lunes, 21 de octubre de 2013

Raymond Carver





Escritorio de Raymond Carver
Ridge House, Port Angeles, Washington

Foto Bob Adelman (1989)



Normalmente Ray bosquejaba a mano sus relatos en una o dos sesiones de trabajo. Se recluía en su estudio y aparecía sólo para tomar un café o echar un vistazo al correo. Pero "Catedral" lo esbozó en un tren que discurría paralelo al río Hudson [...] Mientras trabajábamos juntos en "Catedral", acuñamos una frase que llegó a ser permanente en nuestro vocabulario literario. Un día decidí llevar a Ray a cenar a un pub irlandés llamado Coleman's, en las afueras de Syracuse. Yo había estado ya allí con unos alumnos, y la comida había resultado una muy grata sorpresa después de la especie de bodrio que uno tiene que ingerir en los pubs de Irlanda. salimos un poco tarde, y, dado que a mí me habían llevado mis alumnos, empecé a dudar un poco sobre el camino correcto. Ray empezó a perder la paciencia y a decir que jamás llegaríamos a Coleman's. [...] Al final llegamos, y cenamos de maravilla, pero aquella salida nos dejó una impresión que seguimos conservando en nosotros, transmutada. 

Nuestro hábito de trabajo era el siguiente: una vez que Ray había elaborado una versión clara y mecanografiada, me la enseñaba para que opinara. Una mañana, recién llegados a Syracuse de nuestro viaje a Nueva York, consiguió terminar un borrador a máquina de "Catedral" y me lo bajó al sótano donde yo estaba trabajando. Solíamos estudiar sus relatos en lo que llamábamos jocosamente "La Biblioteca", que era una pieza donde guardábamos libros que eran de los dos. Nos sentábamos en el sofá, codo con codo, e íbamos pasando una por una las hojas del original. Pero normalmente, al empezar, yo solía darle un somero parte meteorológico sobre en qué estadio de desarrollo veía yo la historia que nos disponíamos a debatir. Aquella mañana dije: "Ray, este va a ser un cuento realmente asombroso, pero aún no lo has llevado a Coleman's". Nos echamos a reír, porque sabíamos exactamente a qué me estaba refiriendo. [...] A partir de entonces, la frase "llevar un escrito a Coleman's" se convirtió en algo talismánico para nosotros.




En Syracuse, Nueva York
Foto Bob Adelman (1984)



Tess GALLAGHER, "Carver Country", en Bob ADELMAN/Raymond CARVER, Carver Country, Barcelona, Anagrama, 2013. Traducción de Jesús Zulaika.


martes, 17 de septiembre de 2013

Antonio Soler








Esto no es exactamente un lugar de trabajo, un sitio del que uno se va cuando lo marca el reloj. Esto es un lugar abstracto, un proyecto. Un recuerdo y un gajo de imaginación, igual que la materia con la que se fabrican las novelas. Los muebles son herramientas. Eso que se ve en la foto es un trozo de mi cerebro. El paisaje que veo cada día y que refleja ese otro paisaje que hay en el interior de mi cabeza. Es la traducción física de una maraña de ideas. Restos de viajes, biografía, pasos perdidos, hallazgos, futuro. Sala de máquinas. Yo soy el combustible, volátil. Sala de máquinas o cantera. O incruenta carnicería. En ese mostrador de madera va cortando uno sus pálidos filetes, día a día. Esa es la entrada a la mina a la que uno baja cada mañana a ver qué encuentra. Al final de la jornada entre la piedra pueden aparecer algunas pepitas de brillo incierto. Hasta ahí me ha llevado aquella ilusión, aquel laberinto acogedor en el que me perdía de niño cuando abría un libro de Emilio Salgari y aparecían los manglares de Malasia. Muchos de esos libros han vagado por varias casas, desvanes y guardamuebles, pero aún así formaban vigas importantes en mi vida. Algunos llevan conmigo casi medio siglo. Y aún así siguen siendo engranajes del futuro, piezas en las que fundamentar el porvenir. Son un calendario. El verdadero calendario. Y ahí sentado es donde paso las páginas.









