferencias, reseñas, proyectos; pero no era capaz de teclear en ese contexto mis libros de creación. Durante años, cuando tenía que escribir de verdad, totalmente concentrado en un libro de viajes o en una novela, me encerraba en celdas de monasterio, habitaciones de hotel o casas prestadas, sin conexión a internet, con doce o catorce horas por delante. Sólo así podía sentir que los caracteres que aparecían en esa misma pantalla tenían realmente ambición y sentido. Pero hace unos meses empecé a escribir en casa. En esa mesa he acabado Las huellas, una novela en cuatro partes de más de setecientas páginas. Cada seis o siete meses la vacío de libros. La ordeno. La despojo. Pero a medida que van pasando las semanas nuevos volúmenes la invaden. Algo de Tetris hay en esa imagen. Bloques que van cercando, atosigando, el espacio de la escritura. Bloques que encajan. Y al fondo más libros, rectángulos de colores, como otra pantalla de píxeles gigantes. Pero la estantería es sólida. En los hoteles y en los aviones, incluso en las bibliotecas públicas, siento en cambio cierta inestabilidad. Tengo que pensar sobre ello. La silla en que escribo se la robé a la mesa de la cocina.



© Texto y fotografía: Jorge Carrión



Jorge Carrión (Tarragona, 1976) es profesor de literatura contemporánea y de escritura creativa en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Ha publicado, entre otros títulos, la novela Los muertos (Mondadori, 2010), los libros de viajes La brújula (Berenice, 2006), Australia (Berenice, 2008) y La piel de La Boca (Libros del Zorzal, 2008) y el ensayo Teleshakespeare (Errata Naturae, 2011). Ha traducido a Dante y a Bernat Metge. Ha publicado artículos de crítica literaria y cultural en revistas como Lateral, Letras Libres o Revista de Occidente, y en diarios como Avui, Abc, La Vanguardia y Clarín. Entre 2006 y 2009 fue codirector de la revista Quimera.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Elvira Navarro







Tengo 34 años y me he mudado de casa 18 veces, lo que arroja una media de 1 mudanza cada 2 años. Por supuesto, y como todas las medias, esta es falsa; en una ocasión estuve 8 navidades en un mismo piso (desde mis 10 hasta mis 18), y a veces he cambiado de paredes y paisaje hasta 3 veces en 12 meses. Desde que nací ha sido así. En Moguer, donde estaba mi primera casa, no alcancé a respirar demasiada química de las fábricas de celulosa. Antes de tirar el calendario de 1978 a la basura, mis padres me arrancaron de allí y me dejaron cerca de Sierra Morena. Tampoco pude celebrar los 365 días que habían pasado desde mi natalicio escuchando historias de bandoleros. Me llevaron del valle pedregoso a una campiña de suaves lomas (ahí me quedé hasta los 4), y en 1.º de EGB estaba ya en tierras levantinas. Pero no voy a seguir haciendo números porque no es esa mi intención. Lo que quiero explicar con esto es por qué mando 2 fotos en lugar de 1: porque no soporto estar demasiado tiempo en ningún escritorio. Tengo que mudarme continuamente de habitación, ventana y pupitre. Tantas mudanzas han producido en mí una imposibilidad de permanecer en el mismo lugar (ignoro si es cierta mi conclusión sobre esta genealogía de habitáculos, pero al menos resulta verosímil). La fotografía de la izquierda corresponde a mi actual salón, y la de la derecha a mi estudio. Ahora me reparto entre ambas mesas.








© Texto y fotografía: Elvira Navarro



Elvira Navarro (Huelva, 1978) es licenciada en Filosofía. En 2004 ganó el Certamen de Jóvenes Creadores del Ayuntamiento de Madrid, y entre 2005 y 2008 disfrutó de una beca de creación en la Residencia de Estudiantes. En 2007 apareció su primer libro, La ciudad en invierno (Caballo de Troya), distinguido como Nuevo Talento Fnac. En 2009 publicó La ciudad feliz (Mondadori), que obtuvo el XXV Premio Jaén de Novela y el IV Premio Tormenta al mejor nuevo autor. Ha colaborado en revistas como El Cultural de El Mundo,  Ínsula, Letra Libres, Quimera, Turia o Calle 20. Ejerce la crítica literaria en  Qué Leer y en el blog La tormenta en un vaso, e imparte talleres de escritura. Fue incluida en la lista de los 22 mejores narradores en lengua española menores de 35 años de la  revista Granta.


lunes, 3 de septiembre de 2012

Juan Antonio Masoliver Ródenas


 
 
 
 
 
 