© Texto y fotografía: Antonio Soler


Antonio Soler (Málaga, 1956) ha publicado las novelas Boabdil (Espasa, 2012), Lausana (Mondadori, 2010), El sueño del caimán (Destino, 2006), El camino de los ingleses (Destino, 2004; Premio Nadal), El espiritista melancólico (Espasa, 2001), El nombre que ahora digo (Espasa, 1999; Premio Primavera), Las bailarinas muertas (Anagrama, 1996; Premio Herralde; Premio de la Crítica), Los héroes de la frontera (Anagrama, 1995) y Modelo de pasión (Guadalquivir, 1993), la nouvelle La noche (Destino, 2005), los libros de cuentos Extranjeros en la noche (Edhasa, 1992) y Tierra de nadie (Caja General de Ahorros de Granada, 1991) y El ensayo Málaga, paraíso perdido (Fundación José Manuel Lara, 2010).


martes, 10 de septiembre de 2013

Juan Pedro Aparicio








Rosebud




De un tiempo a este parte tengo una fuerte conciencia de que nada de lo que me rodea me pertenece, pues todo quedará cuando ya no esté. Y así, este lugar, estas cuatro paredes que consideré tan mías, que hasta me parecieron yo mismo, empiezo a sentirlas como ese autobús del que uno se baja tras hacer un recorrido entre paradas. 

Todo es blanco, las estanterías y las paredes. El color lo ponen los libros y la mesa, lo único realmente de diseño que me roza la piel a diario, al menos la piel de las manos. Es negra. De tres cuerpos, el central, de muy buen tamaño, con la forma de una luna menguante. Adosada a ella, algo más bajas, hay dos cajoneras laterales, que son como dos mesas auxiliares a la manera de alas escoltando al gran motor central. 

Las paredes están llenas de libros de arriba abajo o de abajo arriba, salvo una, a mi derecha en que los estantes inferiores ceden su lugar a pequeños armarios. Queda por tanto muy poco espacio para cuadros o pinturas. Hay no obstante algunas fotos, una en la que estoy con Merino y Mateo en un filandón en Cartagena de Indias, un dibujo a plumilla en el que cuatro escritores leoneses rodeamos a Ricardo Gullón, algún diploma y algún cartel enmarcado; luego repartidos por los estantes hay más fotos, algunas familiares, otras de viajes relacionados con la literatura, en Filadelfia, en Brasil, en Belgrado, en Rusia y más fotos, con otros colegas, con mi familia, un equipo de once escritores en pose futbolística que escribió El siglo blanco, un busto de marfil que compré en Kinshasa, una figurilla de un grupo de monos que me trajo Gutiérrez Aragón de un viaje a la China de Mao y varias cosas más, relojes, ceniceros, una madreña, la derecha, que corresponde a un trofeo concedido por el Centro Asturiano en Madrid. 

¿Es esto un lugar íntimo? Sí, porque es caótico. La mesa y los suelos están ocupados por libros, papeles y cuadernos como la tierra que cubre un tesoro. Se diría que encontrarlo es la tarea que uno emprende cada día, quitar todo lo que lo mantiene oculto y sacarlo a la luz casi a paladas, con el esfuerzo de quien desentierra algo que todavía no sabe si merecerá la pena.

Antes mis libros seguían un orden azaroso que obedecía a impulsos afectivos, los mismos que me servían para encontrarlos dentro del caos. Luego se impuso el orden alfabético que añadió comodidad y desterró la sorpresa de ese libro que tenías olvidado y que encontrabas de nuevo como acabado de descubrir en una librería de viejo. Hoy estoy casi en un fifty fifty, o sea mitad y mitad, de modo que todavía hay lugar para la pequeña sorpresa. 

Los libros, sin embargo, han llegado a proliferar tanto que han tenido que salir del escritorio y han tomado buena parte de las paredes de la casa. Y, para mi sorpresa, he descubierto que con la edad uno se va pareciendo cada vez más al ciudadano Kane, ese memorable personaje de la película de Orson Welles, quien en la hora del último aliento, casi incapaz de expresarse, exclamó: ¡Rosebud! ¿Y qué era Rosebud?: el nombre de un juguete que tuvo de niño para deslizarse por la nieve. Yo, en las estanterías de mi dormitorio, tengo muy al alcance de la vista y de la mano las colecciones completas de los tebeos favoritos de mi infancia: Suchai, El Guerrero del Antifaz, Zarpa de León, El Hombre Enmascarado.









© Texto y fotografía: Juan Pedro Aparicio



Juan Pedro Aparicio (León, 1941) ha publicado, entre otros títulos, las novelas Tristeza de lo finito (Menoscuarto, 2007), La gran bruma (Espasa, 2001), El viajero de Leicester (Centro de Estudios Ramón Areces, 1998; Salto de Página, 2013), Malo en Madrid o el caso de la viuda polaca (Espasa, 1996), La forma de la noche (Alfaguara, 1994), Retratos de ambigú (Destino, 1989; Premio Nadal), El año del francés (Alfaguara, 1986; Finalista del Premio Nacional de Literatura) y Lo que es del César (Alfaguara, 1981); la novela corta El origen del mono (Akal, 1975; Menoscuarto, 2009); los libros de cuentos La vida en blanco (Menoscuarto, 2005; Premio Setenil), Cuentos del origen del mono (Destino, 1989) y, junto con Luis Mateo Díez y José María Merino, Cuentos del gallo de oro (Everest, 2008); los microrrelatos de El juego del diábolo (Páginas de Espuma, 2008), Palabras en la nieve: un filandón (con Luis Mateo Díez y José María Merino, Rey Lear, 2007) y La mitad del diablo (Páginas de Espuma, 2006), los libros de viajes La mirada de la luna (diez días entre los nietos de Mao) (Instituto Leonés de Cultura, 1997) y El Transcantábrico: viaje en el hullero (Penthalón, 1982) o las recopilaciones de artículos Las cenizas del fénix, de Sabino Ordás (junto con Luis Mateo Díez y José María Merino: Calambur, 2002) y  ¡Ah, de la vida! (Mondadori, 1991). Sus libros han sido traducidos al inglés, chino, ruso y alemán, entre otros idiomas. De 2005 a 2009 ha sido director del Instituto Cervantes en Londres. En 2013 se le concedió el Premio Castilla y León de las Letras. 

jueves, 1 de agosto de 2013

Felipe Benítez Reyes








Esto es, más que el escritorio, el parapeto del escritorio. 

Cuando construí la casa en la que vivo, planifiqué un estudio con grandes ventanales, con 30 metros cuadrados de superficie. Venía yo de un estudio previo de apenas 10 metros cuadrados, con una ventana que daba a un patio de luces, y se ve que me puse estupendo.

Los ventanales los tengo siempre cerrados, porque me he dado cuenta de que no puedo escribir con luz natural. (Con respecto a esta posible patología, me tranquilizó un poco el hecho de visitar una vez el estudio del psiquiatra Carlos Castilla del Pino, en su casa de Castro del Río, y reconocerme que a él le pasaba lo mismo: ventanas cerradas durante el día y luz eléctrica. Aparte de eso, su cuarto de trabajo apenas tendría 6 metros cuadrados, en una casa de varios miles.) 

De los 30 metros cuadrados de superficie que tiene mi sitio de trabajo me sobran más de la mitad, y de ahí el parapeto: una escenografía para acortar perspectivas, para disimular el vacío. 

Y ya luego, por supuesto, y manías al margen, lo que salga de allí.







© Texto y fotografías: Felipe Benítez Reyes






Felipe Benítez Reyes (Rota, Cádiz, 1960) ha publicado, entre otros, las novelas Mercado de espejismos (Destino, 2007; Premio Nadal), El pensamiento de los monstruos (Tusquets, 2002) y El novio del mundo (Tusquets, 1998), los libros de relatos Cada cual y lo extraño (Destino, 2013), Oficios estelares (Destino, 2009) y Maneras de perder (Tusquets, 1997), los libros de poesía Las identidades (Visor, 2013), Las respuestas retóricas (Isla de Siltolá, 2011), Trama de niebla (Visor, 2003; recopilación de sus libros Paraíso manuscrito, Los vanos mundos, Pruebas de autor, La mala compañía, Sombras particulares, El equipaje abierto y Escaparate de venenos) y Vidas improbables (Visor, 1996; Premio Nacional de Poesía; Premio de la Crítica) o los artículos y ensayos recogidos en Papel de envoltorio (Renacimiento, 2001) y El ocaso y el oriente (Arguval, 2000). 