Viaje alrededor de mis escritorios
 
 
El tiempo de mi vida está marcado no sólo por los paisajes, por los amores que llevan al último amor, por el tiempo que lleva al Tiempo definitivo, sino sobre todo por los escritorios, que han sido siempre reflejo de los distintos espacios en los que me ha tocado vivir y la única pasión a la que he sido fiel desde mi infancia. Mi primer recuerdo luminoso fue el de la mesita en la portería de las Escolapias del Masnou, donde me enseñó a leer la madre Milagros. La magia de ir convirtiendo las letras en palabras (el sol, la luna, la casa, la rosa) que eran imágenes, de ir descubriendo y transformando el mundo. Una vez aprendí a leer, subí al primer piso para integrarme con los demás niños de mi edad. Allí tuve mi primer pupitre, con el tintero, la pluma, las plumillas, los cuadernos y un libro que he olvidado. No sólo muy parecido sino exacto al de la academia Balmes de la calle Fontanills del Masnou, un año más tarde, o al de los Escolapios de la calle Balmes en Barcelona, en realidad mi primer escritorio, porque en él redactaba una revista en la que yo era el único colaborador y que vendía a mis compañeros de clase por cincuenta céntimos de peseta. En la casa de la carretera de Teyá, del Masnou, sólo mi hermana Carmen, delicada de salud y muy estudiosa, tenía un escritorio, el primero que vi en mi vida. Yo, como mis otros seis hermanos con los que compartí la desgracia de la buena salud, trabajábamos en la mesa del comedor.
 
Ya en Barcelona, en el piso de mis abuelos, tenía una mesa muy pequeña en un cuarto oscuro rodeado de armarios roperos. Allí, mi abuelo, ingeniero, me ayudaba a resolver los problemas de matemáticas que por mi cuenta nunca habría resuelto y, sobre todo, a coger correctamente y con elegancia –eso creía yo– la pluma, algo que nunca aprendieron mis pobres hermanos que se quedaron a vivir en el Masnou. Mi tío Juan Ramón era entonces corresponsal en el extranjero y empecé a utilizar su escritorio, en un estudio lleno de libros. Yo había escrito con entusiasmo desde muy niño y si fui aprobando el bachillerato fue por mis magníficas notas en redacción, que me dieron cierto prestigio de chico inteligente y maduro, pero fue en el estudio de mi tío donde tuve conciencia de ser un escritor, aunque la verdad es que todavía no había escrito nada que justificase esa pretensión. Allí fui familiarizándome con los libros de aquella riquísima biblioteca y allí aprendí a hacerme hombre leyendo las cartas de rabioso y desesperado amor que le escribía una despechada novia, cartas que él conservaba por razones que ignoro, y a robarle los paquetes de tabaco rubio –Chesterfield, Lucky Strike, Camel– de los cartones que guardaba en otro de los cajones; y desde los ventanales miraba cómo las entonces llamadas criadas fregaban los suelos acompañando el ritmo de las bayetas con el de las nalgas. No recuerdo dónde escribía los poemas que tenían como único lector a mi amigo Mario Páez. Cuando llegaban las vacaciones regresaba a la mesa del comedor de la carretera de Teyá y allí escribía mis poemas sobre el amor y sobre la muerte, temas que desconocía y que la escritura me iría revelando.
 
En mi segundo año de estudiante de Filosofía y Letras me fui a vivir con mi tío a Vallençana, en Reixac, y tuve mi primer escritorio “de propiedad”: una mesa en una pequeña habitación de nuevo llena de libros y con una ventana desde la que hoy veo en el recuerdo el pino que plantamos mi tío y yo justo en medio del camino de entrada a la casa, sin calcular que los árboles crecen y que el nuestro se convertiría en un tormento para los que llegaban a visitarnos en coche tras infinitas y desesperadas maniobras. En aquella mesa escribí mi primer libro de poemas, que todavía conservo, y empecé a redactar un diccionario italiano/español, que abandoné dos años más tarde por parecerme tarea enojosa e imposible.
 
Apenas terminada la carrera, me fui a vivir a Londres. En la habitación de Penge East, en la que viví un año, escribía en la cama o en la tapa de un piano de segunda mano que compré por diez libras esterlinas. Y allí me convertí en escritor de pubs, de donde han salido algunos de mis libros. No recuerdo el nombre de aquel primer pub. Como entonces trabajaba por las noches, como colaborador de una enciclopedia de literatura Salvat que nunca llegó a publicarse, antes de ir a la cama, a las once de la mañana, la hora en que abrían, iba a olvidarme de la enciclopedia y a escribir a mano cuentos que tal vez conserve. Para la casa de Pembrigde Crescent, con dos habitaciones, compré una mesa en el mercado de Portobello Road, calle paralela a la mía, pero solía escribir en The Sun in Splendour. Seguía trabajando por las noches y sólo apagaba la luz los diez minutos en los que en una de las casas de enfrente una muchacha desnuda se preparaba para ir a dormir, consciente, no puede ser de otro modo, de que la estaba mirando. No me veo escribiendo, a pesar de que escribía mucho, en la pequeña casa del joyceano Sandymount, en Dublín, donde pasé dos años. Sí recuerdo el pub, del que todavía conservo el mejor cenicero de mi colección, un original Powers Gold Label.
 