lunes, 8 de julio de 2013

Marguerite Duras



Casa de Marguerite Duras en Neauphle-le-Château



Se está solo en una casa. Y no fuera, sino dentro. En el jardín hay pájaros, gatos. Pero, también, en una ocasión, una ardilla, un hurón. En un jardín no se está solo. Pero, en una casa, se está tan solo que a veces se está perdido. Ahora sé que he estado diez años en la casa. Sola. Y para escribir libros que me han permitido saber, a mí y a los demás, que era la escritora que soy.

La soledad de la escritura es una soledad sin la que el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo. 

Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para empezar, uno se pregunta qué es ese silencio que lo rodea. Y prácticamente a cada paso que se da en una casa y a todas horas del día, bajo todas las luces, ya sean del exterior o de las lámparas encendidas durante el día.

Mi habitación no es una cama, ni aquí, ni en París, ni en Trouville. Es una ventana determinada, una mesa determinada, ritos de tinta negra, huellas de tinta negra inencontrables, es una silla determinada. Y determinados ritos a los que siempre vuelvo, a dondequiera que vaya, dondequiera que esté, incluso en los lugares donde no escribo, como por ejemplo las habitaciones del hotel, el rito de tener siempre whisky en mi maleta en caso de insomnios o de súbitas desesperaciones. 

La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Yo la hice. Porque decidí que era allí donde debía estar sola, donde estaría sola para escribir libros. Sucedió así. Estaba sola en casa. Me encerré en ella, también tenía miedo, claro. Y luego la amé. La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura. 

Compré esta casa de Neauphle-le-Château con los derechos cinematográficos de mi libro Un dique contra el Pacífico. Me pertenecía, estaba a mi nombre. Esa compra precedió a la locura de la escritura. Esa especie de volcán. Creo que esta casa ha servido de mucho. La casa me consolaba de todas las penas de la infancia.

En la casa escribía en el primer piso. No escribía abajo. Después, al contrario, escribí en la gran habitación central de la planta baja para estar menos sola, quizá, ya no lo sé, y también para ver el jardín.

Escribía todas las mañanas. Pero sin horario alguno. Nunca. Excepto en lo que se refiere a la cocina. Sabía cuándo había que ir para que tal cosa hirviera o tal otra no se quemara. En lo que se refiere a los libros, también lo sabía. Lo juro. Todo, lo juro. Nunca he mentido en un libro. Ni tampoco en mi vida. Excepto a los hombres.



Marguerite Duras, Escribir, Barcelona, Tusquets, 2009. Traducción de Ana María Moix.

© Fotografía: Fred PO.

























© 1955 Lipnitzki/Roger Viollet


viernes, 5 de julio de 2013

Juan Gaitán






En la foto no se aprecia, pero hay prendida una varilla de incienso. Lo hago justo antes de sentarme a escribir, y esto viene siendo así desde que dejé de fumar. Siempre pensé que escribir necesitaba humo, algún tipo de humo, y este del incienso tal vez sea mejor para mis pulmones. Ya sé que son manías de escritor, pero qué sería de los escritores sin sus manías.

Tampoco puede verse en la foto, pero está sonando un disco de Billie Holiday, con esa carga de dolor que tiene todo lo que canta, porque Billie, como Machado, sabía que “sólo se canta lo que se pierde”. 

Y aquí es donde encuentro cuando no busco, aquí, en este espacio que se ha ido construyendo a sí mismo poco a poco, a la manera del rebalaje, de la orilla, lo que se parece mucho, ahora me doy cuenta, a mi forma de escribir, a mi modo de afrontar la creación literaria. 

A la derecha, justo a la altura de la mano, están los diccionarios. Siempre me gustó consultarlos al azar, cazar en ellos alguna palabra y paladearla despacio. 

A la izquierda hay una ventana que da a un patio donde crece, salvaje, una buganvilla de flores púrpura. 

Y enfrente, en la pantalla, suelo estar yo o, más exactamente, lo que de mí voy averiguando mientras escribo.









© Texto y fotografía: Juan Gaitán


Juan Gaitán (Málaga, 1966) ha publicado las novelas Donde las nubes dan sombra (Ayuntamiento de Málaga, 2007), El Columbario (Málaga Digital, 1999) y Hombres de Luz (Clave, 1996; Premio Internacional de Novela de la Comunidad Israelita de Serbia) y los libros de relatos Memorias de un equilibrista (Traspiés, 2005) y Angélicas y diabólicas (Ateneo de Málaga, 2002). Como periodista ha colaborado en medios como Antena 3, Cadena Ser, Tribuna y Tiempo. Actualmente es columnista del diario La Opinión de Málaga. En 2005 ganó el José María Pemán de artículos periodísticos.  


miércoles, 3 de julio de 2013

Jack Torrance






En definitiva, Jack no había podido terminar la obra.


Sthepen King, El resplandor, Debolsillo, 2012. Traducción de Marta I. Guastavino.




All work and no play makes makes Jack a dull boy
All work and no play makes makes Jack a dull boy
All work and no play makes makes Jack a dull boy
All work and no play makes makes Jack a dull boy
All work and no play makes makes Jack a dull boy
All work and no play makes makes Jack a dull boy

El resplandor (Stanley Kubrick, 1980). 

jueves, 27 de junio de 2013

Antonio Pomet







Un día tuve la oportunidad de ver la mesa de trabajo de Will Self, un escritor británico al que admiro. Le copié su idea de pegar post-it con información de escenas y personajes en las paredes para hacer que la habitación se convirtiera en un segundo cerebro, o en una segunda memoria. No me sirvió. Si alguien cree que puede buscar inspiración en los hábitos de otro, creo que se equivoca. Escribir es una de las actividades que mejor ilustran la idea que Bergson regaló a Machado a propósito de caminar. 

Sin embargo, no creo que esta propuesta sirva sólo de acicate para exhibicionistas y voyeurs. Porque puede que dentro de un tiempo seamos nosotros, los escritores, los únicos que leamos, y puede que las imágenes y los textos de este proyecto se conviertan en el santuario de una época perdida: aquella en la que los últimos decadentes ofrecían su tiempo a un mundo que había dejado de escucharles. 

El texto en papel es un borrador de la primera parte de una novela que aún no tiene continuación. El fondo de escritorio es un disco que a veces pongo cuando trabajo. Detrás, bajo el cuadro, hay una monitorización de mi ritmo cardíaco. La línea curva que aparece y desaparece por arriba es una lámpara e ilumina un sofá que no se ve. Y el cuchillo, de Santiago Ydáñez, fue la portada de mi segundo libro. Pende sobre mi cabeza, pero a mí sólo me pertenece la empuñadura.









© Texto y fotografía: Antonio Pomet


Antonio Pomet (Granada, 1973) ha sido profesor de literatura y periodista para Rolling Stone y El País. Ha publicado dos libros de cuentos, Mil perros dormidos (DVD, 2003; premio Andalucía Joven de Narrativa) y Devoradores (Pre-Textos, 2009; Premio Manuel Llano). Está incluido en Pequeñas resistencias 5. Antología del nuevo cuento español 2001-2010 (Páginas de Espuma, 2010).  

miércoles, 5 de junio de 2013

José Antonio Garriga Vela








Querido Javier: 

Aquí está el reflejo que se ve en la pantalla apagada del ordenador. Justo enfrente de mí permanecen las fotos de Franz Kafka y Albert Camus mirándome fijamente. 

–¿Qué haces? –me pregunta Albert. 

–Nada –le respondo–, tratando de escribir una historia. 

–Como siempre, ¿no? –Yo asiento con la cabeza. 

De pronto interviene Franz para darme ánimos y tranquilizarme. Cuando nota que estoy inquieto buscando alguna idea, me repite siempre el mismo consejo: 

–No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará estático a tus pies. 