Mi primer verdadero estudio y mi primer escritorio fue, de regreso a Londres, el del piso de Argyll Mansions, frente a Olimpia. Era una casa muy grande, parecida a las del Ensanche barcelonés. En este sentido era como volver a la Rambla de Cataluña, pero sin la disciplina que imponía mi abuela y con la libertad que yo había conseguido a los veintidós años apenas cruzar la frontera. En realidad eran dos estudios: en uno escribía mis artículos o preparaba mis clases y en el otro, mucho más pequeño, escribía los poemas que más tarde publicaría como El jardín aciago y, sobre todo, en unos libros de contabilidad, una novela de más de mil páginas que abandoné porque no le veía el final y que, de no haber tomado esa sabia decisión, todavía estaría escribiendo. La conservo en un armario de manuscritos inéditos o éditos a la derecha de mi escritorio. Con el inmenso libro de contabilidad –que acabaron siendo tres– proseguía con mi novela en The Hand and Flower, al que mis amigos y yo llamábamos Los Caballeros. En los escritorios de mi casa, en The Hand and Flower o en el Live and Let Live se inició de verdad el proceso que, pasando por la pequeña casa de Belsize Park y por el ático en el que me refugiaba en la casa de Fordwych Road, en West Hamsptead, me llevaría a mi estudio de la calle Fray Junípero Serra, en el Masnou. En él conservo muchos de los objetos que fui coleccionando desde que llegué a Londres y los libros más queridos y utilizados. Y en él he aprendido el sentido del caos y en este caos o, mejor dicho, en la forma en que lo voy ordenando a medida que escribo, encuentro mi inspiración. Este mismo caos se vive en el escritorio dominado, inevitablemente, por el ordenador y la impresora, con todo tipo de diccionarios y libros de consulta a mi espalda, con la vista del jardín a la izquierda (menos en la Rambla de Cataluña, he vivido siempre acompañado por un jardín), con libros en el suelo, en el sofá-cama, y encima del escritorio. En casa escribo en el ordenador, incluso algunos de mis mejores poemas. A La Calandria, al Vins i Divins o al Ágora, Sònia y yo vamos a leer y también de allí han salido no pocos poemas y cuentos. Y aquí, en este escritorio y este estudio siento que se resume toda mi vida, la que me permite reflexionar ahora sobre la vida de los demás y sobre mi muerte, sobre el sentido de la amistad y sobre el nuevo sentido del amor. Y, curiosamente, por encima de un pesimismo cada vez más acentuado, hay una placidez casi sensual, como si en este escritorio que resume toda mi vida encontrase también la vida nueva que comparto con mi mujer Sònia también escritora, también adicta a sumergirse en el caos para darle un sentido.
 
 
 
 
 
 
 
© Texto y fotografía: Juan Antonio Masoliver Ródenas
 
 
 
Juan Antonio Masoliver Ródenas (Barcelona, 1939) ha sido catedrático de Literatura española y Latinoamericana en la Universidad de Westminster de Londres y es profesor en el Máster de Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. En la actualidad vive en El Masnou (Barcelona). Como poeta ha publicado Paraísos a ciegas (Acantilado, 2012), Sònia (Acantilado, 2008), El laberint del cos (Eumo, 2008; en catalán), La memoria sin tregua (Acantilado, 2002) y Poesía reunida (Acantilado, 1999), que recoge todos sus poemarios publicados hasta entonces (Los espejos del mar, 1998; En el bosque de Celia, 1995; La casa de la maleza, 1992; y El jardín aciago, 1985). Como narrador ha publicado los libros de cuentos La calle Fontanills (Acantilado, 2010), La noche de la conspiración de la pólvora (Acantilado, 2006) y La sombra del triángulo (Anagrama, 1996), y las novelas La puerta del inglés (Acantilado, 2001), Beatriz Miami (Anagrama, 1991) y Retiro lo escrito (Anagrama, 1988). Es autor de los ensayos sobre literatura española y mexicana Voces contemporáneas (Acantilado, 2004) y Libertades enlazadas (México, Ediciones Sin Nombre, 2000) y de las antologías del cuento español contemporáneo The Origins of Desire (Serpent's Tail, 1993) y, en colaboración con Fernando Valls, de Los cuentos que cuentan (Anagrama, 1998). Ha traducido a Cesare Pavese, Carson McCullers, Djuna Barnes, Vladimir Nabokov y Robert Coover. Es crítico literario del suplemento Cultura/s diario La Vanguardia, y en México es o ha sido colaborador, entre otras publicaciones, de Vuelta, La Jornada Semanal, Letras Libres, Fractal y Crítica.