También está Samuel Beckett con las gafas apoyadas en la frente, como si descubriera el mundo a través de los pensamientos. Y Frida Kahlo hopitalizada y sosteniendo en la mano una calavera de azúcar con su nombre escrito en el cráneo. Me emociona el tajo de sandía que pintó poco antes de morir en julio de 1954 y en el que escibió "Viva la vida". Encima de Frida y la sandía descansa Billie Holyday. Al otro lado de Billie está Marlene Dietrich que mira de soslayo a James Joyce. 

–Todo cabe en un cuarto –les digo. Y ellos se me quedan pensando sin pronunciar ninguna palabra.










© Texto y fotografía: José Antonio Garriga Vela


José Antonio Garriga Vela (Barcelona, 1954) ha publicado las novelas Pacífico (Anagrama, 2008; Premio Dulce Chacón), Los que no están (Anagrama, 2001; Premio Alfonso García Ramos), El vendedor de rosas (Destino, 2000), Muntaner, 38 (Debate, 1996; Premio Jaén) y Una visión del jardín (Diputación de Málaga, 1985), los libros de relatos La chica del anuncio (Ayuntamiento de Málaga, 1993), El secreto de las ventanas (Litoral/Universidad de Málaga, 1991), El vigilante del salón recreativo (Miguel Gómez Ediciones, 1991) y El tercer día (Universidad de Granada, 1978), así como de los ensayos recogidos en El anorak de Picasso (Candaya, 2010). Es autor de las obras de teatro Formas de la huida (Premio Enrique Llovet, 1989) y Aquellas añoradas sirenas roncas y despeinadas (Premio Miguel Romeo Esteo, 1986), y columnista en los diarios Sur y El Mundo. Pertenece a la Orden de Caballeros del Finnegans, que cada 16 de junio celebra en Dublín el Bloomsday, en honor al Ulises de Joyce.



martes, 28 de mayo de 2013

Juan Martínez de las Rivas







Tableros libres


Esta mesa de abeto fue mi escritorio infantil en la casa de mis padres y me ha seguido en nueve mudanzas de vivienda. Antes que escribir narraciones en ella metí goles de fútbol y de hockey en la portería perfecta que forman sus patas. Su vieja conocida madera acumula cicatrices y tatuajes que no borro: quemaduras de cigarrillos de cuando fumaba, pinceladas de pintura, el contenido completo de un tintero derramado cuando jugaba a calígrafo antiguo o restos de los pegamentos con que encolo zapatos o juguetes. Me gusta ver su tablero despejado, dispuesto a recibir un cuaderno abierto, periódicos para recortar, útiles que recomponer, unos folios, el ordenador portátil. Las superficies vacías de escritorios, mesas de cocina y bancos de herramientas excitan en mí un placentero ánimo de laborar. Y las superficies de trabajo cargadas de objetos me llaman a su rescate. Formaría parte de un frente para la liberación de los tableros oprimidos en cuanto se me propusiera. Pero en esta mesa han ido haciéndose sitio unas piedras pintadas por una de mis hijas, una lagartija de hierro, un atril y unas cajas de lápices y de objetos raros como la brújula y la navaja de mi bisabuelo viajero al África y otras curiosidades y sentimentalidades. Nada de esto me resulta necesario ni conveniente para escribir. Si una historia vive en mi cabeza escribo en cualquier lugar, quiero decir, en cualquier ordenador. Pero si ando vacío o desasosegado, sentarme en este rincón de la casa y acariciar estas tablas nudosas y melladas puede succionarme a otros espacios mentales y devolverme remansado y a veces incluso risueño, esto es, en estado apto para idear.














© Texto y fotografía: Juan Martínez de las Rivas

Juan Martínez de las Rivas (Buenos Aires, 1957). Español y argentino, reside en España desde su niñez. Trabaja como médico y cursó estudios de filosofía. Fue miembro del Grupo CLOC de Arte y Desarte. Ha publicado la novela Fuga lenta (Acantilado, 2009) y relatos en los volúmenes colectivos Diez bicicletas para treinta sonámbulos (Demipage, 2013) y Siete entre cuatro (Caldeandrín, 2012).